Por muchos años ha habido una percepción generalizada entre intelectuales de izquierdas (que incluyen desde Susan George a Jürgen Habermas y Ulbrich Beck) de que los estados estaban perdiendo poder como consecuencia de la globalización, siendo éstos sustituidos por las corporaciones multinacionales que se han convertido en las unidades claves del orden económico internacional. Es […]
Por muchos años ha habido una percepción generalizada entre intelectuales de izquierdas (que incluyen desde Susan George a Jürgen Habermas y Ulbrich Beck) de que los estados estaban perdiendo poder como consecuencia de la globalización, siendo éstos sustituidos por las corporaciones multinacionales que se han convertido en las unidades claves del orden económico internacional. Es más, esta situación de debilidad de los estados se ha atribuido a la victoria del neoliberalismo que ha promovido la necesidad de reducir el papel del estado en el espacio económico y social del país.
Tal interpretación de los hechos es insuficiente cuando no errónea y está dificultando la comprensión de lo que está sucediendo en la actualidad. Varios son los supuestos erróneos de aquella percepción de que los estados han estado perdiendo poder y las multinacionales son las nuevas unidades que dominan la economía internacional. En realidad, las multinacionales son empresas nacionales cuya actividad es internacional (es decir, se realiza en varias naciones) pero están basadas en un país, siendo su relación con el estado de aquel país clave para entender su comportamiento (desde su distribución territorial a su política empresarial). De ahí que tales empresas deberían llamarse Transnacionales en lugar de Multinacionales y constituyen las entidades económicas que centran el tejido que influencia enormemente al Estado. Este maridaje mundo empresarial-clase política es una de las constantes de los sistemas políticos democráticos que configuran en gran manera las políticas públicas de los estados. En EE.UU. tal maridaje se llama «Washington» y es enormemente impopular, lo cual explica que todos los candidatos en las últimas elecciones presidenciales tuvieran que presentarse como anti-Washington. Es este maridaje el que ha creado el Consenso de Washington en EE.UU. y el Consenso de Bruselas en la Unión Europea. Y aun cuando Bruselas no ha alcanzado el nivel de impopularidad que ha alcanzado Washington, está acumulando créditos para llegar al mismo nivel. El creciente rechazo hacia la Constitución Europea y hacia la Unión Europea por parte de amplios sectores de las clases populares es un ejemplo de ello. En ambos casos, el establishment político es percibido como cautivo de los grupos financieros y empresariales.
Este maridaje mundo empresarial-clase política, sin embargo, no puede interpretarse como la mera instrumentalización del estado por parte de las empresas transnacionales basadas en estos países. En realidad tales empresas son piezas clave en un entramado de lo que en EE.UU. se llama la clase empresarial (Corporate Class) que necesita para su existencia y reproducción la alianza de las clases profesionales que constituyen en general el 30% de la población de mayor renta en el país. Esta realidad debiera llevarnos a desenterrar de nuevo el concepto olvidado de clases sociales y de lucha de clases. Lo que hemos estado viendo durante los últimos treinta años no es la desaparición del estado sino la acentuación del carácter de clase del estado como consecuencia de la enorme influencia de la clase empresarial y de las clases medias de renta alta en tal estado que ha desarrollado políticas públicas encaminadas a optimizar sus intereses económicos. El neoliberalismo ha sido su filosofía, la cual tiene una narrativa que no coincide con su práctica. Su discurso antiestado se refiere única y exclusivamente al estado social, en absoluto al estado económico, industrial o fiscal.
El Presidente Reagan, presentado como el iniciador del neoliberalismo, fue el mejor ejemplo de lo que estoy diciendo. El gobierno Reagan fue enormemente intervencionista. El gasto público federal aumentó y la carga fiscal de la mayoría de la población aumentó como ningún otro Presidente había hecho antes en tiempos de paz en EE.UU. Y sus políticas públicas fueron profundamente keynesianas, en absoluto liberales. Ejemplos hay miles. Uno de ellos es que cuando la economía estadounidense cayó en recesión al principio de su mandato (en 1982 el PIB de EE.UU. se contrajo un 1,9%, la mayor caída desde la II Guerra Mundial) y el desempleo aumentó a un 9,2% (la cifra mas alta desde los años treinta), la administración Reagan (definido por el ideólogo ultraliberal Xavier Sala i Martí como «el gran liberal») respondió de la manera que los libros de texto definen como keynesianismo. El gasto público aumentó espectacularmente, creándose un déficit del presupuesto del gobierno federal de nada menos que un 6% del PIB. La gran expansión del gasto público fue en gasto militar, cuyo estímulo económico y creación de empleo fue menor, por cierto, que si el gasto de inversiones hubiera sido en servicios públicos como sanidad, servicios sociales e infraestructura del país. Ahora bien, así y todo, un crecimiento tan masivo del gasto público estimuló la economía de manera que la economía creció en 1983 un 4,5%, y en 1984 un 7,2%, lo que le permitió anunciar al pueblo estadounidense que un «nuevo amanecer» existía en América, venciendo ampliamente las elecciones de aquel año.
Es por lo tanto un error aceptar (como constantemente se hace) la dicotomía de que las dos prácticas existentes en política económica es la antiestado (liberal) versus la proestado (keynesiana). Los gobiernos liberales han sido profundamente intervencionistas. Como bien dijo John Williamson, el gran guru del neoliberalismo del consenso de Washington, «hay que fijarse no en lo que el gobierno federal dice sino en lo que hace. Lo que proponemos al exterior no es lo que hacemos en casa«. No podía haberse dicho mejor. En realidad, el Secretario de Defensa de la Administración Reagan, Caspar Weinberger, había dicho en una entrevista al Washington Post (2.9.81) que el gobierno federal de EE.UU. tenía la política industrial más desarrollada en el mundo democrático, a través del gasto militar.
Es por lo tanto un error de varios autores socialistas europeos identificar el socialismo con el liberalismo (tal como hace el socio-liberalismo), proponiendo el socialismo como el auténtico liberalismo. Autores como Anthony Giddens ignoran que lo que se llama liberalismo es el intervencionismo de estado a favor del mundo empresarial y a favor de las clases dominantes (el 30% de renta superior del país). ¿Es esto lo que están proponiendo?
¿Qué hay que hacer?
La solución a la recesión actual es bastante fácil de ver. Mírense cualquier texto de historia económica mínimamente objetiva y lo verán. Hay que hacer lo que Reagan hizo, pero con un sentido de clase opuesto al que el realizó. El recuperó la economía mediante medidas que favorecieron primordialmente a las clases dominantes de EE.UU. Es a partir de la revolución liberal liderada por el Presidente Reagan que las rentas del trabajo como porcentaje de la renta nacional descendieron y las rentas de capital subieron. Y lo mismo ocurrió en Europa. Nunca antes en los últimos cincuenta años el porcentaje procedente de las rentas del trabajo había bajado tanto. Lo que tienen que hacer las izquierdas en Europa es resolver la recesión en términos favorables a las clases trabajadoras y a las clases populares. Ello quiere decir que hay que aumentar el gasto público (incluyendo el gasto público social que refuerza al mundo del trabajo) de una manera mucho más acentuada de lo que está proponiendo el Ministro de Economía del Gobierno socialista español, el Sr. Solbes. El objetivo de este aumento de gasto público es crear empleo a base de aumentar el gasto en los servicios públicos que en España están muy poco desarrollados. Sólo un 9% de la población adulta trabaja en sanidad, educación, servicios sociales, escuelas de infancia y servicios de dependencia, comparado con un 15% en la UE-15 y un 25% en Suecia, uno de los países que tienen mayor protección social y mayor eficiencia económica. Estos fondos, que deberían ser generados primordialmente por el Gobierno central, deberían transferirse a las CC.AAs. y a los municipios cuyas finanzas están en situación muy precaria. Otro capítulo de inversión importante debería ser en las infraestructuras y muy en especial a la que beneficia a las clases populares (más ferrocarriles locales que AVE, por ejemplo). La financiación del gasto debiera ser mediante el aumento del déficit, alcanzando niveles mucho más elevados que el que el Sr. Pedro Solbes está dispuesto a permitir, llegando a niveles incluso de un 5% a un 6% del PIB. Ello exigiría una gran flexibilización del Pacto de Estabilidad Europeo que ha estado frenando el crecimiento económico de Europa durante los años de su existencia.
La causa de que la Unión Europea haya tenido un mayor desempleo que EE.UU. a partir de los años ochenta no se ha debido, como los economistas liberales proclaman, a la mayor desregulación de los mercados laborales y financieros y menor gasto en protección social en EE.UU., sino a que el estado federal estadounidense es más keynesiano que el gobierno de la UE (la Comisión Europea). EE.UU. tiene un gasto público federal equivalente al 19% del PIB (frente a un 1,1% del PIB europeo en la Unión Europea) que, junto con la reducción de los intereses por parte del Banco Central -The Federal Reserve Board- (que han sido históricamente más bajos que los intereses del Banco Central Europeo), ha tenido un impacto estimulante mucho mayor que el del limitado gobierno europeo. El debate, por lo tanto, no debiera ser estado o no estado (un debate que no responde a la realidad), sino qué tipo de intervención del estado y al servicio de qué clases sociales. El keynesianismo estadounidense ha ayudado claramente a las rentas del capital. La izquierda debiera promover el keynesianismo social que facilitara las rentas del trabajo, cuya disminución es la causa del desplome de la demanda, causa mayor de la recesión actual.
Pero el keynesianismo no es suficiente. Y esto el gobierno federal de EE.UU. y varios gobiernos europeos (incluido el británico) lo han visto claramente. Tales gobiernos han visto que tenían que recurrir no sólo al estímulo de la demanda sino también al control de crédito. Han nacionalizado en la práctica las instituciones crediticias. Pero ahí de nuevo, el tema de debate no debiera ser sobre si nacionalizar o no, sino sobre qué tipo de nacionalización y para el bien de quién. La nacionalización de la banca, por cierto, no ha sido nada nuevo. Todas las crisis bancarias han visto nacionalizaciones de la banca. El tema es ¿a beneficio de quién se realiza tal intervención? En EE.UU. se ha hecho a beneficio del capital financiero.
Una última observación. La recesión actual exigirá un replanteamiento de las instituciones de la Unión Europea, haciéndolas más sensibles al mundo del trabajo a costa del mundo del capital, cuyos beneficios exuberantes en los últimos diez años están también en la base del comportamiento especulativo que ha seguido la comunidad bancaria. Desde el Banco Central Europeo hasta la Comisión Europea tendrán que cambiar profundamente. Que lo hagan o no depende, en parte, de que las izquierdas recuperen aquellos valores y análisis de la realidad que abandonaron.
Vicenç Navarro es catedrático de Políticas Públicas. Universitat Pompeu Fabra