Los ciclos en que se mueve la literatura son causa de perpetuo asombro. Stendhal tenía la certidumbre que su nombre desaparecería de la actualidad literaria para reaparecer después. «Seré leído en 1936», dijo un siglo antes. Así fue. Tras un olvido de decenios retornó con fuerza en nuestra era. Algo similar ocurrió con Shakespeare quien, […]
Los ciclos en que se mueve la literatura son causa de perpetuo asombro. Stendhal tenía la certidumbre que su nombre desaparecería de la actualidad literaria para reaparecer después. «Seré leído en 1936», dijo un siglo antes. Así fue. Tras un olvido de decenios retornó con fuerza en nuestra era. Algo similar ocurrió con Shakespeare quien, tras ser un autor de moda en el siglo XVI, se eclipsó por completo durante dos centurias para ser redescubierto en el siglo XIX.
Marcel Proust nunca ha desaparecido de la vida literaria. Pese a haber sido rechazado por André Gide, quien desechó su obra y se negó a publicarla en Gallimard, logró alcanzar el reconocimiento de su tiempo en su breve vida. Rechazado por su padre –de fuerte personalidad, profesor de la Facultad de Medicina y miembro de la Academia, Inspector General de Salubridad–, consentido por una madre mimosa y permisiva, Proust era un neurótico. Padecía asma, probablemente de origen sicosomático.
En la última parte de su vida, tras la muerte de su madre, se encerró en una habitación con paredes de corcho para aislarse de ruidos exteriores. Ese espacio estaba siempre regado con sahumerios e inhalaciones para aliviar sus atribuladas vías respiratorias. Su enfermiza naturaleza lo inclinó a una vida protegida, aunque se entregaba a los fastos del abolengo y a los agasajos del linaje.
Proust vivió en un país que se enriquecía rápidamente tras el desastre de la derrota ante Alemania en 1871. El Segundo Imperio había asentado las bases para una progresiva industrialización. Tras los avances revolucionarios y las guerras napoleónicas, tras el retorno del absolutismo y el apogeo de la nueva burguesía, los ímpetus elitistas y los afanes aristocratizantes, creaban cenáculos de iniciados, círculos de cerrado esnobismo a los cuales era necesario ascender si se quería alcanzar trascendencia social. Proust fue atormentado por esta movilidad de clases.
Su origen judío, en una época en que Francia se sumió en el antisemitismo del affaire Dreyfuss, era un obstáculo a superar. Proust fue un escalador social, siempre quiso ascender dentro de la elite a la que pertenecía por nacimiento. El barón de Charlus y la duquesa de Guermantes son caracteres que emergieron de esas experiencias.
Hay dos rasgos de carácter que son contemplados por sus biógrafos: el esnobismo y la homosexualidad. Su rica y culta familia judía, emparentada con Henri Bergson, siempre lo amparó de las vicisitudes de la vida ordinaria. Desde muy joven dio señales de su homosexualismo. Su padre lo envió a un burdel, en un intento para frenar esas tendencias, y la experiencia fue desastrosa. Tuvo muchos amantes. El más conocido es el compositor Reynaldo Hahn, pero también tuvo relaciones con su chofer Alfredo Agostinelli y con Jacques Bizet, el hijo de George Bizet, autor de la ópera «Carmen». Como «voyeur», frecuentaba casas de mancebía para presenciar, sin participación, actos amatorios entre homosexuales. Su inmadurez le hacia ser inconstante: variaba de compañero cada año. Pese a todos sus problemas de salud, y de personalidad, logró la meta que se propuso: usar su memoria como un ánfora que custodiase los «olores, sonidos, climas y proyectos» de cada hora transcurrida.
Su mentalidad analítica, sus finos poderes de observación, le permitieron que registrara para la historia los trotes y andanzas de una clase social que emergía orgullosa de sus brillos, arrogante por su nueva eminencia. Su galería de tipos dejó un testimonio histórico de un instante de la historia en que Francia llegaba al cenit tras cuatro decenios de opulencia creciente. Fue ese el tiempo donde maduró el impresionismo, la poesía maldita, se incubó el surrealismo y nuevas maneras más audaces de expresión artística. Fue el período de ascenso de las ambiciones colonialistas y de la rivalidad franco germana.
Proust lo vivió de la manera en que debe hacerlo un novelista: absorbiendo las vivencias de cada día en una sociedad grávida de cambios, vibrante por su potencialidad; expresando sus percepciones de manera trascendente con una voluntad de estilo y una ansiedad vehemente de comunicación.
El recluso insigne, el asmático feraz, el señorito de sociedad evocador dejó una obra monumental que aún nos sirve para reconstruir una época y vivir junto a él los saraos elegantes de una sociedad que se hundía, sin percatarse, en una guerra horrible y el fin de una clase.