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Nuevas economías del entretenimiento

El «efecto Tate»

Fuentes: SalonKritik

Queda ya muy atrás cualquier «efecto Beaubourg«: esto no tiene apenas que ver con la lógica del simulacro, y en realidad tampoco directamente con la del espectáculo, cuando menos en el sentido fuerte, debordiano. Lo que aquí y ahora está en juego es, sobre todo, una cuestión de fe: la de «en qué» ha de […]

Queda ya muy atrás cualquier «efecto Beaubourg«: esto no tiene apenas que ver con la lógica del simulacro, y en realidad tampoco directamente con la del espectáculo, cuando menos en el sentido fuerte, debordiano.

Lo que aquí y ahora está en juego es, sobre todo, una cuestión de fe: la de «en qué» ha de creer el espectador de esta teatrología, atrapado entre (1) un flujo instrumentado de ingeniería ciudadana -esa inmundicia que llaman turismo cultural- que le trae a esto como para asistir a un entretenimiento, y (2) una desvaneciente conciencia tardía, reforzada por toda una calcárea mensajería subliminal, que todavía le dice que de consumir las narrativas maestras que aquí -y de modo más o menos explícito- se administran debería obtener cualquier cosa menos precisamente ésa –entretenimiento difuso– en cuya lógica instrumental e instrumentada, sin embargo y pese a todo, se encuentra efectiva y fatalmente (por 1) inmersos.

Oscilaciones del espectador: el entretenimiento y el nuevo malestar en la cultura

Diría que tal problematicidad toca doblemente a esta particular industria cultural contemporánea -de la museística– en dos simétricas lógicas parciales, en dos dinamismos operacionales. La primera, que concierne al espectador, se resuelve en un pasaje rápido, y casi imperceptible, desde la mala conciencia -la que le procuraría verse allí entregado en efecto a la eficacia entretenedora de toda esa quincallería visual de que se le rodea- a la falsa: ésa que, en efecto, le hace creer que allí, lejos de entretenerse consumiendo las representaciones que nutren el imaginario dominante de su tiempo, se le procura su «contrario». A saber, una batería de armas e instrumentos útiles para subvertirlo.

Sin duda, todo espectador -al menos todo espectador un poquito instruido: y quién quiere admitir no serlo- se encuentra bien dispuesto a poner de su parte en esta dinámica oscilante, de tal manera que quien más tendría que perder si ella se cancelara -la institución, que ni puede perder número de espectadores, ni tampoco la credibilidad que los embauca en esa dinamicidad específica- sabe que tiene en esta dialéctica negativa a su público cautivo. Y mantenerle atrapado en ella, mediante ese doble vínculo que retiene su fe en la potencia subversiva de lo que allí contempla, es en efecto el paradojal reto al que se obligan, el quid de toda esta contemporánea fantasmagoría-dilema. Cuya resolución toma fundamentalmente la forma de esa antinomia que venimos a llamar el efecto Tate -con la complicidad necesaria de la otra parte implicada. A saber, la obra, el artilugio producido -esa otra dinamicidad operacional requerida a intervenir activamente en el juego.

Al igual que el espectador logra reconciliarse con su propio aburrimiento (con su «no-entretenimiento») por la vía consoladora de encontrarse en ello reconocido como adecuado perceptor, como sujeto de cognición correcta, el reto para el artista es ofrecer un operador que no sólo logre fracasar suficientemente en entretener, sino que además sea capaz de inducir en su público la impresión de que: (1) no lo es -entretenimiento- porque no quiere serlo y (2) en ése su no serlo se agazapa la clave que le conduce hacia un saber -hacia una inteligencia del sentido- de superior altura crítico-política.

Pongamos que la programación de las universe series en la sala de turbinas de la Tate -y esto justifica nuestra elección de su nombre para designar este nuevo síndrome pandémico– es en su colosal sobredimensionamiento el más señalado dispositivo (disparate-dispositivo, casi diríamos) que la época ha venido a construir para consagrarlo a este incongruente ritual de oscilación paranoide entre un dinamismo y su contrario, entre una forma de experiencia y su contraria.

Sin duda, todo lo que en ellas se presente deberá alcanzar unos niveles de seguimiento suficientemente elevados -y para ello, entretener– asegurando así su plena incrustación exitosa en el seno de las muy competitivas industrias del entretenimiento. Pero al mismo tiempo, debe en lograrlo fracasar lo suficiente -debe triunfar lo suficiente en fracasar- para no parecer que en esa funcionalidad social -la de entretener a las masas a las que atrae- se agotaría su sentido y razón de ser. Y en eso -en ese triunfar en fracasar- se resume la misma complejidad que define su reto actual, el más alto -perdonen que llame altura a esta bajeza– que concierne al arte (y sus industrias e instituciones, para emplear dos denominaciones donde una única continuidad opera) en nuestro tiempo.

Nuevas complejidades en las economías de la cultural: el campo expandido del entretenimiento

Probemos entonces a analizar esa «nueva complejidad» justamente a partir de considerar algunos ejemplos -sólo los más recientes- de lo que en esa programación de la sala de turbinas de la Tate Modern se ha venido mostrando.

Pongamos que el tobogán de Carsten Höller triunfó acaso demasiado en parecer –casi en ser, entiéndanme- entretenimiento y demasiado poco en proporcionarle a los espectadores que se entretuvieran con ello algún argumento para su recusación activa: la que les permitiera librarse de este nuevo malestar en la cultura, que sin duda llegarían a experimentar por no saber distinguir si estaban en un templo-museo o en el parque de atracciones. Lo cual tuvo como efecto colateral que los más afectos a la lógica pseudista consideraran que aquello era demasiado relacional y demasiado poco antagonista, y que escasamente podría por tanto pasar como adecuada contrafigura del entretenimiento -que, siendo, no habría de haberse consentido ser, de acuerdo con el credo dominante.

En cambio, la grieta de Doris Salcedo equilibraba ya bastante bien las dosis de sus concesiones a partes iguales: al entretenimiento esa espectacular fractura que recorrería ominosa el edificio, en un ejercicio de fantaseo deconstruccionista -casi literalmente, en su ficción contraarquitectural– que por contraste venía a realzar la misma enormidad espectacular del espacio en su grandiosidad y gigantería. Aunque es posible que algo en la pieza jugara todavía demasiado la lógica tardía del simulacro -en lo que resultaba difícil saber hasta qué punto la rotura del suelo era toda real en su profundidad, o había algo en ella de mera puesta en escena, de puro trompe-l’oeil– lo cierto es que esa figuración de un atentado anarquitectural alegorizaba a la perfección el cuestionamiento implícito del propio escenario -y con ello de la misma institución- que le daba alojamiento, constituyendo de ese modo una eficiente apariencia de cuestionamiento de la misma lógica de la que participaba.

Así, y fuese que la grieta era parcial trampantojo o genuina realidad -«realidad» incluso en la rotura efectiva del edificio, a la manera de un Matta-Clark-, su eficiente retórica autocuestionante sin duda facilitaba al espectador ese consumo de entretenimiento salvado de toda mala conciencia puesto que la inteligencia del sentido de la pieza rápidamente le hacía cómplice satisfecho de participación en una economía de resistencia -en un juego de sabotaje consentido- hacia la propia dinámica en la que, si embargo y pese a todo, se encontraban ambos -obra y espectador- por igual perfecta y plenamente integrados.

Sin más, y en efecto, ésta es una pieza inclaudicablemente aburrida -acaso habita un grado cero del entretenimiento– revistiendo con ello un cierto tono melancólico del que es muy difícil sacar otra impresión que la de que no se ha visto nada, pero nada hay que ver, la de que no se ha participado en aventura alguna, y mucho menos en aquella gloriosa y apasionante del autodesmantelamiento que caracterizara otros pasajes (y otros tiempos) del arte -entendido como momento y tensión de recursividad crítica de los lenguajes en cuanto que llevados al punto de inflexión en que se alcanza el máximo -que es también el punto de inflexión en que se inicia su desmantelamiento- de su potencia cognitiva, que es la que experimentan en el ejercicio de su propia deconstrucción analítica. Si aquí restara entonces algún poder de iluminación profana, él brillaría ya únicamente y como mucho con el resplandor oscuro de un fuego fatuo.

Pero acaso en ese resplandor atenuado -y en tan a conciencia y voluntad provocarlo y alumbrarlo, bajo esa singular luz negra que logra encender en medio de un escenario que ya se consagra a otras cosas- reside todavía y tal vez un rescoldo de efectividad crítica, ahora ya desplazado al cuadro bajo de nuestro campo expandido. Lo que allí se nos entrega es la evidencia analítica de que en esa expectativa de recursividad crítica -y no sólo en la producción exitosa de entretenimiento- se fracasa también.

Pues no se trataba en efecto sólo de suspender la dinámica del entretenimiento, sino también de proporcionar herramientas para posibilitar su desmantelamiento crítico. Y para ello haría falta la construcción de una arquitectura de reflexividad que permitiera al sujeto espectador saberse parte. Al no proporcionarle esa ocasión de autoconciencia, de autopercepción, la estructura -sorda y ciega en su opacidad- sólo le facilita «verse pasar» -pero aquí está la clave- de la mala a la falsa conciencia -pero no directamente acceder a una conciencia autoelucidada o crítica.

Aquí en efecto el mecanismo (el dispositivo-arte) es fariseo, y es mostrado como tal. Lo que uno puede ver allí es a los otros como la materia misma de que está fabricada la dinámica del entretenimiento: son ellos, los que vocean y tontean en medio de este volumen oscuro que pareciera pedir silencio, recogimiento reflexivo, son ellos, los otros, lo único que vemos y escuchamos. Y acaso es en su mostrarse -o dejarse ver- como tal dispositivo-fariseo, que atribuye siempre a los otros todo el entramado de complicidades que falsea cualquier construcción discursiva, y al hacerlo corrompe y falsifica los propios modos y mundos de vida, acaso en ello se cifra su máximo potencial de inducción al descreimiento. Y ello en tanto invoque una mirada incómplice, distanciado del micro-gran-relato que allí se nos suministra, en tanto ella invita a una posicionamiento apóstata en la exhibición cruda del fracaso -de la propia pieza, pero de todo el sistema en el que ella se inscribe- y de la coartada con que ella atrapa nuestra complicidad irreflexiva: esa dotación farisaica de un reforzamiento de nuestra identidad -como formación de subjetividad bien constituida por el más banal consumo estético, que ella desde sus nuevos templos nos proporcione.

Y claro está que así lo que Balka nos entrega no es entonces simplemente el tradicional -del siglo 20- silencio mudo y la constatación de su ilegibilidad -esa ceguera capaz de iluminar sobre sí misma, ese cero absoluto de entretenimiento en un paisaje sin imágenes ni contenidos- sino antes bien la puesta al desnudo del proceso -esto es en resumen lo que llamamos efecto Tate– por el que nos eximimos de reconocernos implicados en lo fallido del mundo: esa servidumbre ideológica del arte al excusamiento en su disfrute de todo ejercicio de autocrítica, en la percepción falsificatoria del ser siempre los otros -lo otro- los impulsores de la dinámica cómplice que socava o menoscaba, al menos en su mesiánica potencial teológico-político, la bondad intrínseca del arte -he aquí el dogma de la religión contemporánea por excelencia: la ideología estética-.

Sólo conscientes de lo -mucho- que se fracasa en subvertirla -y es la única tarea digna en este palacio de cochambres- podríamos al mismo tiempo escapar al fariseísmo de pensarnos ajenos y libres de participación cómplice en esas dinámicas, de imaginar -pues sus imágenes son lo único que allí vemos- que eso sólo concierne en efecto a los otros -a los otros espectadores, a las otras obras, a las otras instituciones, a lo otro, siempre.

Acaso es entonces tarea del artista -y Balka la cumple sin duda- dotar de ese halo melancólico y de esa dinámica de efectivo fracaso a su pieza -porque en él, y sólo en él, puede aún realizarse, tanto para la obra como para quienes participamos al recorrerla en la dinámica que ella instituye- algún grado de autodesmantelamiento efectivo de todo el operativo que sostiene al dogma ideológico contemporáneo en su lugar.

Pero sobre todo, es tarea de la crítica -del análisis cultural- poner en evidencia cuál es el juego trampeado en el que, en esta dinamicidad que llamamos efecto Tate, la conjugación de intereses de obra e institución se alía en su corrupción masiva con los más bajos de los nuestros propios. Digamos, esa enfermiza necesidad de agenciarnos todavía procesos de individuación distinguida, de la que otras grandes máquinas identitarias felizmente caídas ya no nos proveen, y la disposición a hacerlo incluso en la negación simbólica de lo otro, de los otros, en suponernos -todavía, a estas alturas- las almas bellas del mundo, la tribu de los elegidos para su salvación, los imparticipantes en la podredumbre de este lodazal de las representaciones que atora y maniata a las formaciones simbólicas en su capacidad de generación de mundos. Ese lodazal en el que todos sin embargo nos debatimos, y en el que -formados performativamente en el empleo de esas propias representaciones, que nos sería tarea desmantelar- nos vemos envueltos e implicados, sometida nuestra «vida» y toda nuestra lucidez crítica a su interminablemente capciosa capacidad de secuestro.

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