Mañana de sábado, día de sol de una primavera que se viene. El pueblo brasileño concurrirá a las elecciones generales, el próximo primero de octubre, en el que elegirán presidente, senadores, diputados federales y provinciales. En otros tiempos, esta sería la hora perfecta para que los militantes estén en la calle. En Florianópolis, al […]
Mañana de sábado, día de sol de una primavera que se viene. El pueblo brasileño concurrirá a las elecciones generales, el próximo primero de octubre, en el que elegirán presidente, senadores, diputados federales y provinciales. En otros tiempos, esta sería la hora perfecta para que los militantes estén en la calle. En Florianópolis, al sur de Brasil, la mañana del sábado es el tiempo en que el centro de la ciudad vibra y la gente circula, de paseo o de compras. Pero, no sin motivo, no hay militantes. Hay, es cierto, banderas y distribución de panfletos. Sólo que las personas que están allí, en función de la campaña, no son más aquellos viejos apasionados de los tiempos de antaño, cuando la izquierda soñaba con la posibilidad de poder dirigir los destinos del país.
Mucho de ese sueño fue soñado con el Partido de los Trabajadores (PT). Por veinte años, se fue gestando, desde la base, un proyecto de país que fuese soberano, democrático / participativo y popular. Con un costo alto -de energías, pérdidas y sudores- muchas ciudades fueron conquistadas electoralmente y algunas de ellas presentaron experiencias revolucionarias en la forma de gestionar la vida -con el presupuesto participativo- en la educación, en la salud. Todo parecía ir en dirección del camino que miles de seres reconocían como suyo. El camino de la participación de la mayoría. Pero, en medio del recorrido, el partido se fue separando de la base, burocratizándose, apuntando más a la vía institucional que a la organización popular y, al cabo de veinte años, era una sólida estructura con ramificaciones en los parlamentos de todos los estados, con cientos de prefecturas, algunos estados, pero perdido de su trabajo popular.
La campaña presidencial de 2002 constituyó el origen de este desajuste. Después de dos derrotas seguidas, trabajando con un programa más a la izquierda, el Partido de los Trabajadores decidió establecer una alianza con el Partido Liberal (considerado siempre de derecha) y encaminó su programa de gobierno hacia la ruta socialdemócrata. En ese desvío hacia el centro, el PT ya perdió una buena parte de sus militantes históricos. El periodo preelectoral fue de mucha discusión y disputa. Hegemonizada por la fuerza llamada de ‘articulación’, la máquina partidaria no logró girar el timón hacia la izquierda y el PT cedió en sus propuestas más radicales. El programa de gobierno, construido con los liberales, era completamente satisfactorio para la burguesía industrial nacional, para los latifundistas y para las empresas extranjeras. Lula podría ser elegido sin la posibilidad de un ‘susto socialista’. El acuerdo amansaba al PT, daba aires de izquierda al país, pero, en verdad, no cambiaba nada. Llegaba entonces la hora del PT de ser poder.
No fue sin ton ni son que los cuatro años del gobierno Lula fueron los más desmovilizantes de la historia reciente del país. En el primer año, hablando de ‘modernizar’ la vida de todos, Lula envió al Congreso Nacional una propuesta de reforma al Seguro Social. Todavía embriagados por la idea de que quien ocupaba el cargo de presidente era el ‘compañero sindicalista’, los trabajadores -en su mayoría- creyeron que la reforma era para mejorar la vida. No fue así. La reforma sirvió únicamente para legalizar y fortalecer los Fondos de Pensión que, más tarde, en el escándalo del ‘mensalão'(1), mostró a quienes servía. Muchos nombres de la cúpula del PT aparecieron como dirigentes de los fondos. Nada más fisiológico.
Ese primer embate también repercutió en los trabajadores organizados, que se dividieron. La mayor central de América Latina, la Central Unica de Trabajadores, CUT, apoyó la reforma que recortaba derechos y muchos sindicatos iniciaron un proceso de desafiliación. La promesa de tres nuevas reformas: la sindical (que da todo el poder a las Centrales); la laboral (que recorta más derechos) y la universitaria (que privatiza y desmonta la universidad pública) fue la gota de agua que contribuyó a una mayor división. Sin el apoyo de la Central, miles de trabajadores iniciaron un proceso de organización fuera del circuito del poder, creando la Coordinación Nacional de Luchas. Mientras tanto, la simbiosis entre la CUT y el gobierno llegaba a tal punto que el presidente de la Central fue corcovado para ser ministro. En muchos movimientos, la lucha se congeló debido a la decisión de varios dirigentes de ponerse del lado del gobierno y en contra de los intereses de los trabajadores. Este proceso de lucha interna de la clase trabajadora continúa hasta hoy, debilitando las luchas y fortaleciendo al gobierno que sigue firme en la implantación de su política neoliberal, que tanto gusta al imperio.
En el campo de lo social, el gobierno Lula ganó a las masas empobrecidas con los programas Hambre Cero y la Bolsa Familia que son, en verdad, respuestas insuficientes y precarias al problema de la pobreza. La transferencia de renta no es, en sí, mala. Todo lo contrario. Pero, la forma como es utilizada por el gobierno Lula sirve sólo para suscitar la ‘gratitud’ de los empobrecidos que son, actualmente, un ejército de votantes. Así, sin un trabajo de emancipación, las gentes acaban volviéndose dependientes de los recursos gubernamentales, sin ninguna posibilidad de trascendencia porque, al final, el modelo de desarrollo del país es el mismo que el que hace siglos ha impuesto la elite dominante. No hay ningún plan para superar el binomio dependencia/superexplotación que caracteriza la manera de encarar la vida económica del país. La clase dominante no quiere el encargo de ser la clase dirigente. Se siente muy bien como gerente sumisa del gran capital. Y, Lula, en la silla presidencial, aparece como un inofensivo subgerente, sin mayores arrebatos de rebeldía. Como él mismo dice, su mejor cualidad es la de la negociación. Todo puede ser negociado, inclusive la idea de un país soberano y popular.
Los candidatos
En el horizonte de las elecciones presidenciales, los candidatos designados para hacer frente al candidato Lula del PT (que está coaligado con el Partido Republicano Brasileño, PRB, y el Partido Comunista de Brasil, el PCDOB, contando con el apoyo del PL, PPS y PMDB), están en franca desventaja. Con todos los medios de información a su favor, Lula es el preferido en las encuestas de opinión. Geraldo Alkmin, del Partido de la Social Demócrata Brasileño, PSDB (que forma una extraña coalición con la derecha pura y dura, el Partido del Frente Liberal, PFL, y el Partido Popular Socialista, PPS, disidente del antiguo partido), representa lo viejo, aquello que ya fue experimentado por ocho años con Fernando Henrique Cardoso. Sus posibilidades son pequeñas, a pesar de que la burguesía del Estado de São Paulo tiene mucho poder. Lo que pasa es que Lula también está subyugado y sirve al mismo proyecto. Entonces, al momento de escoger entre el viejo desgastado y el que ya está, puede ser más cómodo dejarlo cómo está. Para usar una analogía que tanto gusta al presidente: ‘Un equipo que está ganando, no se mueve.
EL PDT, que tiene – por obra de Leonel Brizola – toda una tradición de nacionalismo, presenta como candidato a Cristóvão Buarque, que proviene de las filas del PT, habiendo sido gobernador del DF, senador y ministro, siempre bajo la bandera petista. Salió del partido en el 2005, cuando dejó de ser ministro. Por lo tanto, no representa nada nuevo. Su discurso inclinado a la socialdemocracia, pone énfasis en la educación, señalando que va a hacer lo que no pudo hacer cuando fue ministro de Lula. No es muy creíble. Los demás partidos menores como el Partido Republicano Progresista, PRP, que tiene también a una mujer como candidata, Ana Maria Rangel; el Partido Social Democratacristiano, PSDC, con José Emayel; y el Partido Social Liberal, PSL, con Luciano Bivar, compiten por difundir sus mensajes, sin mayores posibilidades de éxito.
En representación de la izquierda está la candidatura de Heloísa Helena, ex senadora petista, quien fue expulsada del PT por estar en desacuerdo con la Reforma del Seguro Social propuesta por Lula. En esa ocasión, ella se posicionó del lado de las reivindicaciones de los trabajadores, denunció lo absurdo que sería entregar la tercera edad a la iniciativa privada y votó contra el gobierno. Ella sufrió el oprobio público y fue expulsada junto con otros tres diputados federales, que también votaron contra el proyecto. Desde entonces, los expulsados y sus simpatizantes decidieron crear un nuevo partido para reorganizar la lucha que había sido desarticulada con la división de los trabajadores. Poco tiempo después se creó el PSOL, Partido del Socialismo y de la Libertad, con el cual Heloísa disputa las elecciones este año, en coalición con el Partido Socialista de los Trabajadores Unificados, el PSTU, y el partido Comunista Brasileño, el PCB.
La crítica que parte de la izquierda formula al PSOL es justamente el hecho de ser un partido nacido desde arriba hacia abajo, sin una organización surgida de la base. En realidad, el PSOL ha optado por seguir el mismo viejo camino de la institucionalidad. Disputa las elecciones antes incluso de enraizarse en la vida de la gente. Aún así, la senadora puede atraer muchos votos y eso ya se confirma con el crecimiento sistemático verificado por las encuestas de opinión. Hay quienes dicen incluso que podría haber una segunda vuelta entre Lula y Heloísa.
La falta de un movimiento rebelde
El hecho es que en este escenario está faltando un componente muy importante: la gente organizada. La política de cooptación de liderazgos laborales promovida por el gobierno Lula escindió a los trabajadores, los movimientos sociales están paralizados, no hay hoy ningún movimiento capaz de imponer una agenda más radical. Los sindicatos están, en su mayoría, apoyando al gobierno. Los pocos luchadores sociales críticos, militantes de izquierda y personas vinculadas a los movimientos populares, predican en el desierto. Todavía está muy enraizada en la gente la idea de que Lula es un hijo de la clase trabajadora y, por lo tanto, incapaz de perjudicarla. Además, hay una gran parte de los electores que están hartos de escándalos de corrupción -como el del ‘mensalão’ (en el cual el gobierno compró parlamentarios para votar a favor de la reforma del Seguro Social) o el de la mafia de las ambulancias (en el que más de 80 diputados están involucrados en el robo del dinero público)- y no van a participar en la elección. Eso significa que el porcentaje de votos blancos y nulos podría ser el mayor de la historia en un país donde es obligatorio comparecer a las urnas.
Y es en este baile de las sillas que reanudamos aquel sábado de mañana, donde banderas y pancartas son cargadas por gente que, la mayoría de las veces, sólo está ganando un dinero o trabaja directamente con el candidato en cuestión. No se ve aquella militancia aguerrida, típica de los años 80 y 90, de gente que cargaba más que una bandera. Llevaba un sueño de un gobierno popular. Ese gobierno no llegó y los movimientos están quebrantados. Por otro lado, aquellos que todavía se permiten perseguir el sueño socialista, y son la resistencia, están arando la tierra. Quizás sea hora de remover la tierra y sembrar. Las semillas brotarán, porque no es posible que Brasil quede fuera de esta ola gigantesca que se viene levantando en los Andes y en los países del norte de ‘nuestra América’.
1) NDLR.- Escándalo en el gobierno de Lula por la compra de votos a los parlamentarios para aprobar las reformas de la Seguridad Social, por medio de mesadas entre el 2005 y 2006.
* Elaine Tavares es periodista de OLA/UFSC. OLA es un proyecto de observación y análisis de las luchas populares en América Latina.