Hace ya muchos siglos que Erasmo de Rotterdam elogió las virtudes de la locura, ese estado del espíritu que al despojarnos de los prejuicios sociales nos permite nombrar todo aquello que, por el contrario, los tenidos por cuerdos e incluso sabios prefieren ocultar por imperativo de la conveniencia. Porque bajo el cobijo de lo grotesco, […]
Hace ya muchos siglos que Erasmo de Rotterdam elogió las virtudes de la locura, ese estado del espíritu que al despojarnos de los prejuicios sociales nos permite nombrar todo aquello que, por el contrario, los tenidos por cuerdos e incluso sabios prefieren ocultar por imperativo de la conveniencia. Porque bajo el cobijo de lo grotesco, el demente puede hablar sin tapujos, decir la verdad cuando se le antoje, a salvo de las represalias por esa risa que desata la irracionalidad de sus palabras y el sinsentido de sus actos, al igual que los niños y los bufones.
Por todo ello, a la ministra española de Economía, Elena Salgado, debió de traicionarle el inconsciente cuando no encontró mejor forma para salir al paso de la tormenta desatada en la BBC por Alessio Rastani, que tachar al bróker sin escrúpulos de loco. Desde su pretendida locura, el polémico agente bursátil no había hecho más que desvelar las verdades que día a día venimos sufriendo: que el mundo está controlado cuatro especuladores financieros y que para él y los suyos, esta crisis, que sume en la angustia a millones de personas, no es más que una oportunidad de oro en este implacable casino que es el capitalismo realmente existente.
En realidad, Rastani, transformado a un tiempo en niño, bufón y loco, se limitó a reiterar la vieja sentencia que augura las mayores ganancias pesqueras en los ríos revueltos, incluso cuando la turbulencia de las aguas amenaza con el naufragio o la riada. De hecho, estas afirmaciones no están tan alejadas de aquellas que consideraban que las mejores oportunidades de negocio se dan cuando los mercados presentan los comportamientos más absurdos y disparatados, tal y como aseguró hace algunos años Warren Bufett, el inversor que estos días se presenta como la antítesis del bróker enloquecido.
El multimillonario norteamericano ha sido actualidad por su propuesta de aumentar los impuestos a los ricos. Eso sí, solo a los muy, muy ricos, ese selecto club del que él mismo forma parte con su fortuna personal valorada en unos 39.000 millones de dólares. No en vano, el presidente del holding Bershire Hattaway considera que alguien que ingrese incluso más de 50 millones de dólares anuales no debería verse afectado por este impuesto, tal vez por estimar desde su torre de marfil que un millonario de tan poca monta no es más que un infeliz al borde de la pobreza.
En realidad, la propuesta del magnate no persigue ninguna redistribución de la riqueza, por mucho que algunos le acusen de reabrir la caja de Pandora de lucha de clases. Al contrario, tras las tesis de Buffett solo se esconden unas gotas de mala conciencia y ese afán por conceder algún consuelo a esos millones de ciudadanos que jamás entrarán en la lista Forbes y a los que cada día se les exige más sacrificios por imperativo del mercado. No sorprende, por ello, que Barak Obama esté tramitando en el Congreso, junto con este impuesto para ultraricos, un nuevo paquete de recortes en programas sociales que afectará a los más castigados por un capitalismo que hace tiempo que entró en su fase superior de frenopático.
Una nueva vuelta de tuerca en las políticas neoliberales que estos días denuncian en Nueva York miles de personas en el mismo corazón financiero de Wall Street. El pasado sábado, setecientos de estos manifestantes fueron detenidos por la policía por ocupar el puente de Brooklyn. Obviamente, entre ellos no se encontraba el filántropo Warren Buffett. Y es que a ese tipo de protestas solo acuden los ilusos y los locos. Aquellos que ven gigantes a batir, donde solo existen las ruedas de molino del mercado.