En su discurso en Oslo durante la ceremonia de entrega del Premio Nobel de la Paz, Barack Obama derrochó su ya conocida capacidad para comunicar ideas mediante sentencias ambiguas y con cierto tono mesiánico. No era para menos, se trataba de un lance comprometido: el de un presidente en funciones homenajeado por sus «aportes a […]
En su discurso en Oslo durante la ceremonia de entrega del Premio Nobel de la Paz, Barack Obama derrochó su ya conocida capacidad para comunicar ideas mediante sentencias ambiguas y con cierto tono mesiánico. No era para menos, se trataba de un lance comprometido: el de un presidente en funciones homenajeado por sus «aportes a la paz», mientras dirigía a los ejércitos que libraban simultáneamente dos guerras, y otras más de manera silenciosa y bajo cuerda.
En lo que puede ser considerado, hasta la fecha, como su discurso programático más difícil y que, no casualmente, expresaba su rendición ante las razones y la fuerza bruta del pensamiento neoconservador al abordar los candentes problemas de la guerra y la paz en el planeta, Obama deslizó varias afirmaciones, a primera vista, enigmáticas. Ya se ha hablado de que la filosofía expuesta en Oslo tiene raíces en la prédica de un teólogo cristiano de la talla de Reinhold Niebuhr, que como todo converso, dirigió sus prédicas a combatir la ideología socialista, en uno de cuyos partidos había militado en los años 30, describiendo casualmente, la misma trayectoria de vuelo parabólico que caracterizó a los neoconservadores. Pero más allá del oportunista «realismo cristiano» de Niebuhr, dos de las concepciones esbozadas en su discurso por Obama dejaron una extraña sensación de desconcierto en los analistas: la apelación a una nebulosa necesidad de expandir, según sus propias palabras, «nuestra imaginación moral» para enfrentar los desafíos del presente, y la urgencia de retomar un no menos nebuloso «programa de evolución gradual de las instituciones humanas», supuestamente enunciado por el presidente John F. Kennedy.
Para justificar el sofisma de que «los instrumentos de la guerra pueden tener un importante rol en la preservación de la paz», Obama apeló en Oslo a todo el arsenal disponible, incluyendo la invocación al espectro de Kennedy, a quien considera uno de sus mentores espirituales. La manera en que introdujo su recuerdo, encomendándole de paso sus suerte, es interesante, y quizás concentre en sí misma la clave de una interpretación más profunda del alcance estratégico del discurso con el que debutó ante el mundo la «Doctrina Obama»:
«Debemos dirigir nuestros esfuerzos a cumplir la misión que nos trazó el presidente Kennedy . «Enfoquémonos -dijo- en lograr una paz práctica y sostenible, no mediante la revolución de la naturaleza humana, sino a través de la gradual evolución de las instituciones humanas»
Para fundamentar esta evolución deseable que se contrapone a las inconvenientes revoluciones, que tanto desvelan, desde Raymond Burke a Irving Kristol, la placidez del pensamiento burgués, Obama enumera una serie de pasos a dar, que van desde la necesidad de que las naciones se adhieran a las leyes internacionales que regulan las guerras, hasta la conveniencia de fortalecer los organismo multilaterales, apoyar los derechos humanos e invertir para el desarrollo. «Son ingredientes esenciales -afirmó- de la evolución gradual de la que hablaba el presidente Kennedy».
Pero las verdades históricas forman parte de esa tozuda realidad que, según Victor Hugo, siempre termina por derribar los altares donde los declamadores de todos los tiempos suelen acomodar sus intereses disfrazados de razones etéreas. Veamos en qué consistía ese nebulosos «programa evolutivo» propuesto en 1960 por John F. Kennedy, al menos, para la región de América Latina, ante el avance incontenible de la ola revolucionaria que se inició con el triunfo cubano de 1959.
En la noche del 13 de marzo de 1960, apenas un año y un mes antes de que se iniciara el ataque mercenario por Playa Girón, organizado por ese mismo Kennedy cuya sombra evoca Obama como paradigma del luchador por la paz, se reunió en la Casa Blanca el cuerpo diplomático latinoamericano, representando a gobiernos tan alarmados y despavoridos, como el convocante. El discurso del entonces presidente norteamericano fue la exposición detallada de ese «programa evolutivo» que hoy, pasado medio siglo, el presidente del «cambio y la esperanza» se dedica a desempolvar. «Nunca antes en la historia de nuestro hemisferio -anunciaba Kennedy- los sueños de Bolívar han estado más cerca de su pleno cumplimiento, y tampoco han estado sometidos a un peligro mayor». Ante las enormes oportunidades que la ciencia y la educación ponían a disposición de los latinoamericanos para eliminar el analfabetismo y la pobreza se alzaban peligros provenientes del exterior. Igual que hoy se echa mano de un fantasmal Osama Bin Laden para justificar movilizaciones y agresiones interminables, Kennedy apelaba en 1960 a la amenaza de «…las mismas fuerzas que han amenazado a Estados Unidos a través de la historia, esas que aún intentan imponer el despotismo del Viejo Mundo sobre las naciones que conforman el Nuevo Mundo.»
En un rapto poético, y tras proclamar que » … la revolución iniciada en Filadelfia en 1776, tanto como la iniciada en Caracas en 1811, no ha concluido, y con ella tampoco la misión histórica del hemisferio», Kennedy definía la magnitud de la tarea inconclusa, curiosamente, la misma evocada a una escala planetaria por Obama, cincuenta años después: «demostrarle al mundo que las aspiraciones humanas insatisfechas, vinculadas al desarrollo económico y la justicia social pueden ser alcanzadas por hombres libres que trabajen en el marco de instituciones democráticas».
Con ejemplar delicadeza, que ocultaba bajo la alfombra el engorro de una memoria histórica continental repleta con los horrores provocados por las repetidas intervenciones militares yanquis en los países de la región, y con las lacras derivadas de la sujeción económica al imperio, aquel galante caballero bostoniano que creía encabezar un renacido Camelot, hablaba entonces de «rectificar los errores para poder vencer un presente repleto de peligros y alcanzar un futuro de luminosa esperanza». La respuesta del momento, la quintaesencia de la propuesta evocada en Oslo por Obama, fue la Alianza para el Progreso, en boca del propio Kennedy, «…un esfuerzo de cooperación audaz y majestuoso, sin precedente por su magnitud y propósitos, con el objetivo de satisfacer las necesidades básicas de los pueblos de América Latina en esferas como la vivienda, el trabajo, la tierra, la salud y la educación».
La inversión para intentar revertir siglos de explotación e injusticias en América Latina fue, por supuesto, irrisoria comparada con las fabulosas riquezas arrancadas por las metrópolis coloniales y neocoloniales: 20.000 millones. Los resultados fueron aún más magros. Por supuesto, no se alcanzaron los modestos objetivos propuestos, ni de eso se trataba. La utopía conservadora y reformista de Kennedy no se cumplió, no podía cumplirse, como tampoco se logró evitar al avance de las revoluciones que hoy marchan por el continente, atemperadas a los tiempos. Atrás quedó aquella patética invocación, en labios del timonel imperial de turno, que establecía la necesidad de que «la libertad política acompañe al progreso material, y que la primera deberá ir acompañada del cambio (o progreso) social… En la misma medida en que las amplias masas de América Latina experimenten una prosperidad creciente, en esa misma proporción nuestra alianza, nuestra revolución, nuestro sueño, se habrán cumplido»
Lo que experimentamos luego está inscrito con letras de sangre en la memoria colectiva latinoamericana y se llaman Pinochet y la Junta argentina, Somoza y 200.000 muertos sólo en la pequeña Guatemala. Desaparecidos, torturados, exiliados, Panamá, República Dominicana, Haití y Granada invadidas, no por médicos y maestros, sino por la 82 División aerotransportada. Neoliberalismo, represiones, subdesarrollo, pobreza galopante, hambre y exclusión, analfabetismo y enfermedades. Y bloqueo contra Cuba y agresiones terroristas, y de nuevo un golpe de Estado en Honduras.
Y viene ahora en Oslo este otro atildado y galante caballero, esta vez de Chicago, con las mismas promesas y los mismos retruécanos y malabarismos verbales, y las promesas de siempre. Lo nuevo es la pose enigmática y el tono mesiánico. Ya no hay comunismo que detener en su avance, da lo mismo: para algo sirve el Islam demonizado que se alza ante la sacrosanta e impoluta civilización occidental, esa misma que se olvidó de la tragedia de Haití y hoy capitaliza con desvergüenza su rescate de las garras de la extinción.
Obama tiene un indudable talento mediúmnico y dramático para invocar amables espectros del ayer y ponerlos al servicio de su prédica. Ya lo había hecho con Gandhi y Martin Luther King. En Oslo le llegó el turno al fantasma de John F. Kennedy, convocado para la santificación de su flamante doctrina, aparentemente diferente, pero igual de imperial.
Ya sabemos, con una rotunda y trágica certeza, que aquel programa evolutivo que se quiso oponer a las revoluciones en América latina no trajo ni libertad política, ni progreso económico, ni cambio social. Este de Obama no nos llevará medio siglo para averiguarlo.
En el fondo, no hay enigma alguno.
Fuente: http://www.cubadebate.cu/opinion/2010/02/05/el-fantasma-de-kennedy-y-los-enigmas-de-oslo/