El diario español El País titulaba recientemente un reportaje sobre las elecciones mexicanas de una forma aparentemente inocua: «El dinero recela de López Obrador». Pero detrás del titular hay muchas paradojas: ¿alguien ha visto recelar a un billete de 50 euros?, ¿gimen o protestan acaso nuestros depósitos bancarios?, ¿alguna moneda despistada en nuestros bolsillos ha […]
El diario español El País titulaba recientemente un reportaje sobre las elecciones mexicanas de una forma aparentemente inocua: «El dinero recela de López Obrador».
Pero detrás del titular hay muchas paradojas: ¿alguien ha visto recelar a un billete de 50 euros?, ¿gimen o protestan acaso nuestros depósitos bancarios?, ¿alguna moneda despistada en nuestros bolsillos ha rechistado en alguna ocasión protestando por el uso que hacemos de ella o de sus compañeras de destino?, ¿quién puede decir que su dinero le haya levantado la voz, que le haya censurado el mal gusto de alguna compra, o ni siquiera la inversión en algún placer prohibido del que hayamos gozado a hurtadillas?
Díganme, ¿quién ha sentido rechistar a su cartera?, ¿quién, en algún momento, ha debido enfrentrarse a una rebelión de sus billetes o monedas?, ¿quién hay que haya oído hablar a sus tarjetas de crédito para censurar o recelar, como dicen que el dinero recela ahora, ¡válgame dios!, de otro candidato progresista? Por cierto, ¡qué sintómatica casualidad!
Lo que ha escrito El País suele ser una expresión bastante común. Ahora dicen que el dinero recela, otras veces nos advierten de que los mercados no admitirán tal o cual política.
En una búsqueda rápida por internet he encontrado en unos pocos minutos titulares periodísticos como los siguientes: «Los mercados respiran aliviados al desinflarse el precio del petróleo en Nueva York (Clarín); «los mercados están contentos con Lula» (E l País, de Uruguay); «el dinero es cobarde, y la Bolsa se desploma ante noticias que provocan inestabilidad (El Mundo); «El dinero prefiere Suiza» (Diario de Navarra); «la sentencia dictada por el mercado condena a la pequeña y mediana empresa a mejorar continuamente» (web de Caja Madrid).
¡Increible! Si cualquier lector se toma la molestia de consultar unos cuantos manuales de introducción a la economía verá que ni siquiera nos explican claramente lo que es un mercado, su indiscutible naturaleza: unos dicen que es un proceso, otros que una organización, o quizá un mecanismo, un espacio… No se ponen de acuerdo sobre lo que es, pero nos dicen que piensan, que sufren, que enjuician, condenan, deciden, se alegran o temen … igual, igual, igual que cualquier de nosotros, los seres humanos.
Es algo muy evidente que eso no puede ser. Que sea lo que sea un mercado, o el dinero, ni uno ni otro puede hacer, pensar, preferir o decidir como si fuera una persona. No tienen ni cerebro, ni boca. ¿Cómo, entonces, y por qué, nos dicen lo que dicen que piensan o lo que pueden hacer?
Lo que sucede es que se embruja el lenguaje para que parezca que quien habla, el que prefiere, determina y decide es un mecanismo neutro que, precisamente por serlo, nunca puede equivocarse. Para que nadie ose discutirlo.
Ponen la decisión en la boca (realmente inexistente) de aquello que pueden presentar como si fuera algo ajeno a las veleidades o a los diversos intereses humanos y así dan pie a que nadie pueda cuestionar tales decisiones y a que todos tiendan a aceptar sin rechistar lo que esos mecanismos «neutros y objetivos», el mercado o el dinero, determinan como si fuera la verdad absoluta y desnuda.
Nunca dirán, por ejemplo, que los banqueros temen que tal o cual presidente adopte medidas que reduzcan sus beneficios. O que los propietarios, los financieros o los rentistas no quieren pagar los impuestos que quiera establecer. ¡Qué va! Dirán que sus propuestas provocarán inestabilidad en las finanzas. O, a lo más, que «el mundo financiero» contempla con intranquilidad la amenaza de medidas populistas.
Si se trata, ¡qué sé yo!, de un gobierno que quisiera proponerse frenar la especulación o quizá favorecer alguna reforma fiscal algo más equitativa, lo que dirán es que los capitales buscarán otras alternativas de inversión. Como si esos «capitales» deambularan con un mapamundi en la mano y las gafas de cerca cuadradas bajo sus cejas buscando ¿paraísos fiscales quizá?, ¿gobiernos más amigos?, como viajeros a la incansable conquista de lugares donde plantar sus bártulos.
Nunca suelen decir lo que hay detrás de esa continua estratagema de humanizar el dinero o los mercados y deshumanizar los intereses o preferencias. Nunca hablan de las personas que son las que realmente prefieren, recelan, deciden, condenan, temen o se alegran cuando resultan favorecidas, sino que quieren hacernos creer que son los instrumentos son los que sienten, los que piensan y deciden.
Hablan del dinero y de su alma, y nos convencen de que es él, el mecanismo abstracto, quien nos dirige la palabra. Le ponen corazón y gustos a los mercados; y los capitales, las obligaciones, los títulos de propiedad y los contratos se nos presentan siempre revestidos de la humanidad suficiente como para advertirnos y darnos órdenes. Para que puedan convencernos.
Todos ellos hablan, dicen, por sí solos, así que pueden contarnos sus cuitas y preferencias: los problemas del dinero con Chávez, la preocupación que tiene siempre los mercados con Fidel Castro o, desde hace poco, lo inseguro (pobrecito) que se siente el capital con el aymara boliviano.
Pero es falso: no es el mercado quien se alegra o quien disputa, quien condena, quien se alegra, quien sufre o quien alienta. No es el dinero el que recela, quien se va solo a otro sitio, quien simpatiza más o menos con los gobiernos o quien lo da todo o quien reprueba. No son los mecanismos neutros: son ellos (y ellas, aunque menos) los que mandan y los que ordenan, los que quitan y ponen; y somos nosotros y nosotras a quienes engañan. Salvo que no queramos dejarnos engañar.
Juan Torres López es catedrático de Economía de la Universidad de Málaga (España) y colaborador habitual de Rebelión. Su página web: www.juantorreslopez.com