El pensamiento económico dominante en los últimos treinta años, que con la caída del Muro de Wall Street está cuestionado pero no en retirada, tiene su raíz en la concepción ortodoxa. Esta considera que los agentes económicos son racionales y egoístas en búsqueda de la maximización de sus intereses. Se reúnen en mercados libres, competitivos […]
El pensamiento económico dominante en los últimos treinta años, que con la caída del Muro de Wall Street está cuestionado pero no en retirada, tiene su raíz en la concepción ortodoxa. Esta considera que los agentes económicos son racionales y egoístas en búsqueda de la maximización de sus intereses. Se reúnen en mercados libres, competitivos y autónomos donde interactúan, cuyo resultado es el equilibrio de la economía. Basado en esa teoría se atribuyen al Estado únicamente las funciones de defensa, seguridad, justicia, educación y salud, aunque algunas de esas tareas han empezado a ser ocupadas por el capital privado para los sectores acomodados de la sociedad ante el desmantelamiento del aparato estatal. Como ese mundo ideal de la ortodoxia está bastante alejado de la realidad, sus estudiosos avanzaron en la defensa de ese esquema sosteniendo que ante diversas distorsiones externas que interfieren en esa dinámica virtuosa, el mercado concluye en equilibrios sub-óptimos. Esto implica que existe un amplio abanico de ese tipo de equilibrios que requieren de la intervención de la política económica para ordenar esos desvíos del mercado libre. De ese modo, las crisis o el freno al desarrollo de un país son siempre originados por factores externos que interfieren en las decisiones de los agentes económicos. Con esa base conceptual, el papel del Estado en la economía resulta un potente perturbador y sus intervenciones sólo deberían ser subsidiarias de ese armónico devenir del capital. Este es el pilar del pensamiento ortodoxo que permite empezar a abordar la actual tendencia hegemónica en el debate sobre intervenciones activas del Estado en la economía y también sobre nacionalizaciones.
La decisión del gobierno de Venezuela de estatizar compañías controladas por el Grupo Techint provocó una reacción destemplada de las principales cámaras empresarias locales. En un análisis rústico expresado en varios comunicados se buscó equiparar esa medida con otras tomadas por el gobierno argentino y asociar esa estrategia de Hugo Chávez con la orientación futura de la administración kirchnerista. Si se evalúan las principales experiencias que derivaron en la transferencia del control de compañías en manos de privados al Estado se observará que el comportamiento oficial fue diferente a un «cuco estatizador». En Correos, Aguas y Aerolíneas, que se constituyeron en casos emblemáticos de ese proceso, los funcionarios intentaron diferentes vías de negociación con el operador privado para mejorar el servicio con más inversiones. El objetivo del Gobierno siempre fue mantener bajo dominio privado esas compañías, pero ante el fracaso de la gestión privada y su resistencia a modificar apenas un poco la lógica de su negocio que consistía básicamente en pretender aumentos de tarifas y subsidios públicos sin desembolsar fondos propios, la recuperación de esos activos al patrimonio estatal fue el último recurso para preservar esos servicios esenciales.
Desarrollo similar, aunque con otros matices, fue el que desembocó en el fin del negocio de especulación de las AFJP con el dinero previsional de los trabajadores. El recorrido no fue directo hasta arribar a esa estatización e incluso antes se había dispuesto la opción de elegir entre los dos sistemas (reparto y capitalización), pero el estallido de la crisis internacional aceleró esa medida. La debacle global dejó al descubierto simplemente el fracaso del régimen privado como esquema previsional, que expulsaba al descampado a los jubilados, actuando el Estado en última instancia como canal de salvataje de esos trabajadores que hubieran pasado a cobrar haberes misérrimos por la licuación de sus fondos aplicados en la actividad financiera.
En términos más amplios, el aspecto que ha emergido con intensidad de la crisis de la economía global se encuentra en el papel estelar que ha empezado a ocupar el Estado. Y como no podía ser de otra manera, las intervenciones públicas que se están realizando en países con gobiernos de origen político diversos tienen sus particularidades. La traslación automática de cada una de esas experiencias como pauta general sólo termina confundiendo. Estados Unidos y Europa destinan paquetes financieros multimillonarios para salvar bancos y grandes empresas. La mayoría de las naciones impulsan con más o menos margen una política expansiva del gasto público para tratar de amortiguar el impacto negativo de la recesión mundial. Otros disponen de estatizaciones de empresas privadas como recurso final ante experimentos privados fallidos. Y unos pocos, como Venezuela, lo hacen en función de un proyecto denominado socialismo siglo XXI. Cada una de esas iniciativas posee su rasgo particular en función a sus propias relaciones de poder y tipo de sociedad, así como también en función al lugar que ha pasado a ocupar el Estado en la economía.
No es un aspecto sencillo ni lineal determinar la caracterización que asumirá el Estado en la fase que se está abriendo en el desarrollo del capital a partir de la presente debacle. La incertidumbre es el rasgo sobresaliente de la actual fase del capitalismo. Incluso en la Venezuela bolivariana, la activa intervención estatal no sólo recibe las obvias críticas de las fuerzas conservadoras, sino que también es cuestionada por corrientes provenientes de la izquierda.
Esas polémicas resultan interesantes porque esquivan el análisis vulgar sobre el papel del sector público en la economía y, en forma general, acerca del rol del Estado en la sociedad. Existe una amplia gama de alternativas que van desde la no intervención del Estado en los procesos económicos hasta su total manejo. Por eso hoy, en un momento histórico de temor global sobre lo que vendrá, el Estado pasó a ocupar un espacio central para preservar el desarrollo de la actividad económica de los países, tanto para los intereses comunitarios como para los intereses privados. En esta instancia, las grandes empresas y grupos económicos ejercen presión sobre los gobiernos en busca de objetivos particulares que poco tienen que ver con el interés general de la sociedad. Esos lobbies utilizan frecuentemente los argumentos ideológicos de intervención o no intervención estatal, de acuerdo a sus conveniencias, en forma alternada.
Los estudios sobre el Estado y la economía son numerosos. Los burdos análisis que se realizan sobre la calidad y las características de sus intervenciones buscan ocultar otros intereses. Como antecedente, a partir de mediados de la década del ’70 no se produjo una retirada del Estado, sino que éste institucionalizó la hegemonía de ciertos grupos económico-financieros y redefinió la vinculación de la economía nacional con el capitalismo global. Los resultados conocidos no fueron por una ausencia de Estado sino de su reorientación en función de otros objetivos y prioridades.
El desafío que se presenta en estos momentos es abandonar las consignas fáciles y superficiales, que van de un extremo al otro, para repensar en función del interés general y de las particularidades de cada país qué tipo de Estado y qué nivel de participación en la economía se le requiere en un escenario global dominado por la incertidumbre. Para ello se deben abandonar prejuicios y estereotipos arraigados en parte de la sociedad, como así también la idealización de procesos político-sociales que tienen peculiaridades propias que no permiten transferirlo en forma mecánica a otros países. En esa búsqueda se podrá encontrar el camino para la reconstrucción de un Estado desquiciado durante décadas de dominio del pensamiento económico conservador.
http://www.pagina12.com.ar/diario/economia/2-125809-2009-05-30.html