Ha dictado conferencias, ha escrito libros, ha asesorado empresas y sindicatos… pero su verdadero oficio es conversar. Llenar el silencio de palabras y abrir con ellas caminos insospechados. Después de intercambiar con él dos vocablos, su juventud y bonhomía eliminan todas las distancias de la formalidad y establecen el respeto del afecto. Profesor de la […]
Ha dictado conferencias, ha escrito libros, ha asesorado empresas y sindicatos… pero su verdadero oficio es conversar. Llenar el silencio de palabras y abrir con ellas caminos insospechados.
Después de intercambiar con él dos vocablos, su juventud y bonhomía eliminan todas las distancias de la formalidad y establecen el respeto del afecto. Profesor de la Universidad de la República en su natal Uruguay y docente invitado en varias universidades latinoamericanas, ha trazado y ejercido consecuentemente líneas de continuidad a los principios edu-comunicativos de pedagogos como Paulo Freire y Mario Kaplún, su padre.
Los análisis teóricos de Gabriel, maduros de sonrisa y risueños de reflexión, pueden enamorar a un auditorio y hacerlo perder la noción del tiempo. Escuchar, escuchar y darle maneras de decir a los «nadies» de nuestros países, ha sido una constante en sus angustias. Así lo hemos visto en foros, eventos académicos, experiencias barriales… estudiando y alentando, enseñando y aprendiendo.
A Cuba ha venido solo tres veces, pero permanece conectado a empeños de esta Isla. Durante el recién concluido VII Encuentro Internacional de Paradigmas Emancipatorios lo sentimos en la plenaria, la comisión, el pasillo y las calles de La Habana Vieja. Entonces nos regaló sus minutos. El tiempo útil de esta voz creadora.
«Para mí la comunicación es la producción de vínculos y sentidos. Esa definición tan corta es bastante compleja porque me parece que durante mucho tiempo se ha puesto el acento en pensarla solo desde los contenidos y desde cómo estos viajan, por así decir, de unos a otros. Hay que pensarla más como vínculo entre personas, entre grupos, entre sociedades, entre culturas. Hay que pensar más si es horizontal, si es autoritaria, si es un vínculo fraterno-amoroso, cariñoso o, por el contrario, es duro, violento.
«Y junto con eso hay que pensar los sentidos, el doble sentido ―valga el juego de palabras― del significado y la dirección hacia la cual caminamos. El sentido no se produce solo desde quien emite, sino que se completa y termina siempre donde el otro puede responder, puede interactuar.»
¿Cuándo y cómo se inicia en la Educación y la Comunicación populares?
Llegué a la Educación popular en Uruguay, de alguna manera, antes que mis padres, a partir de un grupo de origen cristiano llamado Aportes de Meaux con el que hacíamos lo poco que se podía hacer en la época de la dictadura. Era un trabajo de barrio muy pequeño, esencialmente de promoción de salud.
En esa labor sabíamos que la comunicación era importante. Y ese bichito ya me gustaba desde hacía tiempo. En los años 70, cuando mis padres grababan esos programas radiales, que circularon después por toda la América Latina, fui una de sus voces infantiles ―que con el paso del tiempo a veces no sé reconocer. Aquí tuve mi pequeña impulsión profesional. Además, había hecho con mi papá y algunos amigos un curso de Lectura crítica de los medios.
Pues bien, mis padres y uno de mis hermanos se encontraban exiliados en Venezuela. Habían partido hacia allá a fines de los 70 por la presión de la tiranía; yo decidí quedarme en Uruguay. En 1983 ellos organizan el Primer taller latinoamericano de Comunicación popular, al que acudió gente de muchos países. Mario, sabiendo que estaba en esas cuestiones de barrio, me preguntó si quería ser uno de los delegados uruguayos. Y lo fui, junto con otro compañero.
Fue un encuentro muy intenso, de tres semanas. De ese taller y de los siguientes en Venezuela nace el libro tal vez más emblemático de Mario, El comunicador popular. Digamos que eso terminó de decidir en mí una vocación más clara. Cuando volví a Uruguay, trabajé con muchas de esas cosas.
Ya en 1984 armamos el Primer taller de comunicadores populares en el grupo en el que yo trabajaba. Hicimos la primera convocatoria y vinieron unos 150 compañeros de barrios, de sindicatos que se estaban organizando y de otras instancias. Entonces, ese movimiento ya no paró.
¿Por qué decide quedarse en Uruguay cuando su familia se va?
Desde 1973 hasta 1978, los primeros cinco años de la dictadura que se extendería hasta 1985, mis padres todavía estaban allí. Al principio, incluso, en sus labores de siempre: produciendo los programas de radio. Después ese trabajo se acabó y tampoco pudieron hacer televisión; pero aún hicieron unas cuantas cosas, sobre todo el método de cassette-foro. En esa época pudo ser descubierto y procesado en Uruguay, en un trabajo más micro con campesinos.
Pero ya a la altura de 1977, mi padre se dió cuenta de que era imposible seguir trabajando. Además, la policía lo buscaba, buscaban a mi hermano mayor… y así no tenía sentido.
En mi caso, tenía 19 años y un amor muy fuerte. Había argumentos para los dos lados. Fui junto con ellos a Venezuela -a visitar y conocer, no a quedarme-, y después fui con la que sería mi mujer a ver si ella quería. No le gustó. Ni a mí tampoco.
Mirado en perspectiva, fue una decisión con claroscuros: perdí cosas y gané otras. Entre las que perdí estuvieron algunas oportunidades de estudiar, por ejemplo, Sociología. En Uruguay estaba cerrada esta licenciatura porque era «peligrosa» para la dictadura militar. Intenté con Economía -me gustaba, pero no la que nos daba el régimen-, y Comunicación ni siquiera existía. En fin, varios intentos; con Educación un poco lo mismo… Esa zona fue un tanto frustrada, digamos.
Pero, en cambio, gané otras cosas: un trabajo popular de base, que hacíamos a la luz, pero que tenía que limitarse a espacios muy pequeños. Fue un aprendizaje único. De hecho, eso permitió -no en lo mío, sino en lo de mucha gente- que cuando salimos de la dictadura hubiera aires nuevos en Uruguay.
Me siento parte de esa historia, de haber contribuido a hacer surgir iniciativas en mi país, que tienen mucho que ver con la Educación popular, en una época en que de eso casi no se hablaba.
¿Qué dejó en usted y sus compañeros servir de «conejillos de Indias» en los primeros experimentos de Mario con la Lectura Crítica de los Medios?
Eso fue, si mal no recuerdo, en 1976. Él estaba con algunas inquietudes que quería probar, experimentar. «Mira, me gustaría trabajar esto, pero trabajarlo con gente, no solo en teoría. ¿Tienes ganas de reunir a algunos compañeros?» Entonces yo convoqué a un grupo de amigos. Éramos todos jóvenes de alrededor de 16, 17 años.
A algunos los sigo viendo ahora, son amigos de toda la vida. Carlitos, por ejemplo, no falta ocasión en que me diga: «Esa experiencia me marcó. Ya no pude ver televisión del mismo modo. Ya no pude recibir la publicidad del mismo modo. Ya no pude escuchar la radio de la misma manera…». Porque analizamos los medios juntos, desde adentro de los medios, pero también desde dentro de uno mismo.
Quizá lo más fuerte en esos talleres y que mi padre terminó de descubrir con nosotros, es la complicidad del espectador. Todos los que han trabajado después Educación para los Medios y estudios de recepción conocen esa idea; pero en aquel momento no estaba tan clara. Allí estaba la noción de que los medios trabajan sobre necesidades reales nuestras; y en todo caso, lo que nos ofrecen son lo que algún teórico después llamaría «falsos satisfactores».
Sus padres dedicaron la vida a estudiar y generar procesos comunicativos. ¿Cómo los recuerda comunicándose entre sí y con usted y sus hermanos?
Hay una mezcla ambigua de momentos felices y duros, porque no siempre la comunicación era fácil en el ámbito familiar. Ahora lo puedo decir con tranquilidad: permanecer en Uruguay cuando ellos estaban en Venezuela tenía una ventaja: no estar tan a la sombra de mi padre, poder desarrollar proyectos propios; porque él era una figura muy fuerte.
Cuando vuelve, había mucha gente que no lo conocía tanto o que no lo conocía directamente y que más bien hacía el vínculo al revés y le decía: «¡Ah, vos sos el padre de Gabriel!» Eso también posibilitó otro tipo de mirada mutua. Había un flujo que era en el otro sentido. Él me pedía cosas, vínculos con otra gente, bibliografía sobre determinados temas. Entonces, ya había concluido mi maestría en Educación y él a veces hablaba conmigo no para contarme, sino para pedirme opinión. Para recibir.
También para mi mamá la relación era compleja. Tenían una unión entrañable, pero resultaba doloroso que la reconocieran solo como su esposa y no por sus méritos propios ―que los tenía― como actriz y productora radial. Es bueno decir que de los programas que ellos hicieron en los 70 -y ahora están en Internet y en mp3 a disposición de todo el mundo-, más de la mitad son de mi madre, hechos con guiones y dirección de ella. Igualmente, hay que hablar de su maravilloso trabajo de teatro popular, muy valorado en Venezuela. Sin embargo, era muy grande la figura de Mario, y además -esto lo evocan sus alumnos-, tenía juicios a veces cortantes.
En los últimos años tuvimos unos lindos domingos familiares, de conversación profunda, intelectual, a ratos complicada, porque estaban mis hijos muy chicos.
Ellos lo recuerdan con mucho cariño también, pero como una figura, a la vez, un poco lejana. Era ese abuelo muy especial que otros compañeros les mencionaban: «¡Ah, pero vos sos la nieta de Mario…!». En fin, había una mezcla de distancia y cercanía.
Tengo un recuerdo singular del momento de su muerte, ya que por suerte pudimos despedirnos muy bien. Él hizo una gira que se suponía fuese académica, y no pudo serlo, porque desde la partida iba enfermo. Fue a Venezuela, donde vive uno de sus hijos, y luego a España, a visitar al otro. Lo único que logró hacer fue despedirse.
Volvió a Uruguay ya para morir. Tuvimos largas conversaciones. Las últimas giraron en torno a libros que quería escribir y ya no podía; o sobre algunas de las vivencias que cuento en el artículo «El viajero»: ese empeño suyo de seguir aprendiendo siempre.
Hay un tema que él comenzó a vislumbrar en el último momento de su vida, que usted ha retomado y, por supuesto, ha tenido la posibilidad de profundizar: el de la comunicación y las nuevas tecnologías. Mario se preocupaba mucho, según ha contado usted, por esa persona aislada con su ordenador en frente. ¿Cuáles son los riesgos de aprender y enseñar con Internet?
Está el riesgo de aislamiento, que es el que señalaba mi padre. Está también, en el caso de lo educativo, el riesgo de estandarizar los procesos de enseñanza, que se pierda el aprendizaje en el sentido de que todo está diseñado por otro. No existe el espacio para que el educando construya el conocimiento, que es la idea fuerte del constructivismo en la educación, y muy coincidente, además, con lo que en otros términos planteó Paulo Freire.
Muchos de los usos de las nuevas tecnologías, y en particular de Internet, han estado vinculados a las teorías conductistas en la educación. Quizá porque los conductistas vieron antes que otros la potencia de las tecnologías. Pero las vieron en tanto sustituto del docente. Un sustituto que remplaza al profesor estandarizando procesos.
En una concepción dialógico-crítica como la de Freire o constructivista como la de Vigotsky, es importante no solo la presencia del docente, sino la de los otros como espacio de diálogo, aportando sus saberes y lo inesperado. Estos dos elementos no caben en un esquema conductista, que tiene todo prediseñado. Ese es el otro riesgo, junto con el de la soledad.
Por cierto, la soledad ha sido un problema típico de la educación a distancia, con la consiguiente desmotivación de muchos estudiantes, que no ven a los demás, pues verlos a distancia no siempre es lo mismo. Como bien plantea Vigotsky, se pierde allí la posibilidad de interacción, la oportunidad de generar las zonas de desarrollo próximo, como a él le gusta llamarles.
Ese eslabón entre lo que sabemos y lo que podemos llegar a saber, entre lo que sabemos hacer y lo que podemos llegar a saber hacer, se construye en el diálogo con el docente y con los compañeros. Si no hay compañeros, es muy difícil edificarlo. Entonces, estar con otros tiene una potencia pedagógica.
Sin embargo, por suerte, esa no es la única realidad. Hay maneras de usar Internet de otra forma. Hay vías allí para armar el trabajo educativo y el aprendizaje desde otro lugar. Y, de cierta manera, en ese otro lugar se han democratizado las posibilidades individuales de convertirse en emisores.
Claro, en potencia, eso es posible, aunque esa potencia todavía está a medio camino, a medio desarrollar. Porque basta con mirar, por ejemplo, una medida cuantitativa simple. Es lo que conversábamos con la empresa de telecomunicaciones en Uruguay. Ellos hacían una cuenta referida a lo que los uruguayos bajamos de la red y lo que subimos. Resulta que bajamos cien veces más que lo que subimos. Es una primera medida; pero más allá de la cuestión cuantitativa, lo que muestra es que nuestra posibilidad de ser emisores está siendo poco aprovechada. Eso explica, incluso, por qué muchas veces las conexiones están hechas con más velocidad de bajada que de subida: porque suponen que mucha gente, la mayor parte de la gente, no sube nada, no produce nada.
Esa producción relativamente escasa -sobre todo insuficiente desde experiencias tan ricas como los sectores populares- tiene que ver algunas veces con razones económicas, otras con causas de manejo tecnológico, pero también con una dificultad para pensar un medio que tiene esa potencialidad. Ahí el EMIREC (Emisor-Receptor) está como posibilidad mucho más tecnológicamente viable. Pero nos acostumbramos tanto a ser solo receptores que nos cuenta pensarnos de otro modo.
Un destacado poeta cubano dice que la poesía, aunque la escriban personas de derecha, siempre es de izquierda. ¿De la comunicación se puede decir lo mismo?
No estoy tan seguro porque todo depende de cómo definamos comunicación. Si la definimos como a algunos nos gusta hacer, fundamentalmente como diálogo, entonces sí, pues el diálogo tiene siempre una potencialidad revolucionaria. Pero es cierto que muchas veces los diálogos terminan, otra vez, llenos de autoritarismo. Y entonces esa potencia se pierde.
Quizá la poesía tiene más posibilidades. En parte, incluso, porque, pensándolo bien, no toda comunicación apela a la poesía. No toda comunicación es poética, en el sentido de explotar la fuerza de la metáfora, esa posibilidad de dibujar otros mundos, no solo materiales, sino otros imaginarios posibles. La poesía siempre abre esos mundos y por eso, quizá, lo dice el poeta. La comunicación, ojalá que también.
Según su criterio, las izquierdas han tenido dificultades para definir políticas y estrategias viables de comunicación. ¿Esto no es una contradicción esencial con la razón misma de la izquierda, que debe ser progresista, dialógica, social?
Muestra, por un lado, una debilidad de la izquierda, que no siempre ha tenido presente lo dialógico. Hay todavía la idea de que «si yo tomo el poder y los medios, desde ahí puedo incidir en los otros», sin pensar que, en realidad, tanto o más importante que eso es que los otros tengan para siempre la palabra.
En mi país, por ejemplo -y lo he visto en varios-, no existe mucha preocupación por cómo la población se comunica entre sí o cómo accede a los medios, no solo en tanto ciudadanos individuales, sino también como colectivos que se construyen una realidad. Por esa fisura llegamos a complicaciones teóricas y políticas de fondo en muchas de estas izquierdas, cuya solución pasaría por redefinir, por ejemplo, qué es socialismo. En todo esto radica un primer problema de la izquierda.
Un segundo problema es la incomprensión del tema «medios y recepción». Por ejemplo, a los izquierdistas les preocupa mucho la información y muy poco el entretenimiento. Les parece que si controlan los informativos está bien, porque ahí reside la verdad o la falsedad que se transmite, cuando en realidad un programa de entretenimiento, una serie policial, una comedia romántica, están siendo decisivos en los modelos de vida que se ofrecen.
Además, la gente puede que no le crea a la información, aunque la mire en la tele, pero el asunto es más complicado con el tema de los paradigmas de vida que se ofrecen. Y esto la izquierda lo ve poco. ¿Por qué no ha ahondado en cómo se produce la ficción?
Finalmente, en el caso de Uruguay y de otras naciones de la América Latina, diría que falta por pensar un problema más. Salvo en Cuba, los medios en el continente han sido, en su mayoría, privados comerciales. Frente a eso, lo que la izquierda visualiza es oponer medios estatales. Esto está bien, pero quizá le ha faltado pensar en los medios comunitarios como otro espacio posible. Solo recién empiezan a comprenderlo. Con todo, tengo que decir que, de a poquito, van existiendo avances, tanto en mi país como en otros.
¿Qué peligros pueden afrontar iniciativas de integración comunicativa regional como Telesur?
Ahí hay una iniciativa buena, interesante, bien pensada. También, como ellos mismos lo han dicho, difícil. La generación incesante de contenidos de calidad no es nada simple.
Tanto en Telesur como en otras iniciativas similares, por ejemplo, TAL (Televisión América Latina) -que arrancó ya, aunque no del todo-, existe la idea de un modelo colectivo al estilo de lo que instituciones como ALER (Asociación Latinoamericana de Educación Radiofónica) y otras venían haciendo: compartir producciones ya realizadas. Una gran cooperativa, digamos, porque la debilidad mayor de la creación audiovisual en la América Latina está en la circulación.
Por eso hay que combinar estas apuestas mayores con otras de televisión comunitaria. Junto con -no digo contrapuesto a- ponerle fuerza a mucha más producción que sea viable, porque hay gente que quiere y puede crear, incluso a nivel de barrio. Ahí sí lo tecnológico ayuda, pues se han abaratado los procesos de grabación, edición, etcétera.
No todo tiene la calidad adecuada, pero se puede apoyar. Y de cien producciones barriales, diez son muy buenas para mostrar a nivel nacional, y una a nivel latinoamericano. Si ese tipo de movimiento lo impulsamos más, ahí tenemos una posibilidad grande.
Claro, esto debe complementarse con distribución, porque muchas veces no se encuentra quien multiplique la señal en cada país, y ahí se bloquea cualquier esfuerzo.
En materia de cine conocemos lo dramático que es: está monopolizado por unas pocas distribuidoras. En materia de televisión, también. Así, por ejemplo, nuestros canales se ven obligados a comprar enlatados extranjeros, lo cual sale más barato que generar ellos mismos. Y las latas casi siempre están condicionadas al paquete.
En Uruguay, a veces la gente se pregunta: «¿por qué esta película tan mala, notoriamente mala, la han pasado diez veces en la tele?» Porque formaba parte de un paquete, en el que venía una buena ―la última que ganó el Oscar― y ocho pésimas que había que poner obligado. Son filmes que nadie alquilaría en un videoclub, que nadie iría a ver al cine, y que, sin embargo, terminan en la pantalla doméstica.
¿No cree que con el empeño de tener una televisora comunitaria o colocar algo en cine a veces se olvidan medios tradicionales como un teatro barrial o una simple hoja impresa, que aún pueden ser efectivos?
Al contrario; incluso muchas veces se potencian uno al otro. Algunas de estas experiencias de televisión y radio comunitarias justamente son combinaciones de medios, son multimediales. Está el grupo de teatro que a su vez trabaja con la emisora y con el periódico. Entonces todos estos espacios viabilizan la ida y vuelta.
El caso de los medios escritos sí conviene repensarlo, porque uno siente que a veces hay ahí bastante papel tirado en la América Latina, quizá menos en Cuba. Empezamos por problemas de alfabetización básicos: la gente lee poco, le cuesta leer; y si el medio escrito es puro texto, tiene una recepción muy baja.
Tuve que hacer un estudio hace pocos meses, entre otras cosas con datos de lectores de prensa en mi país, y aun con la compra del diario el fin de semana -que es cuando se compra más- y contando con que varios lean cada periódico, no pasa del 20% de la población la que dedica tiempo a la lectura de diarios y semanarios.
En el campo académico hace tiempo se superó aquella visión de los medios omnipotentes manipuladores que inyectan un contenido a las personas. Sin embargo, todavía entre la gente común sobrevive esa idea. ¿Por qué la ruptura entre lo que debaten los estudiosos y lo que las mayorías piensan?
Por la falta de Educación popular, específicamente, en este caso, de Lectura Crítica o alguna de las tantas corrientes que en la América Latina se desarrollaron. En el programa de gobierno del Frente Amplio de Uruguay, por ejemplo, incluimos, además de una cantidad de medidas de reforma de los medios, un plan nacional de Educación para los Medios.
En estos mismos días estoy escribiendo mi tesis de doctorado acerca de las culturas juveniles y la educación. Incluyo un capítulo sobre comunicación. Trabajamos con los docentes específicamente la Lectura Crítica.
Un primer ejercicio interesante es preguntarle a cualquiera: «Bueno, está bien, los medios manipulan. ¿A ti te manipulan?» «No, a mí no» «Y entonces, ¿por qué manipulan a todos los demás? ¿Son tontos y tú no lo eres?».
Un segundo ejercicio: «A ver, ¿cuántas horas de televisión mira cada quién aquí?». Dicen: «no, yo apenitas, a veces, muy de vez en cuando». «Vamos, gente, hagámoslo anónimo y cada uno anote en una hojita cuántas horas de tele mira al día, para empezar a desmontar un poco esto». Entonces: «¿por qué miramos tanta televisión? o ¿por qué nos atrapa la poca que miramos? ¿Pa’ qué tú la miras?» «Bueno, yo llego a la casa y lo que quiero es desenchufar. Entonces pongo cualquier porquería». «¡Ah!, entonces no importa mucho el contenido, ¿no?». «¿Qué es lo que está diciendo este uso del televisor como ‘ansiolítico’?».
Todo esto requiere un trabajo de construcción que tiene que empezar por uno mismo. Es un poco lo que buscaba mi padre con aquellos intentos de los años 70, cuando decía: «El método tiene que ser vivencial, es decir, no puede ser solo un discurso teórico sobre los medios, sino una reflexión sobre cómo cada uno se relaciona con los medios, y a partir de ahí, comenzar a construir otra relación».
Se trata de un esfuerzo delicado de pensar desde uno sin desautorizar al otro, sin empezar con la crítica al otro. Porque si uno dice: «Tú te pasas horas frente al televisor y por eso eres un estúpido que te dejas manipular». Bueno, nadie quiere empezar por ahí ninguna conversación, ¿no? Y, además, no es verdad.
En el gremio de los comunicadores y teóricos de la comunicación, hay tres conceptos bastante manipulados, de los que le pido una breve definición: masivo, contracultural y alternativo.
En cuanto a lo masivo, por un lado está la vieja contraposición con lo popular que planteaba García Canclini y que -estoy de acuerdo con él-, no es exacta. Creo que lo masivo tiene en realidad dos niveles: el local (comunitario), que a veces perdemos de vista, y el nacional.
Tal vez la característica principal de lo masivo sea la relación típica del broadcasting: de un emisor hacia muchos receptores. Quizá lo que tenemos que construir es el masivo no masivo, en el sentido de no masificado. La mayoría de los espacios mediáticos son masificados y masificadores. Pues bien, hay una posibilidad de lo masivo en la interacción a través de otros medios a nivel microlocal y de grupo. Se puede y se debe repensar ese espacio.
Sobre el segundo, contracultura es un concepto que pasó un poco de moda, pero mantiene cierta vigencia en algunos sectores. Por un lado, como paralelo a lo contrahegemónico, pero, sobre todo, como lo que se contrapone en sentidos y significados a los contenidos de los «grandes medios» y de las expresiones culturales dominantes.
Este es también un concepto para rescatar; aunque, con franqueza, no termina de gustarme. Porque siento que hay en él un blanco-negro. Si dicen «esto», decimos «lo contrario». Y creo que el contrario no es realmente el que puede revolucionar al otro, sino lo distinto, lo diferente.
Entraríamos entonces en el tercer concepto: lo alternativo, y este me parece que apunta al contenido, pero también a un modelo de comunicación más horizontal y distinto, incluso, en términos afectivos. Por eso creo que una alternativa profunda a lo hegemónico tiene que ser capaz de captar algunas cosas que en esa hegemonía están presentes, porque son parte fuerte de lo dominado, por ejemplo, lo que los medios masivos dominantes han sabido hacer: captar el humor y las historias populares, el relato y las maneras de narrar. Eso no podemos perderlo. Pero debemos recuperarlo en un contexto distinto. Entonces, alternativo va a ser una nueva narrativa, pero narrativa al fin, y no un discurso dogmático, pesado y aburrido.
Y en segundo lugar, se trata de la posibilidad de un modelo mucho más participativo de la comunicación. Sabemos que es difícil. Sin embargo, también sabemos que desde la Educación popular, en los espacios chicos comunitarios y en los más grandes que se vienen formando, es viable encontrar estos modos de diálogo.
Sobre determinados temas como la educación y la comunicación participativas a veces se teoriza mucho, pero se hace difícil aplicarlos en la vida personal, cotidiana. ¿Cuál sería su estrategia para ser consecuente?
Sin duda, eso es lo más difícil de todo: la coherencia, una meta utópica, ¿no? Es interesante, por ejemplo, para empezar por el espacio universitario, cómo nos planteamos con nuestro equipo, todos los años, una evaluación fuerte del curso.
Siempre decimos que nuestro problema es el mismo y cambia: el problema es ser más coherentes. Los estudiantes nos lo dicen también. Y empezamos reconociéndolo: «Aquí vamos a hablar de un modelo pedagógico distinto y sabemos que nuestra pedagogía no es totalmente distinta». Lo primero es admitir eso: que la coherencia total no es viable.
Lo segundo es, como bien dice el movimiento feminista, pensar todos los espacios personales, familiares, como espacios políticos. Recuerdo que para mi papá, por ejemplo, fue muy difícil aprender a lavar los platos y encargarse de eso. Lo hizo finalmente, pero le costó.
En mi familia este proceso ha sido relativamente más fácil. Muy parejo con mi mujer, pero a veces muy trabajoso con los hijos. «Está bien, digo, nosotros dos somos muy parejos en quién se ocupa de cocinar, lavar la ropa, los platos, la casa, todo. De acuerdo, pero ¿y los chicos? ¿Cómo es la cosa?» «Bueno, ya tendrán tiempo, cuando sean grandes». «No, no, ya son bastante grandes. Ya es tiempo de que compartamos las tareas». A veces nuestras reuniones familiares han sido complejas en ese sentido. ¿Cómo lo trabajamos cada día? Con una búsqueda permanente de coherencia.
Paulo Freire decía que los hombres no se hacen en el silencio, sino en la palabra, que los hombres debían reunirse para pronunciar el mundo. Lo invito a que nos imaginemos el día en que los hombres se reúnan, todos, para pronunciar el mundo. A su juicio ¿cuáles serán las primeras palabras que dirán?
No lo sé, pero quisiera responderles también con frases que me gustan. Por ejemplo, esta idea del propio Freire de que hay que ser sanamente locos y locamente sanos para cambiar el mundo. Me parece que por ahí hay una punta. Y termino con algo que pusimos en nuestra página Web de comunicación comunitaria en la universidad. Es de una linda canción de Fito Paéz, muy conocida, que dice: «Cuando los satélites no alcancen, yo vengo a ofrecer mi corazón».
Esa idea nos recuerda que, más allá de muchas tecnologías, la comunicación humana tiene que ver justamente con lo humano profundo, con los afectos. Ojalá el día en que los seres humanos se encuentren, en primer lugar estén esos afectos.