La global mercantilización del arte y de la literatura en los decenios del desenfrenado liberalismo económico actual, que, en efecto, sin concesiones -sin dejar nada a la sutileza del espíritu- ha convertido en relumbrones de consumo masivo toda creación cultural, no es más que la continuación extremista de la fractura que ya propendía la cultura de […]
La global mercantilización del arte y de la literatura en los decenios del desenfrenado liberalismo económico actual, que, en efecto, sin concesiones -sin dejar nada a la sutileza del espíritu- ha convertido en relumbrones de consumo masivo toda creación cultural, no es más que la continuación extremista de la fractura que ya propendía la cultura de élite al concebir ésta como esencialmente divorciada de la representación del mundo y de la vida, y que conllevó a posturas empiristas, pragmatistas y finalmente a concepciones irracionales, que se habían producido como reacción al pensamiento humanístico y de la Ilustración, que, en su evolución racional y científica, amenazó desde sus inicios al orden capitalista.
Todos los avances culturales progresivos, científicos y materialistas, alcanzados por la humanidad incluso hasta el Renacimiento no habían podido eludir -por su origen aristocrático, rigidez estamental- fundamentales connotaciones idealistas y un carácter pasivo. Con el avance industrial, científico y social del capitalismo hacia el siglo XVIII, la Ilustración había llegado a desmontar en gran parte estos elementos idealistas y esta inmovilidad social. Tanto que trajeron abajo las monarquías absolutistas en Europa. En cambio, en adelante, la cultura de élite contemporánea (que viene ya de la segunda mitad del siglo XIX) estuvo, y está, en oposición creciente con las condiciones mayores de desarrollo tecnológico, económico y social. La dinámica, movilidad e interrelación mundial del capitalismo moderno (con más evidencia en la hora actual), en todos los terrenos culturales y materiales, es inédita. Si a pesar de ello esta cultura de élite había pervivido con sus concepciones irracionales, echando por la borda todos los avances progresivos heredados, revelaba que había devenido antihistórica, decadente, como el pensamiento socialista lo había calificado hace mucho.
Por eso se dice que, en esencia, ya había abandonado la cultura como tal, guardaba de ella sólo la pretenciosa forma. Por tanto sus propios cultores en la ciencia, la filosofía o el arte, al verse empujados a eludir las generalizaciones revolucionarias que este desarrollo moderno implicaba, sustituyéndola por la ideología justificadora del sistema, habían ya recortado su condición propiamente de científicos, filósofos o artistas, es decir, en gran parte propendían ha dejar de serlos, o mejor, lo eran pero sólo en el aspecto humanístico aparencial (en la construcción intelectual pero especulativa y elusiva). ¿Qué faltaba para que literalmente desaparezcan del escenario cultural?
El radicalismo económico del neocapitalismo actual ha dado ese paso. Es más rentable convertir todo el hacer cultural en mercancía sin guardar ya ningún espacio a la expresión formal humanística en el que se regodeaba el mensaje ideológico justificador del sistema. Este iracundo radicalismo del capitalismo actual, ya no lo requiere, prefiere presentar desnudamente sus valores economicistas a toda la vida social. La forma cultural convencional ya no es negocio, no es accesible ni dinámica, no se adapta a la cultura de masas generalizada, a la mercantilización absoluta -acendrado por el desarrollo tecnológico- en que ha convertido este capitalismo la vida social. Ya no necesita de ninguna sutil elaboración ideológica, rol que cumplía esta cultura. El desbocado sistema comercial copador de toda la vida social se presenta a sí mismo como modelo, valores, única forma de sentir y pensar, como ideología y todo lo que se quiera, sin mediación, la ideología es la vida consumista consagrada y legitimada por su poder global. Los valores del capitalismo económico mismo son los valores establecidos para la vida, de facto son los únicos valores existentes, posibles y aceptables. Este ya no pretende legitimarse, como antes, ocultando su cara malvada (sed de ganancia, dictadura del capital) con una careta respetuosa de valores tradicionales de herencia humanística, o ya seudohumanística, especialmente con elaboraciones filosóficas de fondo irracional; al contrario, presenta su desnuda faz voraz como un valor social ineludible (eficacia, competitividad, éxito), es decir, no necesita sustentar la irracionalidad del sistema con elaboraciones filosóficas -como hacía la cultura de élite- para convencernos de que esa irracionalidad es natural y debe regir nuestras vidas, sino que la impone de facto en la cotidianidad, en la interrelación social real y práctica. La irracionalidad ideológica de la cultura de élite para defender el orden dominante, cuestionado precisamente por la racionalidad de la cultura progresiva, ha pasado, con la totalización del mercado, a la vida cotidiana. Y con ello esta ideología, como elaboración dúctil, ha dejado de ser imprescindible. El mercado, absolutizando la vida, unimisma práctica de mercado con formas de sentir, de conceptualizar la vida, con el pensamiento actual hegemónico. En esta directa imbricación del sistema de mercado con el pensamiento de mercado como ideología fáctica, totalitaria, radica la desaparición de todo concepto de cultura, de ciencia, de literatura y hasta de elaboración sutil ideológica, como se conocía antes. Y por eso se siente esta época con un halo extraño, escalofriante, se la siente apocalíptica, como si de pronto todo lo conocido, la herencia humana del pasado hubiera perdido sentido.
Los privilegiados cultores de la cultura convencional se angustian ante su propia extinción, dejan de ser los mimados y beneficiarios, la «inteligencia» burguesa desaparece, los nuevos operadores del gran capital mundial desembozado ya no la necesitan para la justificación de su dominación. Pero dejados fuera de juego no pueden sino protestar y reclamar su lugar denostando de esta cultura de comida rápida. Pero no pueden ir contra la esencia misma de este sistema autodestructivo que ayudaron a legitimar, a idealizar. Nunca pensaron que terminaría por acabar con ellos mismos, como igualmente está devorando la estabilidad y la gobernabilidad del orden (o desorden) universal así establecido. Preferirían inmolarse antes que aceptar un orden nuevo, esta vez sí sobre la más profunda democratización social y cultural. Los técnicos o tecnólogos (o los investigadores de laboratorio) que son los representantes de facto de la ciencia actual, o los productores uniformizados de arte y literatura, en que se han convertido los escritores y artistas canónicos de hoy -los únicos realmente visibles-, los han sustituido.
Esta fractura entre el pensamiento y la vida de la cultura burguesa convencional, ya anunciaba la fractura total que se da entre el pensamiento y la vida en el arte y la literatura como negocio. De desdeñar la producción intelectual como tensión por la develación del mundo circundante, de no problematizar la realidad social (el concebir el conocimiento o el arte como «intuición» y al intelectual o al artista como portador privilegiado de ese saber intuitivo), de ahí al uso grosero y totalizador de la creación cultural como mera mercancía, que ya no puede guardar elementos siquiera de cultura formal de élite, no ha habido más que un paso, paso que se ha dado con la configuración de un capitalismo estructuralmente en declive, que no puede preservar su existencia sino a costa de extender desesperadamente su lógica mercantil a todas las expresiones humanas, donde hasta el propio intelectual desaparece, no sólo el aureolado o divinizado, sino aun como mera personalidad (en la economía de mercado interesa más el producto que el productor). Y es en ese momento en que los cultores de esa cultura convencional, antes concesivos a la mercantilización cultural, a la llamada subliteratura -mientras no tocaba el campo privilegiado de su cultura de élite-, saltan escandalizados.
La queja actual de los escritores conservadores, como Mario Vargas Llosa, se da porque esta negación general del arte y la cultura los amenaza y niega también a ellos mismos. Ya no deja lugar para ninguna herencia cultural, incluida la formal cultura burguesa en que se extasiaban y regodeaban escritores defensores del sistema. El capitalismo actual desnuda completamente su propia barbarie, se ha despojado de toda apariencia humanística, ya no pretende ninguna fundamentación a su legitimidad, imbrica directamente su interés económico a todos sus actos y a su ideología, por eso unimisma los valores económicos del sistema con los valores humanos, «posmodernos», en general, y esa es también toda su «filosofía»: ya no se justifica con elaboraciones filosóficas complicadas ni menos se encubre en los valores tradicionales, los ha sustituido directamente por el egoísmo lapidario como valor social. El capitalismo actual ha dejado la hipocresía, es bárbaro y proclama la barbarie como único valor humano de sobrevivencia.
Los tradicionales beneficiarios de la «alta cultura», tenían un lugar de privilegio en las grandes publicaciones y en el canon (que era la cadena que iba de la crítica, los libreros, la prensa, a las grande editoriales; hoy las trasnacionales del libro se rigen directamente, dejando de lado a los «críticos», etc., por las grandes campañas de la venta global). Muchos, como nuestro nobel, incluso podían vivir y hasta enriquecerse con las ediciones de sus libros. No todos, algunos sinceros creyentes de la «alta cultura» denostaron la vulgaridad de las grandes y masivas ediciones, se reclamaban de un público selecto, quizá como Borges; otros, más pragmáticos tiñeron de alta cultura lo que no era más que ya interés mercantil y halago directo a los poderes fácticos. Hoy, los que se enriquecen casi con carácter de exclusividad son los productores de esta literatura de lo «más vendido», ya no hay casi espacio para los escritores del canon pasado, para los «grandes escritores».
Como estos privilegiados intelectuales, no quieren ver en esta «cultura del espectáculo», la crisis sistémica misma y, con la germinación de otro orden alternativo, las condiciones para una cultura nueva -desempolvada ahora sí de la fractura que propendió la cultura precedente-, exculpando a la economía de mercado, culpan esquizofrénicamente de esta extremista «banalización cultural», como explícitamente el señor MVLL, a fenómenos adyacentes o que son efectos del propio sistema: a la pérdida de la tradición cristiana en Occidente, a los «errores» individuales de algunos empresarios ambiciosos e ilegales que adulteran el mercado en sí mismo idóneo, y, cómo no, a las consabidas luchas sociales y progresistas que traen el caos y son «peor que la enfermedad», y en esta visión arcaica reveladora, concluye además culpando a la propia tecnología comunicacional en boga. (Ver MVLL, La civilización del espectáculo).
En un artículo crítico al mencionado libro de MVLL, escribía yo:
«En este apocalipsis cultural, el pensamiento progresivo, en cambio -el hijo legítimo de esa cultura de la Ilustración-, propende a transformar el sistema que engendró el declive actual y por ello puede adoptar los elementos nuevos que anuncian esas posibilidades de cambio, por ejemplo la tecnología comunicacional a quien no teme a pesar que está subsumida en el viejo orden y usada para difundir la deshumanización, tiene la esperanza de que en otro orden sea vía de relaciones humanas inéditas. La tecnología irreversiblemente está trayendo esa democratización y es potencialmente subversora, democratizadora como efectivamente se ve ahora mismo aunque con la camisa de fuerza de la economía de mercado y del orden social decadente.
Los cultores e ideólogos de la cultura de élite ven a la tecnología, por el contrario, como una amenaza. Como no imaginan otro orden social fuera del actual y no imaginan otro uso de la tecnología comunicacional que el que propende el sistema actual, identifican esa tecnología casi como el causante en sí misma de esa banalización y degradación de la cultura. Así como los obreros de las primeras revoluciones industriales identificaban la pérdida de sus empleos, no como efecto del sistema capitalista, que no alcanzaban a discernir, sino que culpaban a las novísimas máquinas incorporadas al proceso de producción y que los desplazaba del trabajo, y por eso se aprestaban a destruirlas, así el espíritu elitista de los dinosaurios de alcurnia identifican el hundimiento de la cultura con la tecnología, no con el sistema capitalista en boga -no porque no alcanzan a ver esta realidad como los primeros obreros, sino porque no quieren verla y persisten en defenderla por interés de clase-; el terror a la tecnología es el terror que intuyen a la potencialidad de éstas de provocar el cambio social radical, de destruir todo el pesado lastre de privilegios del pasado.
Como aman de la cultura el aspecto formal, retórico, grandilocuente, sospechan que con la tecnología comunicacional actual se perderán esas formas. Estos intelectuales de élite quizás preserven el amor a las bibliotecas, al libro de papel, pero hace tiempo que han olvidado lo esencial que representaban o debían representar estos medios culturales, la verdad, el pensamiento crítico y revolucionario, que se consustancia con la realidad -y no la encubre- para ser naturalmente vía de transformación hacia una realidad social mejor. Por eso ven en los nuevos soportes digitales la simbolización de la clausura y el fin de ese regodeo y formalismo y engatusamiento característica de la cultura de élite, y no imaginan ni quieren nuevas posibilidades de representación cultural, esta vez democráticos y que llevarían a una forma más acabada la unidad entre cultura y vida, entre arte y vida, entre belleza y humanidad.
Con mucho temor se pregunta el señor Vargas Llosa si no desaparecerán los libros de papel barridos por el libro electrónico. Manifiesta que no será simplemente un mero cambio de medio de comunicación sino también de contenido. «No tengo cómo demostrarlo, pero sospecho que cuando los escritores escriban literatura virtual no escribirán de la misma manera que han venido haciéndolo hasta ahora en pos de la materialización de sus escritos con ese objeto concreto, táctil y durable que es (o nos parece ser) el libro. Algo de la inmaterialidad del libro electrónico se contagiará a su contenido, como le ocurre a esa literatura desmañada, sin orden ni sintaxis, hecha de apócope y jerga, a veces indescifrable que domina el mundo de los blogs, el Twitter, el Facebook…». (o. c.)
Y en esa tensión, afirma que los cambios tecnológicos son los causales en sí mismos de este estropicio, como ocurrió con la imposición de la imagen con la televisión: «La televisión es hasta ahora la mejor demostración de que la pantalla banaliza los contenidos -sobre todo las ideas y tiende ha convertir todo lo que pasa por ella en espectáculo, en el sentido más epidérmico y efímero del término». (o. c.)
No son los poderes comerciales y políticos detrás de la pantalla, ¡es la pantalla misma la que trivializa la cultura!, como si no pudiera imaginar otro uso al rico progreso tecnológico comunicacional. Y lo mismo con las novísimas tecnologías digitales.
Y aunque cita a un autor joven como Jorge Volpi quien ve con optimismo la potencialidad democratizadora de la tecnología actual, él ve en cambio con horror cómo desaparecerán libros y bibliotecas, pero ve con no menos preocupación que también desaparecerán agentes literarios, distribuidores y toda la cadena del negocio del libro.
«Volpi cree que muy pronto el libro digital será más barato que el de papel y que es inminente la `aparición de textos enriquecidos ya no sólo con imágenes, sino con audio y video´. Desaparecerán librerías, las bibliotecas, editores, agentes literarios, correctores, distribuidores, y sólo quedará la nostalgia de todo aquello. Esta revolución, dice, contribuirá de manera decisiva `a la mayor expansión democrática que ha experimentado la cultura desde… la invención de la imprenta´ «. (o. c.)
Admite nuestro a autor que quizá Volpi tenga razón pero no le convence, pues siente que del acto de leer por ejemplo se perderá esa sutil exquisitez del hombre culto, «sobre todo, gozar, paladear aquella belleza que… despiden las palabras unidas a su soporte material… algo que, como dice Molina Foix, `añade al acto de leer un componente sensual y sentimental infalible. El tacto y la inmanencia de los libros son, para el amateur, variaciones del erotismo del cuerpo trabajado y manoseado, una manera de amar». «Me cuesta trabajo imaginar que las tabletas electrónicas, idénticas, anodinas, intercambiables, funcionales a más no poder, puedan despertar ese placer táctil preñado de sensualidad que despiertan los libros de papel en ciertos lectores». (o. c.)
Esos «ciertos lectores» olvidan el rol último de la cultura, la unidad de forma y fondo, el proceso de liberación social a través de ella, olvidan finalmente que todo el esfuerzo de la cultura ha apuntado históricamente ha llevar la belleza soñada a las relaciones humanas, a la vida misma de cada ser humano. Y no, como presume Vargas Llosa, sólo una sociedad que promueva autores que «sigan atrayendo y fascinando lectores en los tiempos futuros», es decir, la pervivencia eterna de mayorías consumistas y minorías creadoras». («¿Quiénes son los dinosaurios?, La nostalgia del intelectual de élite», Revista Rebelión del 26,10,2012)
El descontrolado nuevo liberalismo pareciera instaurar indefinidamente la noche más oscura. No obstante, simultáneamente, la movilización de centenares de miles de excluidos y descontentos en todo el mundo -y desde el mismo centro en Occidente, como si el fantasma de Marx lo recorriera definitivamente- y los consabidos avances de la tecnología, son elementos que reclaman y anuncian nuevas relaciones sociales que junto con redefinir el poder mundial traerá -no la continuación del derrumbe de todo signo cultural como hoy constata escépticamente MVLl- sino su revalorización y el proceso acelerado y elevado de la democratización cultural. Será evidente la extinción definitiva de la cultura de élite, que es lo que verdaderamente teme nuestro autor, es decir, el fin de la división «natural» entre «minorías cultas, creadoras» y «mayorías incultas, consumistas», división convencional que el pragmatismo del capitalismo posmoderno pretende borrar pero uniformizando lapidariamente todo el mundo cultural hacia abajo.
De manera que los reflejos de reconstitución humana y de sobrevivencia continuarán alentando el desarrollo cultural -la cultura no cesa- pero esta vez expandida también totalmente como cultura progresiva, como cultura vinculada a la comunicación vital, al crecimiento de la vida social (quizás con nuevas formas y mixturas, con géneros integrados, quizás más austera y sobria). Ni el arte ni la palabra desaparece -podrá desaparecer el papel o cualquier soporte convencional- sino que con los nuevos reportará definitivamente un arte inédito, todavía más grandioso que todo lo anterior por el hecho de que inaugurará su integralidad vital, su maravilloso carácter colectivo, unido definitivamente a los nuevos progresos de humanización y desarrollo social nunca antes vistos.
Por tanto, a la pregunta qué hacer hoy con las nuevas generaciones plagadas de inmediatismo y de abandono cultural y literario, puestas en un mundo cuyos poderes fácticos han capturado directamente el arte, la literatura, la creación cultural en general, se responde nada más que no cejando en la resistencia cultural progresiva y de visión global contra ese poder económico, político y cultural; el arte y la cultura se desnudan también en su connotación abiertamente clasista. Y esta lucha cultural y política no es otra que el camino por la vida, por la supervivencia. Lo contrario sería resignarnos a la autodestrucción social, ambiental, cultural, que propende la decadente civilización capitalista actual. El desánimo, el escepticismo, son comprensibles ante este derrumbe civilizatorio. Pero si la civilización humana sobrevive, no puede sobrevivir sino venciendo este entrampamiento cultural y social, no puede subsistir sino creando civilización, es decir, aprehensión cultural y transformación, no puede subsistir sino recreando y desarrollando la cultura progresiva, esta vez más grande y más humanizadora. Ese es el camino obligado a tomar, la terquedad en la proclama y el cultivo de la cultura progresiva, que precisamente tiende a la reivindicación y edificación humana totalizadora, cuya propensión a la unidad entre saber y vida, belleza y vida, pensar y ser, sólo se dará acabadamente cuando se realice en el conjunto social. De manera que ante este aparente escepticismo y negacionismo cultural no hay otro camino que seguir levantando las banderas del saber, de la belleza, de la conciencia, con nuevas formas como dijimos, pero nunca desalojadas de su esencia humana, a menos que aceptemos el fin. No podemos pervivir humanamente, salir de este marasmo histórico, más que como progreso social.
La defensa de la cultura progresiva hoy se da en confrontación con la cosificación dura y pura que este neocapitalismo hace de la cultura. La cultura como mero interés del poder económico directo -y por tanto del establishment (y no vergonzante como hacía la cultura convencional de élite)- revela, ahora sin intermediación, la imbricación que siempre había habido entre cultura y poder fáctico, entre las expresiones concretas de la cultura y los intereses concretos de la sociedad. De esta manera la vieja polémica entre arte, literatura, ciencia, como expresión y aprehensión, en última instancia, de verdad y realidad, defendida por la cultura progresiva, y que era expresión de las fuerzas sociales de cambio, o por el contrario, como elusión, agnosticismo, idealismo, formalismo, defendida por la cultura de élite, y que representaban las fuerzas del poder económico y político conservador, queda resuelta también con clara nitidez: en efecto, el arte y la literatura, y toda expresión cultural, están determinados por intereses clasistas, cosa que siempre denunciaba esta cultura progresiva, por lo que era descalificada con dureza y soberbia por la cultura convencional burguesa. La cultura siempre había estado instrumentada por el poder fáctico lo que hoy se revela sin la retórica de la cultura de élite, que nos ofertaba como arte o cultura lo que no era más que creación lúdica o técnico formal deshumanizados. (Hablamos como tendencias esenciales, admitiendo matices y sin retacear grandes aportes en el propio terreno de la inventiva expresiva de esta tendencia general de sesgo subjetivista). El interés era alejar a toda expresión humana y cultural de meterse a problematizar la dominación de clase. Hoy los poderes dominantes nos dicen directamente que la cultura es negocio. No necesitan más.
La postura defensiva, tímida y de perplejidad que ya habían tenido sectores progresistas (escritores, intelectuales), ante la cultura de élite en las últimas décadas (ante la ofensiva de ésta que acusaba al arte y cultura comprometidos política y socialmente de propensión al panfleto y al arte mediocre) los encuentra hoy por eso desarmados para una confrontación mucho más desnuda. En lugar de haber visto estas debilidades como coyunturas históricas, y aun relativas, precisamente como defectos por no haber desplegado el arte en toda su esencia desveladora, estos intelectuales se replegaron, anunciando más bien que la contradicción ya se había superado al reivindicar el valor estético por sobre todas las cosas, en cualquier referente que sea; cuando esto era eminentemente obvio. Pero el «valor estético» que entendían reivindicar precisamente comprendía también, ingenuamente, la sesgada y la excluyente del pensamiento elitista: la de las tendencias esencialmente esteticistas, formalistas o lúdicas. Con lo que se caía en brazos de esta ideología. Con el arrasamiento de todo signo real de expresión artística y cultural en los tiempos del gran mercado estos desprevenidos intelectuales «progresistas» han terminado por concluir que de lo que se trata es de salvar el «arte». Y en esto incluyen acríticamente el mismo arte y cultura burguesa de la evasión, cuando el propio sistema vigente lo está barriendo. No alcanzan a comprender que de lo que se trata es de continuar la saga del arte y la cultura progresiva, el crítico, el revolucionario, el que se consustanciaba con el proceso histórico y sus necesidades. Que con el marxismo y sus maestros, había alcanzado su forma elevada, limpia y orgánica.
Así indefensos ideológicamente los coge el peso social y cultural neoliberal de hoy, y contagiados por el escepticismo en boga, sienten que, efectivamente, no es posible hablar ya fundamentalmente de un arte y una literatura en combate político y social. Y suena extraño. Pareciera que en este terreno de la reflexión intelectual fundamental, la batalla progresista se ha perdido. Proclaman ya no posible la lucha ideológica en el arte y se envuelven en retaceos de reivindicaciones culturalistas, en la práctica en el ostracismo. En lugar de haber entendido, y sostener hoy, que la literatura y el arte evasivos o sesgados de la cultura de élite tarde o temprano había de desembocar en la cosificación, en el extrañamiento total de la literatura y cultura comercial de hoy, y por tanto defender críticamente la cultura y el arte racional y humano, en lugar de ello, se quedan estupefactos ante la ofensiva soberbia del pragmatismo actual y de la ideología del éxito y la competitividad. Se vuelcan en no creer ya en nada y se abandonan a esta ola vencedora del pensamiento único, o se recluyen, sin fortaleza ideológica, escépticos, en los fueros del populismo, del autoctonismo, del andinismo, del nuevo regionalismo, pero despojados de prospectiva de cambio social, de aspiraciones de futuro. No ven que, al contrario, la realidad del capitalismo actual no hace más que presentar directamente al arte y la cultura como factor de la economía y de la política. Con el uso omnívoro y con el control total que éste hace de ella, y el repliegue de la cultura progresiva, ya no necesita fundamentar que el arte, la literatura, no tienen nada que ver con el mundo real, etc., para así despojarlas de su esencia subversora del establishment. La mercantilización actual la despoja de facto, y crudamente, de esta esencia y la hace directamente instrumento del capital y del sistema.
Por tanto, la defensa de esta esencia del arte y la literatura en la actualidad se cierne directamente contra la voracidad del capital, contra el ordenamiento político y económico presente, sistema en donde se la niega absolutamente. La posibilidad de que ésta revivifique y se desenvuelva está en relación directa con el cambio de este capitalismo global. O mejor, las expresiones de supervivencia y resistencia cultural no pueden darse mas que en la lucha global contra el sistema político y económico hegemónico. El quehacer cultural, y del arte y la literatura, muestran diáfanos hoy su imbricación al interés sistémico (el capitalismo de hoy lo muestra desnudo y sin rubor), ya no se pueden concebir nunca más separadas de la exigencia y de la lucha por una racionalidad económica, social y política alternativa a la irracionalidad económica, social y política actual. La lucha cultural y artística es directamente lucha política. Y esto tiene una implicancia integral, tanto para la práctica política, como para la propiamente creativa del artista o del intelectual, en tanto que como sólo en épocas muy absolutistas de la historia, la vida misma está invadida del posmoderno autoritarismo sistémico actual, recordemos que los espacios democráticos y relaciones humanizadas se han recortado, se han atomizado hasta casi desaparecer en los decenios de dictadura integral de este neocapitalismo. Los escritores, intelectuales, artistas que no tengan conciencia de esta condición del arte y la cultura actual, simplemente estarían negando lo innegable, lo que el propio sistema muestra sin remiendo, el sometimiento y la descalificación que está haciendo de la cultura al transformarla en mera cosa de marketing, y lo que propiamente hace de los intelectuales, escritores, artistas, al convertirlos en uniformizados diseñadores de ese producto de mercado.
Mientras tanto las generaciones emergentes en nuestro país -como en resto del mundo- se debaten entre el cerco ideológico, social y cultural del nuevo liberalismo depredador y los elementos de crítica y de cambio social que las propias contradicciones de éste -el temblor estructural, la movilización social, la tecnología global- propenden. Los llamados a resarcir la cultura progresista, en lugar de esclarecer el debate, persisten en renegar de la ideología revolucionaria tal como quiso la cultura convencional burguesa y como quiere el pensamiento único actual, y se hunden como queda dicho en el tradicionalismo o en el regionalismo estrecho, sin solución de continuidad. No ven que la única posibilidad de la preservación de lo mejor de nuestra tradición y herencia cultural, y de progreso de nuestro componente social, está entroncado a la dinámica de la transformación mundial y a la lucha actual global por el socialismo, es decir, entre una cultura y un poder material autodestructivos o las posibilidades de construcción de una cultura y una organización social de mayor armonía.
Arturo Bolívar Barreto. Escritor peruano. Es autor de Historia singular del profesor Rivasplata y otros cuentos, 1997; la novela corta Gotita, 2005; el poemario Creciente hora nuestra, 2010. Los ensayos Balance de las políticas culturales de Fujimori a García, 2011; Calidad literaria y compromiso social, 2012. Y de artículos como La sociedad peruana y el escritor, 2012; Apuntes sobre la literatura peruana actual, 2012; «¿Quiénes son los dinosaurios?, la nostalgia del intelectual de élite«, 2012.
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