Convivimos con actitudes fascistas casi sin darnos cuenta de ello porque las ideas intransigentes forman parte de las sociedades del espectáculo que habitamos. Aguirre , la candidata más casposa del PP, reparte estopa barata contra los inmigrantes y los pobres y, por supuesto, aquí no pasa nada. Ella sigue siendo un modelo icónico para muchas […]
Convivimos con actitudes fascistas casi sin darnos cuenta de ello porque las ideas intransigentes forman parte de las sociedades del espectáculo que habitamos.
Aguirre , la candidata más casposa del PP, reparte estopa barata contra los inmigrantes y los pobres y, por supuesto, aquí no pasa nada. Ella sigue siendo un modelo icónico para muchas gentes desorientadas de la clase trabajadora.
Los otros, la diferencia accidental y el matiz distintivo continúan causando temores atávicos a las poblaciones autóctonas que conforman la normalidad patria, étnica o social de un país cualquiera, España, sin ir más lejos.
En épocas de crisis, lógicamente, ese nerviosismo dormido en las entrañas telúricas de la mente, tiende a salir a flote de manera sorda o a través de sufragios secretos que viajan a posturas políticas que hacen del nacionalismo y lo propio sus banderas de enganche ideológicas.
Resulta preocupante, sin duda alguna, que el fascismo sobreviva acodado en las telarañas emocionales o sentimentales de la gente, pero la verdad radical es esa. Con poco que rasquemos en la piel social, el virus despierta y se convierte en un silencio elocuente contra los que no son como nosotros.
El pobre y el inmigrante son los otros más ingratos y malolientes en la imaginería popular. Nadie quiere ser extranjero ni marginado. Ambas categorías causan pavor por si solas. Si nos topamos con ellas en carne y hueso, desviamos la mirada al vacío para disipar preguntas morales y disolver responsabilidades personales.
El capitalismo es así, competencia feroz, aunque a veces disimulada con reuniones sociales que atemperan la vesania del régimen. Ir de compras, el fútbol, los conciertos masivos, el credo religioso y otros espectáculos similares concitan adhesiones colectivas superficiales que suplen y atemperan los empujones egoístas por el espacio vital y la supervivencia económica del acontecer cotidiano.
Parece que vivimos en sociedades libres y justas, en donde la pobreza o los reveses personales, laborales o económicos son situaciones sobrevenidas y aleatorias sin causa desencadenante. La culpa de nuestro infortunio privado siempre es de uno mismo. Hay que trabajar más, estudiar más, consumir más, competir mejor. Y resignarse a la suerte propia. Y, por supuesto, no perder el tiempo ni la energía en ayudar a los otros que se arrastran para sobrevivir al día a día. Los otros, pensamos como reflexión que calma nuestra ética íntima, harían lo mismo que yo/nosotros.
Cuando el fascismo latente dice lo que piensa sabe por qué lo hace, porque existe un caldo de cultivo que permitirá captar el mensaje provocando un alivio o desagüe moral de excrecencias malsanas en los receptores del mismo. Le Pen, padre e hija, y Aguirre, entre otros políticos de la derecha nominal y sociológica no necesariamente adscrita al PP, sirven de válvula de escape a querencias ocultas o subyacentes en las clases populares.
Estamos ante resabios históricos, lacras sociales, perversiones innombrables, resentimientos purulentos y ajustes de cuenta enquistados desde tiempos remotos que precisan un catalizador (o líder con carisma) para expresarse y no dañar la estructura o equilibrio mental de trabajadores y trabajadoras vejados en su condición de clase, laboral y socialmente hablando. La inmensa mayoría no han podido conectar, por ignorancia inducida o por cobardía particular, con ideas políticas que sirvan de cauce colectivo a las contradicciones inherentes al aparato capitalista.
El fascismo vela las relaciones profundas de clase del sistema capital-trabajo. En su cariz más virulento canaliza momentos históricos donde el sistema necesita regenerarse por completo al ser imposible mediante la propaganda ideológica conducir los conflictos sociales y políticos en favor de las clases corporativas y propietarias.
Pero el fascismo nunca desparece del todo. Sus capacidades internas para el disfraz y el travestismo son ingentes, creando mayorías sociales con artificios muy poderosos, siempre estableciendo dualidades encontradas u oposiciones de ocasión que desvían la atención y la mirada de los problemas reales y las causas complejas que los originan.
Las expresiones ideológicas blandas del capitalismo en sus formas democráticas parlamentarias hacen uso de la división social en segmentos estéticos y cupos sociales arbitrarios o al dictado de modas concretas. Con ello se pretende atizar la competitividad en un todos contra todos que tanto puede ser utilizado como baluarte de la libertad de expresión o como estigma o desorden para la represión puntual o sistemática de ideas contrarias al statu quo en vigor.
Cuando el capitalismo entra en una de sus crisis cíclicas recurrentes, un cierto o gran desorden resulta inevitable. El sistema está capitalizando nuevos recursos ajenos para otra fase de expansión. Este proceso radical y más o menos violento deja víctimas por miles o millones: pobres, marginados, inmigrantes, parados, desahuciados…
A ese lumpen tan variopinto hay que controlarlo muy de cerca para que no adquiera destrezas políticas que pudieren expresarse en mayorías sociales (y electorales) peligrosas o lesivas para los intereses de la elite. Es el instante preciso, pues, de crear dicotomías o disyuntivas ideológicas ad hoc para reunir al común en un redil cálido y confortable que mire a un enemigo ficticio con saña extrema.
Un trabajador presa del fascismo no es más, ni menos, que una persona brutalmente herida en su autoestima. Darle un enemigo y fabricarle una fábula hace que sus impulsos primarios puedan expresarse social y políticamente sin barreras éticas que salvar. El «otro» o chivo expiatorio ha de convertirse en «inferior» o subhumano para que la baja autoestima se transforme en sucedáneo de superioridad moral en el sujeto alienado y subyugado por la palabra fascista. Así se extienden las ideas o actitudes del fascismo cotidiano escondido en la maraña cultural y social.
En realidad, el mecanismo es bastante similar al del hooligan futbolero o al de un fanático de un grupo musical o artista comercial de moda. Se trata de exudar cuerpo a cuerpo los sinsabores cotidianos y los conflictos vitales no resueltos convenientemente. Hay que gritar desaforadamente para exorcizar las penas propias. ¿No es eso fascismo en incipiente germen o espíritu larvario?
Sí, hay fascismo contenido y miseria oculta en nuestros sistemas capitalistas occidentales. Hay muchos más lepenes y aguirres de lo que pensamos a nuestro alrededor. Jamás se expresarán con franqueza hasta que un sumo sacerdote surgido del resentimiento social dé la señal mágica de rebato. Así surgen las greys fascistas: echando gasolina al fuego del capitalismo depredador y salvaje.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.