Estamos en medio de un cambio de época, tenemos la sensación de que algo está desapareciendo mientras que la novedad del mundo aún no ha revelado un rostro reconocible. Estamos a la expectativa. El lugar en el que se desarrolla nuestra vida es la ciudad, que engloba el conjunto de las esferas de nuestra existencia, […]
Estamos en medio de un cambio de época, tenemos la sensación de que algo está desapareciendo mientras que la novedad del mundo aún no ha revelado un rostro reconocible. Estamos a la expectativa. El lugar en el que se desarrolla nuestra vida es la ciudad, que engloba el conjunto de las esferas de nuestra existencia, pero nuestra relación con la ciudad sigue prisionera de múltiples condiciones: familiares, sociales y políticas. Por definición, la ciudad es el lugar de encuentro, el espacio de la socialización, el crisol del intercambio humano. Pero la ciudad se ve asimismo presa de una transformación cuya importancia no medimos.
El cambio histórico: es, en sustancia, la globalización de lo humano. En los países más ricos pero también en casi todas partes, la ciudad se ha convertido, por la necesidad del trabajo y de los desplazamientos que generan la distribución internacional de la economía y la desigualdad de las riquezas, en el espacio en el que se encuentran unas naturalezas humanas diferenciadas, unos orígenes múltiples, unas visiones del mundo diversificadas, en ocasiones radicalmente opuestas entre sí. Ya no es sólo el lugar donde uno ha nacido, es también, y sobre todo, el espacio del que uno procede, del que uno emigra o al que uno inmigra.
Sabemos que ya a los antiguos griegos les resultaba muy difícil definir la ciudad: en Política, Aristóteles no se decide a proponer una definición rigurosa. Propone la «polis», palabra que designa al mismo tiempo la ciudad, la comunidad, el Estado, unas reglas de comportamiento, una reunión de personas diversas y la sociedad. Y añade, para fundamentar su punto de vista, que el hombre es un «zoon politikon», es decir, un ser de comunidad, de sociedad, de ciudad. Dicho de otro modo, la ciudad es la unidad entre el hombre como ciudadano y la comunidad como espacio y vínculo de existencia. Es un espacio y un tiempo, un suelo y un cielo.
Esta definición sigue siendo muy cierta. Debería incluso serlo todavía más hoy que en el pasado. Porque la fuerza de la propuesta de Aristóteles se deriva de que rechaza todo planteamiento étnico, confesional o tribal. Está articulada alrededor de la idea de pertenencia a una comunidad humana abstracta y a un territorio concreto. Aquello que conforma la ciudad, lo que une a los ciudadanos, es precisamente su condición de ciudadanos. Y nada más. O, más bien, todo lo demás, es decir, la naturaleza del hombre, sus mitos, sus creencias, sus convicciones, están como envueltos en esta condición carnal y espiritual, esta función de ciudadanía, esta «politicidad». Rousseau, que estaba fascinado por esta prodigiosa invención griega, por este genio del humanismo naciente, pero que lamentaba que dicha concepción no pudiese aplicarse al individuo de la sociedad moderna, decía que, mirándolo bien, sólo un pueblo de dioses podía imaginar algo así. Pero los hombres no son dioses… Como fundador de la gran filosofía de las luces, sólo veía un cimiento para la ciudad moderna: aquel que se establece en la articulación entre la razón y la voluntad, para dar nacimiento al contrato. Pero un contrato entre intereses, individuos que realizan un intercambio, sujetos de derechos y deberes. La abstracción del hombre se vuelve la condición de la socialización, la fuente de la comunidad humana.
Esta concepción es rebatida por los procesos contemporáneos de formación de la identidad social. Porque vivimos, al mismo tiempo que la entrada en la globalización de lo humano, una reacción inversa inducida por movimientos «identitaristas» inherentes a nuestra historia. Éstos se desarrollan a través de un seudomodernismo, un modernismo regresivo, que toma el aspecto de la diferenciación «identitaria», de la apología del origen y del «comunitarismo» particularista que la acompaña. El contrato sigue existiendo, pero ahora está condicionado tanto por los intereses como por las determinaciones del origen, que atan al sujeto humano al color de su piel, a la religión transmitida por sus antepasados, a su «origen». Esta ideología regresiva se ha desarrollado con mayor facilidad porque la globalización económica, al provocar la desestabilización del Estado nacional, engendra la perturbación de la identidad social y provoca la aparición de nuevas formas de pertenencia. La ideología «multicultural», que a menudo sirve para enmascarar una cultura dominante, legitima este proceso regresivo disfrazándolo con las virtudes de la democracia y del respeto a los demás. Pero la realidad sigue siendo la desaparición de la ciudadanía ante el individualismo, la dislocación de la pertenencia común en beneficio de la comunidad tribal, la crisis de la referencia nacional provocada por la sumisión al imperio mercantil, que aparece como la única verdadera comunidad en un mundo cada vez más tribalizado.
La ciudad es cada vez menos el espacio político en el que se elabora el futuro común. Un poderoso movimiento de disociación está en marcha y no afecta únicamente a los individuos, sino también a los grupos, que tienden cada vez más a particularizarse. Este repliegue provoca unas reacciones complejas. Una de las más importantes consecuencias remite a lo que se podría denominar la territorialización diferenciadora en la ciudad. Con la modificación progresiva de los modos de producción, la decadencia de la industrialización y la gestión de las poblaciones de inmigrantes recientes, la ciudad moderna adquiere en casi todas partes el mismo aspecto: cada vez más, el centro está habitado por las capas medias tradicionales y nuevas, los inmigrantes son alojados en núcleos de confinamiento periféricos y las capas ricas viven en suburbios protegidos o en zonas residenciales económicamente prohibidas para los más desfavorecidos.
Esta territorialización se acomoda fácilmente a una fuerte exclusión social y étnica, delimita unas capas ya no sólo diferenciadas en función de su condición social, sino también, y sobre todo, en función de su «pertenencia» étnica y, cada vez más, confesional. La ciudad, por decirlo en una palabra, tiende a volverse «racista». Racista en el sentido de la distribución territorial de los individuos en función de sus supuestas «razas» o confesiones. No es que la determinación social haya desaparecido, es que ahora se le añade claramente la determinación étnica y confesional. La exclusión resultante incrementa los mecanismos clásicos de dominación y de marginalización.
La época de las retóricas «identitarias» legitima perfectamente esta territorialización. Postula un determinismo «identitario» que encierra a los individuos en una «pertenencia» originaria asfixiante. El camino hacia la universalización, que es propio de toda comunidad ciudadana, se ve frenado por el obstáculo de la «pertenencia». Aquel que busca la solidaridad universal siempre es remitido a su supuesto «origen». Una especie de fascismo suave de la identidad, de totalitarismo de las comunidades de pertenencia, vuelve irrespirable la atmósfera para aquel ciudadano que sencillamente va en busca de la solidaridad humana.Esta ideología tiránica del origen es producto de un doble movimiento. Por un lado, a menudo surge, bajo una forma afirmativa o negativa, como una reivindicación de los propios grupos e individuos estigmatizados. Éstos transforman en su contrario aquello que es presentado como un estigma para convertirlo en algo perfectamente asumido o incluso en una cuestión de orgullo. Es el negro que reivindica su negritud, el musulmán su islamismo, el judío su judaísmo, porque estas cualidades están estigmatizadas. No hace falta decir que esta actitud es, por definición, legítima. Pero entre la afirmación del Yo y la negación del Otro, la frontera no siempre está clara. Por otro lado, es la propia sociedad, al tomar conciencia de la exclusión identitaria de determinados grupos, la que busca concederles derechos en función de su especificidad. De este modo, procede a una discriminación «positiva» en nombre de la lucha contra la discriminación negativa. Pero una discriminación es siempre una discriminación, sea positiva o negativa (por no hablar de que se puede fácilmente pasar del derecho a la discriminación a la discriminación de los derechos).
Lo hemos visto en Gran Bretaña y en Holanda: en ambos casos se han afanado en reconocer unos derechos «específicos» que han conducido, bajo el pretexto de respetar la cultura del Otro, a justificar la poligamia, la opresión de las mujeres, etc. El ejemplo holandés es hasta tal punto caricaturesco que ha provocado una reacción xenófoba intensa en la sociedad: ésta se veía de pronto «amenazada», debido a la aparición de costumbres diferentes, por una inmigración musulmana pese a todo relegada a un gueto comunitario religioso, a su vez consecuencia de una concepción tontamente diferenciadora del vínculo social. A fuerza de halagar aquello que separa, se ha terminado por generalizar la separación. Y unos grupos de presión, surgidos de esta parte de la población inmigrante, han utilizado su concepción trivialmente retrógrada del islam para tratar de imponerse como los únicos interlocutores ante los poderes públicos. De igual modo, en España, el imán que escribe un libro para explicar cómo hay que pegar a una mujer, lo hace precisamente con el objetivo de separar a los inmigrantes musulmanes del resto de la población. De este modo, el contribuir a desvalorizar la religión a la que pretende servir es para él positivo, porque lo que busca es ganar legitimidad pretendiendo luchar contra esta misma desvalorización. Hay que tener el valor de decirlo: estas personas envenenan las relaciones sociales e impiden, para la gran mayoría de los inmigrantes, el acceso al lugar común. Son, al igual que los racistas, los enemigos acérrimos de la ciudad mestiza.
Nunca se repetirá lo suficiente que ninguna ciudad mezclada es posible sin valores comunes. Ello implica reglas, normas y obligaciones comunes. Los conflictos culturales y sociales, inevitables en toda sociedad, no pueden superarse únicamente mediante el respeto ingenuo de las diferencias, mediante la apología de lo que separa, aunque sea en nombre de la democracia y de la política de reconocimiento que se debe a unos individuos o grupos. Sólo la búsqueda de una identidad compartida, que no es un producto de la naturaleza sino de la voluntad, permite construir estos valores comunes. Este camino, largo y difícil ya que consiste en fabricar voluntariamente la identidad común, implica una visión clara de los derechos y deberes en la ciudad. Porque la condición necesaria para la ciudad mestiza, lejos de los racismos y de las demagogias de la pertenencia exclusiva, afortunadamente es y seguirá siendo siempre la universalidad de lo humano.