España, quizá como ninguno otro europeo, es un país de fortísimos contrastes. Pues no es frecuente que en un mismo país coexistan, por un lado millones entre los que se cuentan miles de talentos y quizá cientos de genios velados u ocultados por el academicismo, por lo políticamente correcto y por la ortodoxia de las […]
España, quizá como ninguno otro europeo, es un país de fortísimos contrastes. Pues no es frecuente que en un mismo país coexistan, por un lado millones entre los que se cuentan miles de talentos y quizá cientos de genios velados u ocultados por el academicismo, por lo políticamente correcto y por la ortodoxia de las viejas ideas, y por otro, miles de necios ataviados con el manto de la solemnidad que deciden el destino de toda la sociedad española. Y es que no hay manera de ahuyentar el espantajo de las dos Españas…
Vicent Martí es un agricultor valenciano que en un programa televisivo prime time hubo de vérselas con un tal Marhuenda; periodista éste al que, escuchándole, diríase que el resto de los mortales no sabe nada, carecen de sentido común y son demagogos. Claro que Vicent Martí, tras declinar la respuesta quizá por aquello de que el mejor desprecio es no hacer aprecio pero después de dar un breve repaso al petulante, dijo al moderador que le invitaba a responderle: «yo no voy a contestar a este señor», y siguió haciendo observaciones acerca de la ruinosa situación de la agricultura, ajeno a los manidos comentarios revestidos de importancia a que tal periodista nos tiene acostumbrados. En suma, no he conocido a lo largo de mi vida a ciudadano más natural, más digno y más despejado en público en un clima tan tenso como el de un examen de oposiciones.
Esto lo digo para ilustrar lo dicho al principio: que hay tantos talentos que por prudencia o por accidente permanecen ocultos, y que eso mismo me hace preguntarme si no estarán invertidos los términos: si los que están al frente de las responsabilidades de toda clase por su charlatanería no deberían pasar a la trastienda donde lucir sus raídos argumentos a favor de lo consagrado por el saber oficial, y ceder la dirección de todos los estamentos del país a las mentes sencillas dotadas del tan devaluado sentido común. Y si eso no es así es porque en esta sociedad predominan el enrevesamiento y la estolidez de quienes deciden; velando con ello lo más elemental, y especialmente el de la justicia a secas.
Condenar a la pena de cárcel a un padre de familia de dos hijas que hace ocho años hurtó una bicicleta sólo para usarla, al lado de ese ex ministro del gobierno que campa por sus respetos pese a haber practicado durante al menos una década un metódico desvalijamiento de la riqueza pública, no es que sea un escándalo, es que es un ultraje de rango «nacional». Condenar a seis meses de cárcel a tres trabajadores por alborotar una manifestación, al lado de la asignación de 3.500 euros mensuales que hace el juez a otro ladrón de lo público, testaferro del anterior, mientras instruye la causa, es otra provocación y una burla a la ciudadanía entera.
Pero los casos de contraste son innumerables; tantos, que sólo merece la pena hacer un alegato genérico contra la sinrazón, y no un relato del documentalista que no soy. Son ya demasiados años los casos de lo mismo que venimos contabilizando.
Pero no es ya la conducta típica de los malhechores metidos en política para de paso prostituirla. Lo que cada día que pasa subleva más los ánimos; lo que saca de cada ciudadana y ciudadano de bien lo peor de sí mismo es constatar a diario que en España la justicia, usualmente retraída frente a ellos en todas partes, cede descaradamente ante los poderosos. Los contrastes entre el modo de tratar a un robagallinas y a un atracador del dinero público son tantos y tan miserables, que no queda lejos la estampa de aquella tripulación del Potemkin a la que los mandos del acorazado obligaban a comer carne agusanada y se sublevó todo el país, o de aquella otra en la que sus ayudas de cámara advertían a María Antonieta, la principal favorita del rey francés: «el pueblo no tiene pan», y ella contestó: «pues que coman bollos», y al poco el pueblo tomó la Bastilla…
La historia tarde o temprano suele repetirse. Y como España es un país políticamente atrasado, ese retraso afecta a todos sus estamentos. Y la justicia no sólo no es una excepción, es que ella misma parece estar ahí para encarnar el desafuero. Y como la historia suele repetirse, a menudo me asalta la impresión de que ante tan graves y tan continuados contrastes, millones de espíritus pudieran estar preparándose no tanto para las urnas como para contenerse para no tomar de nuevo la Bastillla o los palacios de invierno…
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