Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
«Al observar el flujo de los acontecimientos de la última década, difícilmente podemos evitar la sensación de que algo muy fundamental ha sucedido en la historia del mundo». Este sentimiento, que introduce el ensayo que convirtió a Francis Fukuyama en un nombre muy reconocido, exige atención renovada en la actualidad, pero desde una perspectiva diferente.
Los eventos durante los años ochenta, sobre todo el fin paulatino de la Guerra Fría, habían convencido a Fukuyama de que estaba próximo el «fin de la historia». «El triunfo de Occidente, de la ‘idea’ occidental,» escribió en 1989, «es evidente… el total agotamiento de alternativas al liberalismo occidental que sean sistemáticas y viables.»
Hoy en día, Occidente ya no parece tan triunfante. Sin embargo, los eventos durante la primera década de este siglo han llevado a la historia a otra especie de punto final. Aunque es posible que el liberalismo occidental siga conservando considerable atractivo, el estilo occidental de guerra llegó al fin de su camino.
Para Fukuyama, la historia implicaba competencia ideológica, una contienda que enfrentaba al capitalismo democrático contra el fascismo y el comunismo. Cuando escribió su famoso ensayo, esa contienda llegaba a lo que parecía ser su conclusión definitiva.
Sin embargo, desde el principio hasta el final, el poder militar había determinado el curso de esa competencia tanto como la ideología. Durante gran parte del Siglo XX, las grandes potencias habían competido en la creación de instrumentos de coerción nuevos, o más efectivos. La innovación militar asumió muchas formas. Del modo más obvio, estaban las armas: acorazados y portaaviones, cohetes y misiles, gas tóxico y bombas atómicas -la lista es larga-. En su esfuerzo por lograr una ventaja, sin embargo, las naciones dedicaron la misma atención a otros factores: doctrina y organización, sistemas de entrenamiento y de movilización, recolección de inteligencia y planes de guerra.
Toda esta furiosa actividad, bien fuese emprendida por Francia o Gran Bretaña, Rusia o Alemania, Japón o EE.UU., derivaba de una creencia común en la plausibilidad de la victoria. Expresada en los términos más simples, la tradición militar occidental podría ser reducida a esta proposición: la guerra sigue siendo un instrumento viable del arte de gobernar, y el boato de la modernidad sirve, si para algo, para realzar su utilidad.
Grandiosas ilusiones
Eso era teoría. La realidad, sobre todo las dos guerras mundiales del siglo pasado representó una historia diametralmente diferente. El conflicto armado en la era industrial alcanzó nuevas cimas de letalidad y destructividad. Una vez iniciadas, las guerras lo devoraban todo, infligiendo un tremendo daño material, psicológico y moral. El dolor excedió vastamente las ventajas. En ese sentido, la guerra de 1914-1918 fue emblemática: incluso los vencedores terminaron por ser perdedores. Cuando los combates cesaron por fin, los vencedores no pudieron celebrar, sólo lamentar. Como consecuencia, mucho antes de que Fukuyama escribiera su ensayo, la fe en la capacidad de la guerra para la solución de problemas había comenzado a debilitarse. Ya en 1945, esa fe había desaparecido por completo en varias grandes potencias -que, gracias a la guerra, ahora eran grandes sólo por sus nombres.
Entre las naciones clasificadas como democracias liberales, sólo dos resistieron esta tendencia. Una fue EE.UU., el único beligerante de importancia que emergió de la Segunda Guerra Mundial más fuerte, más rico y más confiado. El segundo fue Israel, creado como consecuencia directa de los horrores desatados por ese cataclismo. Al llegar los años cincuenta ambos países, suscritos a la misma convicción común: seguridad nacional (y, podría decirse, supervivencia nacional) reivindicaron una superioridad militar inequívoca. En el lenguaje de la política estadounidense e israelí, «paz» era una palabra en clave. El requisito previo esencial para la paz era que todos y cada adversario, real o potencial, aceptara una condición de permanente inferioridad. Al respecto, las dos naciones -que todavía no eran aliados íntimos- se diferenciaban del resto del mundo occidental.
De modo que aunque profesaban su devoción por la paz, las elites civiles y militares en EE.UU. e Israel se preparaban obsesivamente para la guerra. No veían contradicción alguna entre la retórica y la realidad.
Sin embargo la creencia en la eficacia del poder militar genera casi inevitablemente la tentación de poner en acción ese poder. «Paz mediante la fuerza» se convierte con gran facilidad en «paz mediante la guerra». Israel sucumbió a esa tentación en 1967. Para los israelíes la Guerra de Seis Días fue un momento decisivo. El valeroso David derrotó a, y luego se convirtió en, Goliat. Incluso mientras EE.UU. se debatía en Vietnam, Israel había evidentemente tenido éxito en el dominio definitivo de la guerra.
Un cuarto de siglo después, las fuerzas de EE.UU. aparentemente se pusieron al día. En 1991, en la Operación Tormenta del Desierto, la guerra de George H.W. Bush contra el dictador iraquí Sadam Hussein, mostró que las tropas estadounidenses, como los soldados israelíes, sabían cómo vencer rápido, a poco coste, y de modo humano. Generales como H. Norman Schwarzkopf se persuadieron de que su breve campaña en el desierto contra Iraq había reproducido -incluso eclipsado- las hazañas en el campo de batalla de guerreros israelíes tan famosos como Moshe Dayan y Yitzhak Rabin. Vietnam pasó a ser irrelevante.
Tanto para Israel como para EE.UU., sin embargo, las apariencias resultaron ser engañosas. Fuera de dar alas a grandiosas ilusiones, las espléndidas guerras de 1967 y 1991 no llevaron a grandes decisiones. En ambos casos, la victoria resultó más aparente que real. Peor todavía, el triunfalismo propició masivos errores de cálculo en el futuro.
En las Alturas del Golán, en Gaza y en toda Cisjordania, los propugnadores de un Gran Israel -haciendo caso omiso de las objeciones de Washington- se propusieron ejercer un control permanente sobre el territorio capturado por Israel. Pero «los hechos en el terreno», creados por sucesivas olas de colonos judíos, hicieron poco por realzar la seguridad israelí. Tuvieron éxito sobre todo en que Israel oprimiera a una población palestina resentida en rápido crecimiento, que no pudo ni apaciguar ni asimilar.
En el Golfo Pérsico, los beneficios logrados por EE.UU. después de 1991 también fueron efímeros. Sadam Hussein sobrevivió y se convirtió desde el punto de vista de sucesivos gobiernos estadounidenses en una inminente amenaza para la estabilidad regional. Esta percepción causó (o suministró un pretexto para) una reorientación radical de la estrategia en Washington. Sin darse por satisfecho con haber impedido que una potencia exterior inamistosa controlara el Golfo Pérsico rico en petróleo, Washington trató ahora de dominar todo Gran Oriente Próximo. La hegemonía se convirtió en su objetivo. Sin embargo EE.UU. no tuvo más éxito que Israel en la imposición de su dominio.
Durante los años noventa, el Pentágono se embarcó de cualquier manera en lo que se convirtió en su propia variante de una política de asentamientos. Sin embargo, las bases de EE.UU. esparcidas por el mundo islámico, y las fuezas de EE.UU. que operan en la región, apenas probaron ser más bienvenidas que los asentamientos israelíes que salpican los territorios ocupados y los soldados de las Fuerzas Israelíes de Defensa (FDI) [ejército israelí] asignados a su protección. En ambos casos, su presencia provocó (o suministró un pretexto para) resistencia. Tal como los palestinos dieron rienda suelta a su cólera contra los sionistas en su medio, islamistas radicales atacaron a estadounidenses, a quienes consideraban infieles neocolonialistas.
Atascados
Nadie dudó de que los israelíes (regionalmente) y los estadounidenses (globalmente) gozaban de una indiscutible dominación militar. En todas las áreas vecinas de Israel sus tanques, cazas-bombarderos, y buques de guerra operaron a su gusto. Lo mismo hicieron tanques, cazas-bombarderos, y buques de guerra estadounidenses dondequiera eran enviados.
¡Y qué! Los eventos hicieron cada vez más evidente que la dominación militar no se traduce en ventajas políticas concretas. En lugar de realzar las perspectivas para la paz, la coerción produjo aún más complicaciones. No importa cuán desbaratados y derrotados, los «terroristas» (un término comodín aplicado a cualquiera que se resiste a la autoridad israelí o estadounidense) no fueron intimidados, se mostraron impenitentes, y siguieron volviendo a por más.
Israel se topó directamente con este problema durante la Operación Paz para Galilea, su intervención en el Líbano en 1982. Las fuerzas de EE.UU. volvieron a encontrarlo una década después durante la Operación Devolver la Esperanza, la incursión de nombre glorioso de Occidente en Somalia. El Líbano poseía un ejército insignificante; Somalia no tenía ninguno. En lugar de producir paz o devolver la esperanza, sin embargo, ambas operaciones terminaron en frustración, embarazo y fracaso.
Y esas operaciones sólo resultaron ser presagios de cosas peores. Al llegar los años ochenta, los días de gloria del ejército israelí habían pasado. En lugar de ataques relámpago en lo profundo de la retaguardia del enemigo, la narrativa de la historia militar israelí se convirtió en un recital desconsolado de guerras sucias -conflictos poco convencionales contra fuerzas irregulares que produjeron resultados problemáticos. La Primera Intifada (1987-1993), la Segunda Intifada (2000-2005), una segunda Guerra del Líbano (2206) y la Operación Plomo Fundido, la tristemente célebre incursión contra Gaza en 2008-2009, se ajustaron todas a este modelo.
Mientras tanto, el diferencial entre las tasas de nacimiento palestina y judía israelí emergieron como una amenaza inminente, Benjamin Netanyahu la calificó de «bomba demográfica. Eran nuevos hechos en el terreno, que las fuerzas militares, a menos que fueran empleadas para imponer una política de limpieza étnica, podían hacer poco por corregir. Incluso mientras el ejército israelí trató repetidamente y fútilmente de coaccionar a Hamás y a Hizbulá para que se sometieran, las tendencias demográficas siguieron sugiriendo de tal forma que dentro de una generación una mayoría de la población dentro de Israel y los territorios ocupados será árabe.
Siguiendo las huellas de Israel más o menos una década después, las fuerzas armadas de EE.UU. tuvieron, a pesar de todo, éxito en la duplicación de la experiencia del ejército israelí. Hubo momentos de gloria, pero resultaron ciertamente pasajeros. Los esfuerzos de Washington por transformar (o «liberar») el Gran Oriente Próximo fueron lanzados a toda marcha después del 11-S. En Afganistán e Iraq, la Guerra Global contra el Terror de George W. Bush comenzó de un modo bastante impresionante, con fuerzas estadounidenses que operaron con una velocidad y un ímpetu que había sido otrora una característica israelí. Kabul cayó gracias a «impacto y espanto», seguida menos de un año y medio después por Bagdad. Como explicó al Congreso en 2004 un importante general del ejército, el Pentágono tenía todo calculado sobre la guerra:
«Ahora somos capaces de crear superioridad en las decisiones, posibilitada por sistemas conectados por redes, nuevos sensores y capacidades de comando y control que están produciendo conocimiento circunstancial sin precedentes cerca de tiempo real, más disponibilidad de información y la capacidad de lanzar municiones de precisión a todo lo ancho y profundo del espacio de la batalla… En combinación esas capacidades de la futura fuerza conectada por redes impulsarán la dominación en la información, rapidez y precisión y resultarán en superioridad en las decisiones.»
La frase clave en esta masa de tecno-chorradas fue repetida dos veces: «superioridad en las decisiones». En aquel entonces, el cuerpo de oficiales, como el gobierno de Bush, todavía estaba convencido de que sabía cómo vencer.
Semejantes afirmaciones de éxito, sin embargo, resultaron obscenamente prematuras. Campañas que se publicitaron diciendo que terminarían en semanas se extendieron durante años, mientras las tropas estadounidenses luchaban contra sus propias intifadas. Cuando llegaba el momento de lograr decisiones que tuvieran verdadero efecto, el Pentágono (como el ejército israelí) siguió sin tener la menor idea.
Sin victorias
Si alguna conclusión predominante emerge de las guerras afgana e iraquí (y de sus equivalentes israelíes), es la siguiente: la victoria es una quimera. Contar con que un enemigo actual ceda ante una fuerza superior tiene casi tanto sentido como comprar billetes de la lotería para pagar la hipoteca: más vale tener mucha suerte.
Mientras tanto, cuando la economía de EE.UU. caía en picada, los estadounidenses tuvieron su equivalente de la «bomba demográfica» de Israel -una «bomba fiscal». Hábitos arraigados de despilfarro, tanto individuales como colectivos, ofrecían la perspectiva de estancamiento a largo plazo: ningún crecimiento, ningún puesto de trabajo, ninguna diversión. Los gastos descontrolados en interminables guerras exacerbaron esa amenaza.
Al llegar el año 2007, el propio cuerpo de oficiales estadounidenses renunció a la victoria, aunque sin renunciar a la guerra. Las prioridades cambiaron primero en Iraq, luego en Afganistán. Generales de alto rango defirieron sus expectativas de ganar -por lo menos tal como un Rabin o un Schwarzkopf hubieran comprendido el término. En su lugar trataron de no perder. En Washington, como en los puestos militares de comando de EE.UU., apareció el nuevo estándar dorado de éxito: evitar una derrota total.
Como consecuencia, las tropas estadounidenses no salen de sus bases para derrotar al enemigo, sino para «proteger a la gente», lo que es consistente con su última moda doctrinaria. Mientras tanto, los comandantes toman té y cierran tratos con señores de la guerra y caudillos tribales en la esperanza de persuadir a las guerrillas para que depongan sus armas.
Una nueva sabiduría convencional se ha impuesto, apoyada por todos, desde el nuevo comandante de la guerra afgana David Petraeus, el soldado más celebrado de esta era estadounidense, hasta Barack Obama, comandante en jefe y Premio Nobel de la Paz. Las «soluciones militares» no existen para los conflictos en los que EE.UU. se ve entrampado. Como ha subrayado el propio Petraeus, «no podemos salir matando» del lío en el que estamos metidos. De esta manera, también pronunció un elogio de la concepción occidental de la guerra de los últimos dos siglos.
La pregunta no formulada
¿Cuáles son entonces las implicaciones de la llegada al fin de la historia militar occidental?
En su famoso ensayo, Fukuyama advirtió contra la idea de que el fin de la historia ideológica pueda anunciar la llegada de la paz y la armonía globales. Los pueblos y las naciones, predijo, todavía encontrarían lo suficiente para reñir.
Con el fin de la historia militar, se aplica una expectativa similar. La violencia políticamente motivada persistirá y en casos específicos incluso podría retener una utilidad marginal. Sin embargo, es probable que la perspectiva de Grandes Guerras que resuelvan Grandes Problemas haya desaparecido para siempre. Ciertamente, nadie en su sano juicio, israelí o estadounidense, puede creer que la continuación del recurso a la fuerza remedie lo que sea que nutre el antagonismo anti-israelí o anti-estadounidense en gran parte del mundo islámico. Esperar que su persistencia produzca algo diferente o mejor es una tontería.
Queda por ver si Israel o EE.UU. son capaces de aceptar el fin de la historia militar. Otras naciones lo hicieron hace tiempo, ajustándose a los ritmos cambiantes de la política internacional. El que lo hagan no es una evidencia de virtud, sino de sagacidad. China, por ejemplo, muestra poco entusiasmo por el desarme. Sin embargo, mientras Pekín expande su alcance e influencia, coloca el acento sobre el comercio, la inversión y la ayuda al desarrollo. Mientras tanto, el Ejército Popular de Liberación se queda en casa. China ha robado una página de un viejo cuaderno de jugadas estadounidense, y se ha convertido en un destacado practicante de la «diplomacia del dólar».
El colapso de la tradición militar occidental deja pocas alternativas a Israel, ninguna de ellas atractiva. Si se considera la historia del judaísmo y la del propio Israel, es comprensible una cierta renuencia de los judíos israelíes a confiar su seguridad y protección a la buena voluntad de sus vecinos o a los calurosos sentimientos de la comunidad internacional. En sólo seis décadas, el proyecto sionista ha producido un Estado vibrante y floreciente. ¿Por qué arriesgarlo todo? Aunque la bomba de tiempo demográfica puede estar en marcha, nadie sabe realmente cuánto tiempo queda. Si los israelíes tienden a seguir depositando su confianza en sus armas (suministradas por EE.UU.) mientras esperan lo mejor, ¿quién puede culparlos?
En teoría, EE.UU., sin compartir ninguna de las restricciones demográficas o geográficas de Israel, y con muchas más riquezas, debería gozar de mucha más libertad de acción. Por desgracia, Washington tiene un interés creado en la preservación del statu quo, no importa cuánto le cueste o dónde lo lleve. Para el complejo militar-industrial, hay contratos que conseguir y mucho dinero que ganar. Para los que habitan las entrañas del Estado de seguridad nacional, hay prerrogativas que proteger. Para los funcionarios elegidos, hay donantes para sus campañas que agradar. Para los funcionarios nombrados, civiles y militares, hay ambiciones que satisfacer.
Y siempre hay una clique militarista que habla hasta por los codos, llamando a una yihad e insistiendo en esfuerzos aún mayores, mientras se mantiene alerta ante cualquier indicio de repliegue. En Washington, miembros de este campo militarista, que incluyen -de ninguna manera por coincidencia- muchas de las voces que defienden con más insistencia la belicosidad israelí, colaboran tácitamente en la exclusión o marginación de los puntos de vista que consideran heréticos. Como consecuencia, lo que pasa por una discusión sobre asuntos relacionados con la seguridad nacional es un engaño. Por lo tanto se nos invita a creer, por ejemplo, que el nombramiento del general Petraeus como el enésimo comandante estadounidense en Afganistán constituye un hito en el camino hacia el éxito final.
Hace casi 20 años, una quejumbrosa Madeleine Albright quiso saber: «¿Qué sentido tiene tener estas espléndidas fuerzas armadas de las que siempre se habla si no podemos utilizarlas?» Hoy en día, una pregunta completamente diferente merece nuestra atención: ¿Qué sentido tiene utilizar nuestras espléndidas fuerzas armadas si hacerlo no surte efecto?
La negativa de Washington a plantear esa pregunta refleja una medida de la corrupción y de la deshonestidad que impregna nuestra política.
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Andrew J. Bacevich es profesor de historia y relaciones internacionales en la Universidad Boston. Su libro más reciente: Washington Rules: America’s Path to Permanent War, se acaba de publicar.
Copyright 2010 Andrew Bacevich
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