El desempleo, que algunos ignorantes consideran un drama social, constituye, sin embargo, la condición imprescindible para acceder a ese divino estadio del desarrollo humano caracterizado por hacer nada. Cualquiera que haya experimentado alguna vez la sensación de hacer nada, sabe de los sublimes pensamientos que somos capaces de generar desde nuestra aparente inactividad y que […]
El desempleo, que algunos ignorantes consideran un drama social, constituye, sin embargo, la condición imprescindible para acceder a ese divino estadio del desarrollo humano caracterizado por hacer nada.
Cualquiera que haya experimentado alguna vez la sensación de hacer nada, sabe de los sublimes pensamientos que somos capaces de generar desde nuestra aparente inactividad y que muchos mortales, demasiado entretenidos en vacuos afanes, jamás disfrutarán.
La mayoría de los trabajos son, además, absurdos y prescindibles. Ningún sentido tiene trabajar de portero en un club y dedicar ocho preciosas horas de existencia a abrir la puerta a una caterva de incapaces malcriados que pudiendo abrírsela ellos, necesitan humillar a uno con exigencias clasistas y desfasadas.
El oficio de friegaplatos hace ya tiempo que debió ser abolido, cuando existen los platos desechables, y ni siquiera la profesión de camarero tendría sentido en plena era del autoservicio.
Hay además poderosas razones religiosas para rechazar el flagelo del trabajo. Dios no se iba a tomar la molestia de hacer un mundo tan hermoso y colocar sobre la tierra tantas bellas especies, si los humanos, por vivir miserables ajetreos, no dispusiéramos de tiempo para disfrutarlas. ¿Quién podría celebrar los serenos atardeceres si tuviéramos que estar detrás de un mostrador atendiendo impertinentes? ¿Quién perdería su tiempo, colgado todo el día de un teléfono, dando puntuales indicaciones a cuanto necio necesita consultar su pasado balance o averiguar donde queda la Plaza de los Descalzos, cuando podría asistir al extraordinario milagro de la lluvia derramándose sobre calles y tejados?
De hecho, entre las muchas órdenes impartidas por Dios y reveladas en los libros sagrados por quienes, se supone, estaban a su lado, apenas sí hay una leve y sutil sugerencia, para nada vinculante, sobre la posibilidad de que los humanos ejerzan de vez en cuando algún tipo de labor. Si hemos de atenernos estrictamente, tal y como algunos puristas aseguran, a las alegadas palabras divinas cuando dicen que dijo: «ganarás el pan con el sudor de tu frente», habrá de convenir en que sólo habló del pan. Nada dijo de electrodomésticos, vehículos, casas y otros alimentos y artefactos. Y que nadie venga a pretender justificarlo con el alegato de que se trata de una figura literaria sujeta a las circunstancias de su tiempo, una especie de bíblica metáfora porque Dios, que todo lo sabe, si en algo fue enfático fue en afirmar la necesidad de que creciéramos y nos multiplicáramos.
Y me pregunto ¿cómo vamos a hacerlo si el trabajo nos impide encontrarnos y cuando lo conseguimos la fatiga convierte la fiesta del sexo en la antesala del divorcio. Y nada más perverso para Dios que separe el hombre lo que él ha establecido.
De ahí que el desempleo, sobre todo si es compartido, ayude más que ningún congreso sobre relaciones humanas al ayuntamiento de la carne a cualquier hora y de cualquier manera.
Pero el desempleo no es sólo una necesidad divina. También la ciencia precisa de seres humanos desocupados.
Si Newton hubiera estado trabajando, jamás habría descubierto la teoria de la gravedad. Para su fortuna y la nuestra, se encontraba el hombre descansando, ensimismado en sus fantasias, a la sombra de un árbol, ayudando acaso a sus intestinos a completar una perfecta digestión, cuando vio caer una manzana. Esa misma manzana que había estado cayendo repetidamente durante tantos años, y que la gente ocupada nunca advertía por vivir condenada a esa lacra que llaman oficios, sin tiempo para advertir los bellos fenómenos que nos ofrece la naturaleza.
Newton, a diferencia de esos seres mal llamados laboriosos, era dueño de su tiempo y de su espacio, y por ello fue él quien reparó en la caída de la manzana. Ni siquiera tuvo la fruta que impactarle en la cabeza, como algunos historiadores mienten, porque esa ociosidad, que es la madre del genio y de la creatividad, fue lo que llevó a Newton a pensar en las razones que había tenido la manzana para desprenderse y edificar, por tanto, su genial teoría.
Bécquer nunca se hubiera interrogado sobre la suerte de golondrinas y arpas, de haber malgastado su vida trabajando en un periódico como corrector, y Beethoven no hubiera compuesto ninguna de sus nueve sinfonías de tener que pasarse el día conduciendo un autobús de transporte público.
Dignifiquemos pues y celebremos el desempleo, cuando el trabajo, además, ni siquiera compensa con su salario, la placentera renuncia a hacer nada.