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Reseña del libro de Gregorio Morán "El cura y los mandarines"

El flagelo y la pluma: La metamorfosis de la intelectualidad antifranquista (1962-1996)

Fuentes: Rebelión

A propósito de libro de Gregorio Morán. El cura y los mandarines. Historia no oficial del Bosque de los Letrados. Cultura y política en España, 1962-1996. Madrid: Akal, 2014, 826 págs.

1.-Un tema apasionante: el cambio de ideas y posiciones de la elite intelectual

Tan propio de la condición humana es equivocarse (errare humanum est) como cambiar de perspectiva, porque la encarnación individual de lo humano no responde a una esencia perenne y oculta, sino a una historia que fabrica subjetividades en el curso de los cambiantes vínculos sociales y las relaciones de poder que atraviesan todo itinerario vital. Como es sabido, parafraseando el aforismo ya clásico, no hacemos la historia como queremos sino como podemos. En cambio, el autor de este libro, a pesar de su antigua militancia comunista, parece ignorar ese aserto marxiano, y narra los muchos avatares y giros del campo intelectual español entre 1962 y 1996 como un mero y tormentoso aglomerado de ambiciones, frustraciones y traiciones. En efecto, Gregorio Morán, célebre periodista-investigador, autor de obras de merecida fama y polémica asegurada [1] , partiendo de una pregunta muy pertinente (¿qué ocurrió para que las principales figuras culturales antifranquistas de los años sesenta fueran haciéndose cada vez más conservadoras hasta institucionalizarse?) (p. 13), afronta la respuesta valiéndose de un aparato metodológico insuficiente e inapropiado, que tiende a mezclar y confundir la crítica con el improperio, sin atender al postulado metodológico según el cual las razones subjetivas de los protagonistas (o lo que él interpreta sobre las mismas) tienen que ver con regularidades y resortes sociohistóricos que podrían ayudarnos a comprender mejor el cambio y la continuidad, objetivo último y siempre buscado por todo análisis histórico solvente.

No es una novedad, evocando a G. Debord, que vivimos en una sociedad del espectáculo como escaparate envolvente de una cultura mercantilizada, dentro de la que el llamado periodismo de investigación ha alcanzado cotas de sensacionalismo y de encarnizamiento con sus presas que a veces, hasta en los ejemplos más serios, hacen difícil distinguir el grano de la paja. En el caso que comentamos, el grano es la mucha y variada erudición y extensa información que atesora y proporciona la obra de Gregorio Morán [2] , mientras que la paja reina y menudea en el gusto por el chascarrillo y el afán un tanto obsceno por adentrarse en las vidas y milagros del frondoso bosque de los letrados españoles entre 1962 y 1996. Si, por añadidura, el mundo literario se pasa por el cedazo, como así ocurre, de las inmaculadas ideas políticas y las exigentes concepciones morales de uno mismo, el resultado es que hay materia para sacudir leña inmisericordemente en casi todas las direcciones. En efecto, nuestro autor, erigido en trasunto de Wu Jingzi (1701-1754), «el maestro del árbol de la Literatura», narrador de Los mandarines. Historia del bosque de los letrados [3] , pretende emular la demoledora sátira del novelista chino lanzando dardos envenados contra las gentes de letras encumbradas gracias, en parte, a sus reverencias y silencios respecto al poder. Siguiendo esa inspirada huella (desde el título es notoria), Gregorio Morán no duda en propinar incesantes zurriagazos a diestra y siniestra, tomando como paradigma y centro de gravedad de una generación (la que comparece en 1962) al «cura» (Jesús Aguirre, primero sacerdote antifranquista y finalmente, con el advenimiento de la democracia, laico complaciente y célebre esposo de la duquesa de Alba) y al mandarinato circundante [4] .

En fin, en esta primera aproximación, cabe decir que el empleo reiterativo y asaz cruel del flagelo no garantiza el valor crítico de un ensayo y, a la postre, puede desvanecer algunos de los indubitables méritos de una labor que acarrea una copiosa y a veces relevante cantidad de datos. La cuestión, en el fondo, reside en dar respuesta adecuada al problema que se plantea: el papel de los intelectuales ante el franquismo, la transición y la democracia, en tanto que miembros y ecos vivientes de una comunidad cultural, moral y política con intereses, trayectorias y horizontes comunes y divergentes. Ciertamente, ese problema remite a otro de más amplio calado cual es la relación entre la cultura, el Estado y las mutaciones sociales estructurales en una determinada coyuntura histórica. Y, por ende, tal asunto nos invita a contemplar el objeto (los intelectuales) como sujeto colectivo producto de la interacción entre el mundo circundante y las prácticas individuales de sus componentes, las cuales deberían ser captadas y explayadas a través de la lente de alguna teoría de la acción, que el libro de Gregorio Morán evita o ignora, a no ser que por tal se entienda la rotación sin pausa de un vano carrusel de motivaciones subjetivas casi siempre mezquinas e inconfesables.

 

2.-El entramado de contenidos de un bosque frondoso: who´s who en la literatura española

Un libro de 826 páginas es una especie cada vez menos frecuentada y escasamente editable en el panorama cultural español de nuestro tiempo. Sin embargo, en esta ocasión se hace posible la excepción porque, dada la marejada de fondo habida antes de su publicación, el impacto y éxito editorial pueden aventurarse como asegurados. Más aún si se considera que, cualquier persona ansiosa de escudriñar el pasado de famosos ejemplares del bosque de los letrados, puede deambular por el libro sin necesidad de leerlo en su totalidad, gracias al anexo onomástico que facilita el curioseo sobre lo que se afirma (a menudo en forma de atribución ad hominem) de mengano o fulano. No existe, en cambio, una bibliografía final ni una recopilación de fuentes indicativas sobre las pruebas que hilvanan el discurso, que, no obstante, a veces figuran en disposición no sistemática e irregular como notas a pie de página o en el interior del propio texto narrativo. Todo ello quizás como tributo inevitable a un periodismo de agitación, género que se adecua como un guante a la denuncia breve y contundente de un artículo periodístico, pero que puede resultar creación un tanto indigesta en un ensayo de tal magnitud y de intención tan ambiciosa.

La trama discursiva se articula en torno a cinco grandes partes y treinta y cuatro capítulos, cuyo centro de gravedad gira alrededor de la generación de escritores emergentes en 1962 (año de publicación de Tiempo de silencio de Martín-Santos) y la evolución de sus itinerarios vitales, sus obras y sus pompas en relación con las circunstancia políticas que van del franquismo de los sesenta a la feliz gobernación socialista del llamado «gobierno largo» (1982-1996) de Felipe González. Cada parte se fija en un segmento cronológico-político significativo (el franquismo de los sesenta ocupa tres momentos clave, 1962, 1964, 1969, la Transición y el socialismo en el poder se reparten las otras dos grandes porciones). Y en todas ellas, en algún capítulo, comparece, a modo de hilo conductor de la narración, los devaneos del «cura», esto es, los afanes del presbítero santanderino Jesús Aguirre, antifranquista trasmutado al final en duque consorte de Alba y académico de postín. Trayectoria disparatada y supuestamente ejemplar de las metamorfosis sufridas por sus coetáneos del gremio de la pluma, que actuarían, salvo pocas excepciones, cual satélites orbitando en derredor de las diversas encarnaciones históricas del poder. Lo cierto y verdad es que las reiteradas apariciones de Aguirre en el texto, muchas veces valiosas y siempre sabrosas en sí mismas, se nos antojan a veces un tanto forzadas y, desde luego, carentes de la vis dramática que podría dar viveza al relato y tensión a la urdimbre total del libro [5] . Predomina en este la técnica acumulativa, la descripción de detalles (a veces de intimidades y juicios de intención poco dignos de ser tratados) y la mezcla heteróclita de información política, personal y cultural. En conjunto, no obstante, el tono prevalente de la obra pertenece al propio de la crítica literaria de carácter histórico, aunque ribeteada de tesis políticas y juicios de valor, mayoritariamente muy negativos, sobre el colectivo de los intelectuales dedicados a la producción literaria [6] .

La primera parte (El descubrimiento del mundo hacia 1962) establece una divisoria de aguas en esa fecha, «un año que concentra historia» (p. 37), que considera fundacional de la emergente generación literaria dentro de un contexto marcado por el «Contubernio de Múnich», las movilizaciones mineras asturianas, el nuevo Gobierno, etc. Un trasfondo político y del mundo cultural en el que crece una colectividad intelectual cada vez más ajena a los propósitos de régimen franquista [7] . En esta inicial prospección, se dibuja el sustrato educativo y los nutrientes ideológicos (entre antiguos falangistas, católicos y curas anda el juego) del grupo que empieza a despuntar por entonces y dentro del que ya se destaca la figura de Jesús Aguirre, planta de su tiempo cultivada en el humus de la microsociedad santanderina de su niñez y juventud, donde se dieron cita un conjunto de circunstancias peculiares que convierten a la ciudad en una excepción cultural y al Seminario de Comillas en un auténtico semillero de lo que en su día llamamos «curas Pacos», servidores de Dios desafectos al régimen franquista tras una amarga travesía desde el nacionalcatolicismo a la nueva teología política [8] . Le asiste toda la razón a Morán cuando, visto lo visto que sucede en Santander, postula la oportunidad de emprender un estudio del franquismo a través de la vida local y de los gobernadores civiles, verdaderos virreyes de la época. Pero más allá de la singularidad cántabra, Morán se esfuerza en esta primera parte por trazar un retrato colectivo de los intelectuales del 62 (tales como Martín-Santos, Benet, Sacristán, Castilla del Pino, Sánchez Ferlosio, Pradera, el mismo Aguirre y otros): «Talento, arrogancia, soberbia intelectual, inseguridad social, soledad depresiva, autosuficiencia, aislamiento, enfrentamiento sin rupturas con la tradición familiar…» (p. 19). Nacida en un erial cultural, desarrollada en un invernadero, pudorosa con su pasado, extremosa en su radicalidad antifranquista en los años sesenta y posteriormente víctimas de un giro hacia las mieles del poder institucional y los embelecos de planteamientos conservadores. Este retrato colectivo no incluye un análisis más sutil de las reglas implícitas del campo intelectual, donde a la sazón el filósofo J. L. Aranguren oficiaba como una suerte de nudo central de la corriente dominante [9] .

La segunda parte (Cuando la paz empezó a llamarse Franco), tampoco supera la pincelada colorista, el trazo grueso y el desfile de celebridades literarias dispuestas al engaño o a la exaltación retórica de la revolución. Muerto Martín-Santos, uno de los pocos que salva Morán de su particular purgatorio, ahora la fecha crítica sería 1964, en la que se inventan los fastos de los XXV años de Paz, jalón propagandístico del inefable Fraga Iribarne y su Ministerio de Información y Turismo, cuya trascendencia en el imaginario colectivo de los españoles de entonces Morán estima muy destacada y a la vez poco subrayada por la historiografía. Ciertamente, la estrategia consistía en convertir a Franco en arquitecto de la paz para lo cual se intentaba imprimir en la retina de los españoles, a través del NO-DO, TVE y la prensa, la imagen de Franco como bondadoso anciano, que vestido de civil se deleita gozando de la vida familiar de un inofensivo abuelo. Un venerable abuelo capaz de hazañas cinegéticas y ominosas ejecuciones como la de Grimau, manteniendo férreamente las esencias del régimen. En ese contexto, sitúa el autor las muchas colaboraciones o silencios [10] del mandarinato cultural de los años sesenta, presididos por figuras como Cela (véase el vitriólico capítulo dedicado a «La creación de Don Camilo») o la nueva camada de intelectuales ultrarradicales que, procedentes del seno de la Iglesia católica y los aledaños del régimen, recalan en formaciones como el Frente de Liberación Popular, organización que será blanco preferido de las mofas y befas de Morán [11] . Sea como fuere, en esos años del Concilio Vaticano II, una parte de los católicos, entre ellos Jesús Aguirre, se convierten en antifranquistas y se abre una espita al diálogo con los marxistas. Así, más allá de la frivolidad de ciertos cambios subjetivos de determinadas personas, hay un fenómeno sociológico merced al cual las bases del régimen y sus formas de legitimación, pese a la complicidad o la cobardía de unos y otros, están transformándose de manera evidente durante los años sesenta. El sarampión guevarista y las diversas maneras de encarnar el afán revolucionario de los intelectuales, pese a lo que se sugiere en esta obra, no es excepcionalidad española. Y, desde luego, el cometido del investigador social es tratar de averiguar por qué, más allá de las peculiaridades de los protagonistas, subyacen regularidades de carácter causal. Y el viraje de una parte de la población educada entre las clases medias ilustradas y en el seno del catolicismo es una de esas regularidades que es preciso comprender más allá de las ambiciones o frustraciones de los personajes que pululan en la obra de Morán.

La tercera parte (La gallina ciega) toma como título y motivo un relato de Max Aub enhebrado después de treinta años de exilio cuando regresa a España por primera vez. El año crítico aquí es 1969 y el Estado de excepción que siguió al asesinato del estudiante Enrique Ruano, hijo espiritual del entonces todavía Padre Aguirre. Destaca, con razón, la importancia de año como expresión de las limitaciones aperturistas del régimen y muestra de las miserias de la propia cultura española. En realidad, la tragedia de Ruano se acompaña de otras carencias más persistentes, en especial la fragilidad de la cultura generada por los intelectuales antifranquistas (por ejemplo, el descubrimiento de los nueve novísimos o la comparecencia literaria de usos múltiples de Vázquez Montalbán). De nuevo, el dardo envenenado se clava en la piel de lo más granado del aparato intelectual (salvo excepciones como J. Goytissolo o M. Sacristán), acusando a sus miembros de haber olvidado la cultura del exilio: «el exilio será la asignatura imposible de la cultura española» (p. 454). La reivindicación de la cultura del exilio, encarnada en M. Aub, actúa de leitmotiv de este capítulo, que muestra las extravagancias y bajas pasiones de una buena parte del gremio de los habitantes del bosque de los letrados del franquismo. Desde luego, nada más lejos de nuestra intención que rebajar el peso de la tradición cultural del exilio, pero su presentación sub specie aeternitatis, inmaculada y pura (y sin conflictos) oculta más que desvela lo que realmente fue la intelectualidad de la España peregrina. Ciertamente, es absurdo suponer que, a la altura de 1969, la España de Franco era un páramo literario y cultural, por más que entonces y ahora, como se postulaba en la ley franquista sobre los latifundios, todo fuera manifiestamente mejorable [12] .

En las dos últimas partes del libro (Cultura en Transición y La inteligencia y el poder socialista) se dibuja el devenir del bosque de los letrados hacia una posición acomodaticia y conservadora. Según nuestro autor, durante la década de los setenta empezaría a observarse, en aquella generación emergente en 1962, un viraje paulatino desde el ultrarradicalismo revolucionario hacia posiciones más templadas. Sin embargo, en esos años (en los que varían muchas de las fidelidades hacia el marxismo, especialmente entre la intelectualidad francesa de la que fuimos fieles devotos) todavía en España existiría un gran dinamismo manifiesto en el boom de publicaciones y revistas periódicas, que Morán se para en examinar con un cierto detalle y mucho interés (desde Sistema a Zona Abierta, o El Viejo Topo, Negaciones, El Cárabo, Teoría y Práctica, Materiales, y otras muchas). En la segunda mitad de los setenta, en paralelo a la Transición política, asistimos a esa confusa y contradictoria explosión de publicaciones, que denotan la supervivencia del radicalismo ingenuo de antaño pero también la confusión reinante entre las elites intelectuales, en principio, muy desorientadas y luego cada vez más dispuestas a colaborar con el modelo de transición hacia la democracia, en suma, con lo que, como es sabido, Morán considera una estafa cocinada desde las alturas del poder establecido. Para él, el ejemplo por excelencia de todas las confusiones será «El País como parodia de intelectual colectivo», título de uno de los capítulos de la cuarta parte. El otro es, sin duda, el casamiento de Jesús Aguirre con la duquesa de Alba en 1978, a quien llega a conocer siendo Director General de Música y Teatro en el Gobierno de la UCD. Así pues, la derivación conservadora e institucional era ya evidente antes de que el acceso al gobierno del PSOE encastrara aún más a los intelectuales en las cúspides del poder. Precisamente de este asunto se trata en los capítulos de la última parte donde, se establece un discutible parangón entre la gobernación socialista y la «dialéctica de la Ilustración» [13] . Destaca, en este memorial de fracasos y agravios, la conversión de la cultura en un espectáculo subvencionado y en una suerte de exposición permanente (esta parte se inicia con el relato de la exposición conmemorativa sobre el reinado de Carlos III) y una inacabable fiesta mundana a la que se unen sin rubor los intelectuales que otrora batallaron en otras lides más dignas. Aquí las acusaciones e imputaciones a los miembros del boque letrado son de agresividad indisimulada, empezando por las desventuras de la parte final de la vida de Aguirre, ya duque, y prosiguiendo con el rosario de chanzas que vierte acerca de las cualidades de los sucesivos directores y miembros de la academias (entre ellas las descalificaciones sobre García de la Concha, motivo que desatara el casus belli con la editorial Planeta). De todo este lodazal Morán salva a unos pocos nombres, una suerte de derrotados que moralmente vencieron a su época, entre los que descuella la figura del filósofo Manuel Sacristán (al que dedica todo un capítulo). Al final, el balance de esta época sería sumamente desazonante: una clase intelectual progresivamente enfeudada con el poder, más conservadora y cada vez más atenta a las nuevas expectativas de un próximo reinado de la derecha. La traca de sucesos de todo tipo que circunda la Expo 92 sería como la fanfarria que despide a toda una generación que, como el propio Jesús Aguirre, desaparecerá de la escena, sumida en la depresión y la degradación.

 

3.-La añoranza del método, el triunfo de la melancolía y la metamorfosis de la función intelectual

Llegados aquí, con la lengua fuera y la respiración un tanto convulsa tras 826 páginas de lectura y toma de notas durante una buena porción de días, nos queda el sabor agridulce de haber frecuentado la compañía de un libro sugerente por su tema y por la copiosa información que aporta, pero en cierto modo fallido por la endeble desnudez de su marco interpretativo. Al final, nos invade una suerte de añoranza de un método distinto, que podría haber dado mucho más juego explicativo al caudaloso surtidor de datos ofrecido por el autor. Sin duda, ello habría conducido a una criatura cultural muy diferente.

Como es bien sabido, A. Gramsci advertía de que todo ser humano, por el hecho de usar su capacidad mental, puede tildarse de «intelectual», pero no todos los humanos desempeñan una «función intelectual». Tal función es una resultante de un largo y complicado proceso histórico de división del trabajo y de configuración del entramado de relaciones entre el Estado y la sociedad civil. El intelectual moderno surgiría al tiempo que se desarrolla la esfera pública (Öffentlichkeit), esto es, un espacio libre y deliberativo, con los salones ilustrados, el mundo editorial privado, los cafés, la prensa, etc., constituidos al margen de los dictados de las cortes reales del absolutismo. Así es como la esfera pública crea un universo para el ejercicio de la autonomía que, siendo en su origen de marcado acento burgués, pasa a convertirse hoy en precondición de una democracia avanzada [14] . Por lo demás, cualquier indagación sobre las actitudes y prácticas de los intelectuales ha de concebirse como un campo de fuerzas que pugnan por la obtención de diversas formas de capital (económico, social y cultural) y reconocimiento dentro del que, utilizando el discurso teórico de Pierre Bourdieu, los protagonistas son portadores de un habitus, esto es, un conjunto de disposiciones infraconscientes que estructuran su acción conforme a las posiciones que cada cual ocupa en el espacio social [15] .

Ciertamente, al lado del déficit teórico, también se echa en falta una comprensión histórica y comparativa del mundo intelectual, de modo que el caso de los literatos españoles (cuya especificidad nadie niega, singularidad acentuada por la «anomalía» franquista) no se reduzca a una suerte de muestrario de colección de especies autóctonas movidas por pasiones inconfesables y desconectadas de fenómenos sociales de más amplio radio. Y precisamente, en cuanto a las metamorfosis subjetivas, quizás venga a cuento recordar que el movimiento pendular entre el compromiso y la retirada ha constituido un rasgo definidor del campo intelectual en su devenir [16] , al menos desde el affaire Dreyfus, momento fundacional y estelar del intelectual-denuncia portador de lo «universal», que hoy, y a partir de los años setenta, hace aguas. Por lo tanto, el campo literario español entre 1962 y 1996 está atravesado por configuraciones y anudamientos móviles que no dejan de tener una relación compleja (con un cierto décalage temporal) con las reglas más generales de la mencionada «función intelectual» en el capitalismo tardío. En los países occidentales y especialmente en Francia, fanal y manantial durante franquismo de todos los ismos hispanos [17] , los años setenta suponen un viraje del intelectual crítico, dominante hasta entonces, hacia un anticomunismo que acaba desembocando, en la década posterior, en una hegemonía del discurso ideológico neoliberal, lecho en el que acaban yaciendo no pocos sueños de los antaño más virulentos marxistas [18] .

En cierto modo, la pregunta de Gregorio Morán acerca de la deriva conservadora de los intelectuales españoles del 62 posee relevancia intrínseca, pero su respuesta resulta imposible exclusivamente dentro de unas coordenadas nacionales endógenas, por más que el franquismo constituya una anormalidad que comporta indudables matices propios en comparación con la tónica más general del mundo occidental. En realidad, a escala internacional, lo que Enzo Traverso denomina «la défaite de la pensée critique» [19] y la correspondiente desilusión acerca de las posibilidades de cambiar el mundo se remontan a la segunda mitad de los setenta y se reafirman a raíz de la caída del muro de Berlín y el bicentenario de la Revolución Francesa en 1989. En esa divisoria de aguas se acabó de perder la inocencia acerca de la experiencia del socialismo real, pero la sombra de complicidad ha pesado como una losa en una buena parte de los intelectuales de izquierda, herederos, en la posguerra, de la lucha contra el fascismo en los años treinta y durante la Segunda Guerra Mundial [20] . Tony Judt ha dedicado parte de su obra más combativa a denunciar la responsabilidad de los intelectuales respecto a la «cámara de los horrores del siglo XX», merced, dice, a una atracción fatal por el comunismo incluso en su versión estalinista [21] . Probablemente la cuestión es mucho más compleja y sutil de lo que sugiere el propio historiador británico obsesionado, como toda la corriente neoconservadora pese a pertenecer él a otra familia ideológica, por estigmatizar los restos del «pensamiento 68» y la frivolidad de la intelectualidad francesa. Sin duda, si hoy viviera, quizás le preocupara el nuevo ciclo histórico y de pensamiento crítico que se abre en el tránsito de un siglo a otro y se agudiza con la crisis económica iniciada a finales de 2007 [22] . En una palabra, los escarceos intelectuales en los países de capitalismo tardío hay que situarlos en la onda larga de los grandes ciclos históricos, en la que España se inserta con ciertos desajustes temporales, que se abren en los años setenta (derrota de la clase obrera, aparición de la «gran divergencia» de rentas, crisis del Estado de bienestar, hundimiento del socialismo real, reconfiguración tecnológica del mundo, dominio del «capitalismo cognitivo», etc.) y que acaban transformando de raíz el peso del capital cultural dentro de la nueva sociedad. Hoy, pasada la resaca de ese gran ajuste neoliberal, el nuevo capitalismo, necesitado de formas de creación de valor cada vez más inmateriales y basadas en el conocimiento, genera su propio ejército laboral-intelectual en forma de «cognitariado». En la época del capitalismo cognitivo es preciso considerar a este proletariado del conocimiento de la era de totalcapitalismo como un sujeto colectivo en construcción [23] . Una inmensa masa de trabajadores cualificados y en condiciones laborales precarias, de nuevos intelectuales que en nada se parecen por su función y posición a la vieja elite. Esas nuevas masas ilustradas contienen encriptado el secreto del futuro de nuestras sociedades, porque albergan la posibilidad, que no la garantía, de una nueva función intelectual en la esfera pública (a la que también pertenece Internet), fundada ahora sobre la capacidad colectiva de su inteligencia y la fuerza transformadora del conocimiento compartido. Síntomas hay, aunque ninguna seguridad, de que podrían, en concierto con otros grupos sociales subalternos, llegar a constituirse en una nueva apuesta por el cambio social, que nada tendría que ver con las ensoñaciones de las viejas especies de los elitistas bosques de los letrados.

Finalmente, el libro resucita el recurrente tema polémico acerca de hasta qué punto hubo continuidad o cambio en la producción cultural de franquismo, y cómo fue el ritmo (las correspondencias y discordancias con otros espacios culturales) y, en suma, los ciclos evolutivos del mundo intelectual español de entonces. Además nos proporciona información, con una descripción a mansalva de las apetencias y pasiones de sus protagonistas, sobre las alteraciones y percepciones del campo intelectual y sus relaciones con los campos de poder en el lapso comprendido entre el franquismo y el «gobierno largo socialista». Como ejercicio de denuncia, salvando las advertencias y reservas críticas que ya hemos hecho, valga. Pero la cuestión, más allá de la denuncia, la melancolía o el desapego que nos pueda producir la historia de nuestro pasado intelectual, va de otra cosa: de la imposible nostalgia de lo que no fue y pudo haber sido.

Salamanca, 13 de enero de 2015



[1] Fama y escándalo suelen representar la cara y el envés de sus obras más conocidas. Entre ellas cabe citar, por su indudable interés iconoclasta y su vecindad a temas y situaciones también abordadas ahora, El maestro en el erial. Ortega y Gasset y la cultura del franquismo (Barcelona: Tusquets, 1998). Desde luego, ninguna alcanzó tanta polvareda mediática como la que aquí comentamos, que, al final, fue vetada por la editorial Planeta por unas páginas referidas a Víctor García de la Concha, entonces director la Real Academia de la Lengua (el autor explica el affaire en el prólogo). Ello dio la oportunidad de que Akal se hiciera cargo de la edición, que ya iba por la segunda tirada en diciembre de 2014 a poco de haber salido a la luz.

[2] El autor es hombre de formación muy amplia, en buena parte autodidacta y nada convencional, al margen de las instituciones y muy vinculada al mundo de la cultura literaria. Hasta tal punto es así, que tiende a confundir el todo (la «cultura») con la parte (la literatura). De ahí que su libro principalmente pueda adscribirse al género de la crítica literaria, aunque muy salpicado de incursiones en los devaneos de la vida política y en las esferas del poder.

[3] Esta excelente novela china del siglo XVIII, editada en español por Seix Barral en 1991, es muy recomendable por diversos motivos, entre otros como fuente iluminadora para el estudio del sistema de elites basado en el examen y la meritocracia, consustancial al Estado imperial chino, que, carente de una encumbrada minoría clerical justificadora del poder o de los juristas al estilo del absolutismo europeo, recurre al mandarinato como una peculiar «nobleza de Estado», fundada en la acumulación de un saber ritual vinculado a la escritura.

[4] El tema del mandarinato ha gozado de abundante cultivo literario y científico. El mismo Morán se refiere (pp. 62 y 653) a la novela de Simone de Beuavoir de 1954 (Los mandarines), a la huella del ya citado Wu Jingzi y a lo que denomina «texto insólito» (p. 22), novela «perplejante y temeraria» (p.780) de Miguel Espinosa (Escuela de mandarines, 1974). Insólito, en efecto, y espléndido relato. Los elogios a M. Espinosa, gran escritor, se nos antojan un tanto avaros y su envío tipológico a la categoría de los «raros» y promesas por realizar nos parecen poco sutiles. La influencia del dieciochesco novelista chino afecta casi solo al título. Sin embargo, omite y elude el rico potencial de conceptos propios del campo semántico del mandarinato, cuyo poder explicativo se remonta al menos a las magníficas indagaciones de Max Weber sobre la cultura de los literatos chinos (véase «Los literatos chinos», en Ensayos de sociología contemporánea (II), Barcelona: Planeta Agostini, 1985, pp. 203-241), donde se caracteriza un Estado burocrático patrimonial a través de la elite de los letrados. En ella se superpone, merced al suplicio de los exámenes, la habilidad técnica del experto y la dimensión carismática del alto gobernante al servicio del emperador. Todavía debemos traer a colación la interesantísima obra de Fritz K. Ringer, El ocaso de los mandarines alemanes. La comunidad académica alemana, 1890-1933. Barcelona: Pomares, 1995, que relata cómo, más allá de vida y milagros de cada personaje, la neutralidad valorativa de la cúspide universitaria alemana benefició la ascensión del nazismo. Desde luego los viejos y nuevos mandarinatos merecen un estudio basado en la teoría de los campos, a semejanza de la propuesta por Pierre Bourdieu en obras como Homo academicus (1984) o Noblesse d´État (1989), cuyo manejo, a buen seguro, habrían enriquecido el texto de Morán atenuando la inflación subjetivista que exhala todo su trabajo. 

[5] El relato de Manuel Vicent, Aguirre, el magnífico (Madrid: Alfaguara, 2011), en cambio, ofrece un cuadro ágil, gracioso y muy expresivo del esperpento en que se convirtió la portentosa figura del cura-intelectual travestido en duque-académico. Sin duda, en la ficción son legítimos artefactos y convenciones que deben estar excluidos del ensayo crítico.

[6] Los intelectuales dedicados a la literatura son la especie que predomina en el bosque letrado de Morán, aunque se toca el influjo de filósofos como J. L. Aranguren. Por lo demás, compartimos más de uno de los análisis políticos y las aseveraciones extremadamente incisivas con algunos intelectuales, que deben y merecen hacerse públicos en una democracia. Claro que va mucha distancia entre las valoraciones críticas de la vida pública y la consiguiente responsabilidad política de cada cual, o el internamiento en facetas de la vida personal (sexo, alcohol y cosas por el estilo) más que impertinentes.

[7] Habitualmente los historiadores en general y los de la cultura en particular suelen señalar como punto de no retorno el año 1956, en el que, tras las movilizaciones estudiantiles, se avizora la incorporación de los hijos de los que ganaron la guerra a las filas del antifranquismo político. Jordi Gracia, discípulo de José Carlos Mainer con quien ha contribuido a fundar el canon de la historiografía de la historia de la literatura (véase la Historia de la literatura española, en la editorial Crítica coordinada por su maestro), y situado en los antípodas de Morán, en su libro La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España (Barcelona: Anagrama, 2004), emplea el calificativo de «quidenio negro» para los quince años que siguen a la guerra civil, lo que sugiere que desde mediados de los cincuenta en el «erial» de posguerra comparecen «formas sutiles de resistencia» (p. 30). Claro que para G. Morán ese tipo de «resistencia silenciosa» a la que alude Gracia sería más bien «complicidad tácita con el crimen» (p.233). En cualquier caso, J. Gracia en el volumen 7 de la Historia de la literatura española ya citada apuesta por marcar los cincuenta como origen de un proceso de modernización que madura claramente antes de la muerte de Franco.

No obstante, más allá de una fecha concreta, sea 1956 o 1962, el cambio cultural y el reemplazo generacional obedecen a una profunda mutación estructural que se hará muy evidente en los años 60. Morán parece apostar por una suerte de generación del 62, que tendría su punto más alto en Tiempo de silencio de Martín-Santos. Todo ello pesar de que en su libro despotrica contra los oportunistas inventores de las generaciones del 98 (Azorín) o del 27 (Dámaso Alonso). ¿Acaso no es también un artificio hablar del 62?

[8] Empleamos el término en una reseña (Historia y Memoria de la educación, nº 1, 2015) del excelente y sintomático libro de memorias del cura santanderino, amigo de Jesús Aguirre y que, como él, finalmente intercambió el sacramento sacerdotal por el matrimonial y el cultivo de las letras. Nos referimos a Francisco Pérez Gutiérrez, Adiós a las almas (Santander: Bahía, 2012), donde se refleja perfectamente el microclima religioso y político de una ciudad de provincias, texto que quizás Morán no mencione porque al darse a conocer ya tenía terminada y compuesta su obra. Por otro lado, debe llamarse la atención de la «pista alemana», la nueva teología política sostenida por J. B. Metz y otros, que alimentó la educación germana de parte sustantiva de la elite católica antifranquista.

[9] El análisis se esfuma y enreda en la faramalla de los muchos «secretos» y miserias personales de cada quisque, quedando a la espera de que alguien, como hizo Francisco Vázquez con la disciplina filosófica (La Filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica, 1963-1990. Madrid: Abada, 2009), emprenda alguna vez un estudio del «campo literario» aplicando categorías sociológicas e históricas relevantes. De lo contrario, el «bosque de los letrados» permanecerá como una insondable selva de egos. El historiador norteamericano Michael Siedman, paradigma de una clase de historia social basada en un extremo individualismo epistemológico, consecuentemente con su marco teórico bautizó un libro suyo como Republic of Egos. A Social History of the Spanish Civil War (2002), cuyo título fue malamente traducido-reintrepretado en la versión española (A ras de suelo. Historia social de la república durante la Guerra Civil. Madrid: Alianza, 2003).

[10] Frente a la ya mencionada idea de la existencia de una «resistencia silenciosa» (en citado libro de Gracia, 2004), Morán abona la tesis de un silencio culpable y cómplice, que atribuye a más de uno de los escritores de izquierdas, o de los que luego teóricamente pasaron por antifranquistas. Poco dice del campo de la historiografía (Artola es citado como yerno de un ministro de Franco y cita una tríada de mandarines de Clío que tiene poco fuste). En cuanto al gremio de historiadores, algunos han polemizado con las ideas de Gracia, resaltando que la supuesta existencia de una corriente criptoliberal durante el franquismo, en realidad, habría sido una invención interesada. Véase, por ejemplo, Ignacio Peiró, el capítulo 3 («Historia y dictadura: la metamorfosis de José María Jover») de Historiadores en España. Historia de la historia y memoria de la profesión. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, 2013. Posición que mantiene el mismo Morán con especial énfasis denigratorio cuando se refiere a Laín Entralgo, uno de sus blancos preferidos.

[11] Que suele personificar en algunos de sus fundadores como, por citar alguno, José Vidal Beneyto o Ignacio Fernández de Castro, de los que nos advierte sobre su oscuro pasado. Es difícil imaginar una fobia anti-FLP, a no ser que perdure en nuestro periodista restos de un subterráneo pasado dogmático como militante del PCE.

[12] Recientemente Jeremy Treglown en un libro que cultiva y combina una amena narrativa basada en testimonios personales con una ligereza que a menudo roza la superficialidad (La cripta de Franco. Viaje por la memoria y la cultura del franquismo. Barcelona: Ariel, 2014) ha tratado de romper, poniendo su punto de mira en las artes plásticas, el cine y la novela, con la imagen de que durante el franquismo hubo un absoluto desierto cultural. Ciertamente, afirmaciones tan categóricas, en uno u otro sentido, creo que están fuera de lugar. A pesar y muchas veces en contra del régimen de Franco, entre los sesenta y los setenta, y más allá del olvido de la tradición republicana, hubo un dinamismo cultural y político que no existe en la actualidad. Desde luego, la sacralización incondicional de la cultura republicana y del exilio no beneficia en nada al pensamiento crítico.

[13] Se refiere al magnífico ensayo de M. Horkheimer y Th. W. Adorno. La dialéctica de la Ilustración. Madrid: Trotta, 1969 (en 1947 apareció por primera vez como libro), donde se interpretan las paradojas de la razón moderna cuando se convierte en razón instrumental y deviene en tragedia. Comparación un tanto desmesurada con el «gobierno largo» socialista.

[14] Empleamos esta misma descripción cuando escribimos el editorial («De giros, idas y vueltas. Las tradiciones críticas, los intelectuales y el regreso a lo social») de nuestra revista Con-Ciencia Social, nº 16 (2012), pp. 7-16.

[15] Sobre la teoría de la acción, vista desde su concepción de los campos (subunidades del espacio social), versa buena parte de la obra del sociólogo francés. Él mismo abordó el campo literario como objeto de algunas de sus pesquisas. Especialmente recomendable es su estudio sobre Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. Barcelona: Anagrama, 1995.

[16] Según refiere P. Bourdieu en Intelectuales, política y poder (Buenos Aires: Edudeba, 2007, p. 190).

[17] Tampoco fue cosa de poca monta el influjo filosófico-teológico alemán entre la crema del progresismo cristiano español, que como antaño hicieran los krausistas, buscaron barnizar el catolicismo hispano con aires germánicos. No estaría mal que alguien explicara cómo ese rastro francoalemán un día se difumina y transforma en la hegemonía actual de lo inglés y norteamericano.

[18] Quizás, como señala Alain Minc (Una historia política de los intelectuales. Duomo, 2011), que el «viejo filósofo», J. P. Sartre fuera la representación postrera del gran pensador crítico al estilo tradicional, y es igualmente probable que Internet anule parte de las jerarquías habituales y convencionales en el campo de la cultura. Por otro lado, a la de hora explorar la absorción del intelectual crítico por el poder, sería deseable entablar una comparación entre el mandato presidencial de François Mitterrand iniciado en 1981 y la jefatura gubernamental encabezada por Felipe González desde 1982. La integración de Jorge Semprún como ministro de Cultura (a la que no deja de aludir Morán), y toda la trayectoria del personaje, sería un aspecto esclarecedor sobre el destino de una parte sustantiva de la corporación de los escritores que pasan de la militancia antifranquista a la resignación melancólica al abrigo del Estado constitucional.

[19] Véase su Où sont passés les intelectuels? Paris: Textuel, 2013. Y para una muy práctica topografía de los devenires del pensamiento de izquierda, consúltese el libro de Razmig Keucheyan. Hemisferio izquierda. Un mapa de los nuevos pensamientos críticos. Madrid: Siglo XXI, 2013. No obstante, la «crisis del marxismo», afectó sobre todo a la brillante tradición latina (aunque no española), porque en los años setenta el marxismo británico todavía era pujante. En todo caso, y a pesar del indudable viraje hacia el conservadurismo, es discernible un desplazamiento de la sede del pensamiento crítico (y no crítico) hacia el mundo anglosajón (principalmente las universidades de USA) e incluso hacia la periferia del sistema-mundo.

[20] Cosa que no ocurre en las nuevas generaciones, como confiesa con rotundidad, Thomas Piketty (El capital en el siglo XXI. FCE, 2014): «formo parte de esa generación que se hizo adulta escuchando en la radio el desmoronamiento de las dictaduras comunistas, y que jamás sintió la más mínima ternura o nostalgia por esos regímenes» (p. 46).

[21] Véase tal argumentación en su Sobre el olvidado siglo XX (Madrid: Taurus, 2010). Pero también en casi toda su obra, especialmente en un libro publicado en 1995, en plena cima del thermidor ideológico neoliberal (El peso de la responsabilidad. Blum, Camus, Aron y el siglo XX francés. Madrid: Taurus, 2014), donde se pasa factura al pasado izquierdista de la intelectualidad francesa. Incluso desde posiciones muy distantes, por esos años algunos intelectuales de más acendrada historia revolucionaria, como Daniel Bensaïd, proponían una suerte de «apuesta melancólica» (Le pari mélancolique. Paris: Fayard, 1997), atenta a la evidente modificación de los horizontes de expectativas dentro de una concepción más modesta de las posibilidades reales de transformar el mundo de raíz.

[22] El éxito portentoso del ya citado libro de T. Pikkety (El capital en el siglo XXI, 2014) no deja de ser expresivo de un cierto hartazgo de tanto giro conservador, porque su obra sitúa un tema clásico de los economistas críticos (el problema de la desigualdad entre las rentas del capital y el trabajo) en el centro del análisis económico-histórico. Un cierto regreso a lo social se puede atisbar en ciertos debates dentro de las ciencias sociales, y, desde luego, no deja de ser una muestra significativa de algunas de esas tendencias las nuevas formas de comparecencia en la esfera pública de los intelectuales enrolados en movimientos sociopolíticos de nuevo cuño.

[23] Michael Hardt y Antoni Negri en su obra Imperio (Barcelona: Paidós, 2005) tocan este mundo conceptual que en la primera década del siglo XXI va tomando cuerpo. Por lo demás, el tema del paso del proletariado al «precariado» ha sido objeto de las lúcidas acotaciones por parte de Robert Castel en El ascenso de la incertidumbre (México: FCE, 2007). Por otra parte, la revisión de la concepción del poder (y de biopoder) aportada por M. Foucault es una parada obligada a la hora de repensar las nuevas formas de dominación y resistencia en nuestro tiempo.

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