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El FMI no seduce ni cuando acude al rescate con su chequera llena

Fuentes: Público

El Fondo Monetario Internacional ya no convence. Ni a los gobiernos, ni a sus habitantes: austeridad, reformas contrarreloj y falta de sensibilidad social hacia las naciones donde actúa están detrás de la crítica global hacia el FMI.

«Si el Fondo Monetario Internacional (FMI) no existiera, habría que inventarlo». Era una de las frases favoritas del francés Michelle Camdessus -quizás el único de los directores gerentes de la institución que terminó su mandato, el más prolongado de la historia de este organismo, nacido de la postguerra mundial, en 1944, en Bretton Woods-, con prestigio. Al menos, de su etapa más reciente. Puede que no le falte razón. El Fondo, según sus estatutos fundacionales, se configuró parapromover la estabilidad financiera, la cooperación monetaria, el comercio internacional, el empleo y el crecimiento económico sostenible y -enumera como último desafío su Cuaderno de Bitácora- para ayudar a reducir la pobreza global.

La voz de Camdessus, que ha eludido la estela de escándalos, judiciales o no, de sus cuatro sucesores (por orden cronológico, el alemán Hörst Köhler, el francés Dominique Strauss Kahn, el español Rodrigo Rato y la actual dirigente, también gala, Christine Lagarde) enfatizaba entonces, en los meses previos a la crisis de 2008, una cierta lógica. Hablaba del papel del FMI en la mayor turbulencia que asoló el planeta antes del tsunami financiero de hace un decenio. La institución -aseguró- «evitó una reedición de la Gran Depresión de 1929» al limitar a tres años, «el tiempo que tardó la economía de Corea del Sur en retomar la senda del crecimiento previa a la carrera competitiva de las divisas de los tigres asiáticos que, en julio de 1997, desencadenaron la turbulencia financiera».

Pero, diez años después de mayor credit-crunch desde el 29, su diagnóstico, cargado de lógica aristotélica, se vuelve irremediablemente en su contra. No sólo porque las secuelas de esta gran crisis siguen latentes en numerosos países, después de que su coste global, aún sin cuantificar de forma precisa, se aproxima al medio centenar de billones de dólares, a juzgar por informes de prospectiva del mercado que, como el reciente de la Oficina de Contabilidad Gubernamental (GAO) de EEUU, que cifra en más de 22 billones de dólares (4 billones por encima del tamaño de su PIB) la factura de la convulsión inmobiliaria, financiera y económica que siguió a la quiebra de Lehman Brothers: 13 billones achacables a la industria financiera y 9,1 billones a las deudas contraídas por las familias.

También porque la lista de errores de cálculo, de injerencia inflexible en la soberanía de la gestión económica de los países en los que interviene e, incluso, de mala praxis en la ejecución de sus exigentes agendas reformistas supera con creces a sus aciertos. Casi todos de diagnóstico, donde más ha avanzado en los últimos años. Al calor de su ejército de expertos -su staff lo componen más de 2.700 profesionales-, y de las nuevas herramientas de Big Data y analítica económica. Como el que llevó en su momento a calificar a la Rusia de 1998, de régimen cleptocrático (implantación de la auto-asignación de recursos públicos entre las elites del país) que debería nacionalizar de nuevo todo el entramado industrial y empresarial de la extinta Unión Soviética, para volverlo a privatizar, según los estándares internacionales al uso y alejarlo de las manos de los oligarcas.

Veinte años después, el mal ruso parece endémico. A juzgar por su coyuntura reciente y las luchas intestinas que persisten por el control del poder político, económico, empresarial y bancario. De igual forma, aunque de manera tangencial -en los prolegómenos del estallido- acertaron en la lectura de la crisis de 2008, que achacaron a la burbuja inmobiliaria en EEUU (a las hipotecas subprime) y a la escasa supervisión bancaria antes, durante y después del boom tecnológico de comienzos de siglo, que precipitó un sinfín de movimientos inversores por todas las latitudes y mercados del planeta. O con la dura radiografía de situación: 4 billones de dólares en activos tóxicos en los balances de bancos que abusaron de contratar productos de alto riesgo como swaps, derivados o estructurados. Las comparaciones son odiosas.

Sin embargo, el presidente argentino debería apelar a la cautela antes de arrojarse a los brazos del FMI. O, para ser más precisos, del consenso de Washington. Porque, como todo el mercado sabe, nada se hace sin este cónclave, que incluye, además del Fondo (y la tenue voz de su entidad hermana, el Banco Mundial), al Tesoro americano y la Reserva Federal. Todo ellos, con sede en DC. Y la América, first de Donald Trump no congenia precisamente bien con la idea de subsidiar al extranjero. Por mucho que su relación personal con Mauricio Macri, que ha solicitado 30.000 millones de dólares al FMI, se sitúe entre el top de sus dignatarios favoritos. El Fondo no suele empatizar. Es su principal problema, según los observadores de su obra, que inciden en que los botones de muestra surgen a mansalva. Casi todos, de sus vecinos latinoamericanos. Incluida la propia experiencia reciente de Argentina. Pero también en Asia, otro de sus principales terrenos de operaciones.

La crisis del Tequila de 1994, que no evitó la caída libre del peso mexicano, fue el gran detonante de la lista negra de intervenciones del FMI en la Puerta Trasera de EEUU. La siguiente gran turbulencia, la asiática, ofrece datos elocuentes de ello. Si se compara la salida de ciclo vicioso en el que se habían envuelto los tigres asiáticos por la devaluación de sus divisas de Indonesia, que pidió rescate al Fondo, y Malasia, que evitó llamar a las puertas de Washington tras la pérdida de valor de su moneda, asolada, como las de sus países vecinos, por el descenso sin control del bath tailandés.

Según su carta de intenciones a Indonesia, el Gobierno de Yakarta aceptó un programa de ajustes, recortes presupuestarios y la suspensión de planes a gran escala de construcción de infraestructuras rodadas, ferroviarias, aeroportuarias y energéticas. Además de elevar impuestos sobre el tabaco, el alcohol, las propiedades inmobiliarias y de eliminar los subsidios a los carburantes. También liberalizó el tipo de cambio, lo que no impidió que subiera el precio del dinero a cotas históricas, del 80% y que acometiera una reestructuración bancaria que afectó a dieciséis entidades, que catapultó la deuda al 140% del PIB y el número de pobres hasta los 49,5 millones de personas, quince millones más que antes de la crisis.

Todo, a cambio de un doble cheque al portador: de 10.140 millones de dólares, por parte del FMI, y de 8.000 millones, a cuenta del Banco Asiático de Desarrollo (BAD). Malasia, entretanto, apostó por programas de estímulo económico. De recetario keynesiano. Con respuestas expansionistas.

Devaluó la moneda antes de fijar su paridad al dólar y eludió con ello la especulación sobre su divisa e incrementó sus exportaciones con un ringgit ligeramente devaluado. Además, impuso controles al capital para proteger su sector financiero, recapitalizó su sistema bancario y posibilitó fusiones entre entidades. Los datos hablan por sí solos.

Durante el lustro que siguió a su crisis, la inflación indonesia subió hasta el 58%, por el 5,3% de máximo en Malasia. Mientras que el desempleo en el primero se instaló en el 5,5% frente al 3,2% de su vecino. Cierto es que Indonesia es, en la actualidad, uno de los mercados emergentes de mayor dinamismo y que Corea del Sur, el otro estandarte de políticas pro-multilaterales del FMI, se ha convertido en potencia industrializada y en emblema de la digitalización; en este caso, el milagro surcoreano, ha tenido que ver con el cambio de patrón de crecimiento, con sólidas inversiones en I+D+i desde el cambio de milenio, y con políticas de formación técnico-profesional. Pero tras un trienio de fuerte contestación social y sacrificios de familias y trabajadores por el recetario de los hombres de negro del Fondo que a punto estuvo de reducir sus clases medias -la indonesia y la surcoreana- a la mínima expresión.

El acoso a las rentas medias y bajas también fue el espejo en el que se reflejó el esfuerzo de las dos mayores economías sudamericanas en su propósito de satisfacer las consignas del Fondo, el prestamista de última instancia al que acudieron, casi al unísono, Brasil y Argentina, en 1999. Bien es cierto que, en primer término, para atender la urgente caída libre del real que se saldó con una ayuda de 18.100 millones de dólares, una devaluación del 50% y la adopción de un sistema de libre flotación de la divisa. Era enero.

A finales del ejercicio, Argentina, que enviaba a Brasil más de la tercera parte de sus ventas al exterior, demasiado caras para ser consumidas con el mismo frenesí por sus vecinos del norte, levantó la mano para pedir auxilio financiero. Su rescate coincidió con la llegada al poder de Fernando de la Rúa, que asumió la presidencia con recortes sociales de 1.400 millones de dólares y subidas de impuestos de 2.000 millones para acceder a una primera línea financiera de 7.200 millones del Fondo. No surtió efecto.

El final del currency board que unía el valor del peso y el dólar elevó la presión de los mercados sobre una economía que tuvo que elevar los tipos de interés por encima del 50% e incapaz de perder el 25% de su capacidad productiva en un año.

Miles de empresarios fueron a la bancarrota y la sexta parte de sus trabajadores perdieron su empleo. El corralito tras una persistente fuga de capitales antecedió a una contestación social contra el FMI, primero, y contra el Gobierno de la Unión Cívica Radical que acabó con la renuncia de De la Rúa. Su sustituto transitorio, Adolfo Rodríguez Saa, declaró la suspensión de pagos del servicio de deuda soberana del país, incapaz de afrontar en tiempo y forma los vencimientos de sus 132.000 millones de dólares de endeudamiento.

La dureza de la agenda de reformas y del ajuste argentino contrastó con un calendario más despejado en Brasil, donde el Ejecutivo de Luiz Inázio Lula da Silvapudo amortiguar, no sin dificultades previas de más que notable intensidad desde los mercados, los efectos monetarios heredados de su antecesor, el liberal Fernando Henrique Cardoso. La lista de agravios al FMI.

En cualquier caso, las críticas hacia el FMI no proceden exclusivamente de países y sociedades que han tenido que soportar sus recetas. También surgen en la ciudadanía de sus contribuyentes netos e, incluso, desde sus estructuras internas. Asociaciones como Freedom Works, de un perfil marcadamente neoliberal, han apelado constantemente desde el inicio de la crisis de 2008 a sus secretarios del Tesoro para que EEUU haga uso de su capacidad de veto, el único que podría dar al traste con nuevos créditos del Fondo a países en dificultades.

Su decálogo de razones es de lo más variopinto. Dice, por ejemplo, que fomenta la cultura de la quiebra, con exigencias dirigidas a la restitución del patrimonio de banqueros e inversores, a costa del contribuyente americano, que aporta 55.000 millones de dólares, el 17,09% de las cuotas que maneja su consejo ejecutivo, motivo por el que criticaron la ayuda de 145.000 millones de dólares del primer tramo a Grecia, porque le seguirían otros a Irlanda, de 130.000 millones, a Portugal y a España. Como finalmente aconteció.

Aunque también incide en la mala gestión de las crisis, donde cita expresamente su «demoledora» actuación en Argentina, que colapsó en 2002 después de recibir, en conjunto, más de 40.000 millones de dólares; su papel en la crisis asiática e, incluso, en la rusa, donde en lugar de incentivar las reformas en los últimos años del siglo pasado, en medio de una constante inestabilidad política, ralentizaron los cambios que, ahora, brillan aún por su ausencia. Y critican su comportamiento, más condescendiente con la estabilidad de los bancos, que con instaurar un clima de ética con los negocios. O de conculcar la soberanía nacional, no sólo con ocurrencias como la creación de una moneda global que sustituya al dólar, sino por su extremada burocracia y su déficit de transparencia. Por ejemplo, a la hora de admitir cómo evolucionan sus programas en marcha o al facilitar daros sobre sus negociaciones con los bancos centrales para gestionar los rescates.

De igual manera, este colectivo, que se declara favorable a un estado que administre los recursos justos y necesarios para que funcione el gobierno, y con una mínima presión fiscal, asegura que el FMI no genera riqueza, sino que se dedica exclusivamente a aprobar transferencias de dinero a cuenta de los gobiernos de sus 189 socios.

Mientras reciben contratos salariales lucrativos -la dirección gerente del FMI es el sueldo público más elevado del mundo, con más de medio millón de dólares, dietas y comisiones y con privilegios como el pasaporte diplomático-, que pagan los contribuyentes de cada país. También afirman que no benefician precisamente a las naciones en vías de desarrollo. Y mucho menos a los más pobres y altamente endeudados, que deberían ser su prioridad. Incluso arremeten contra lo que denominan su ciclo de dependencia, la cultura de la ayuda, que crea adicción por el subsidio.

Freedom Works hace hincapié en que más de 70 países llevan más de 20 años recibiendo líneas de crédito del FMI y que, además, esta estrategia le ha llevado a financiar a regímenes totalitarios. Edwin Truman, de la Oficina Independiente de Evaluación del propio Fondo, pone negro sobre blanco la visión que más circula por las cancillerías del planeta. «La influencia política del FMI es excesiva»; por ejemplo, a la hora de actuar en la crisis de la deuda europea, explica.

«No es de recibo que no interceda para que la zona del euro opere con instrumentos integradores y con mayores registros de armonización económica y, en cambio, exija unos requisitos transparentes y de contabilidad inmediata a socios monetarios concretos», en alusión a los que han percibido rescates financieros de la institución. «En vez de programas vis a vis, para la reestructuración de la deuda griega, deberían haber requerido una estrategia de la unión económica y monetaria en su conjunto», escribe Truman.

Desde el Center for Economic and Policy Research (CEPR), think tank afincado en Washington, se pasa revista a varias de las anomalías por las que el FMI ha perdido prestigio e influencia en todo el mundo.

Según su codirector, Mark Weisbrot, hay varios «buenos ejemplos» de su déficit de eficiencia. En su lista de agravios cita, por ejemplo, la decisión del Gobierno boliviano de Evo Morales de renacionalizar el sector de los hidrocarburos, en contra del criterio de los emisarios del Fondo supuso que, en los siguientes ocho años, los ingresos del estado por este concepto se multiplicaran por siete, desde los 731 millones de dólares a los 5.000 millones. Tampoco le gusta a Weisbrot el acuerdo no escrito entre EEUU y Europa para que su máximo dirigente lo nombre el Viejo Continente. A cambio de que el presidente del Banco Mundial sea estadounidense. «No es de recibo» en plena globalización. Sobre todo, cuando cuatro de sus últimos directores se han visto involucrados en escándalos.

Algunos de ellos, como Rodrigo Rato, por presuntos delitos de fraude fiscal y probables irregularidades en la salida a bolsa de Bankia y durante la gestión al frente de esta institución financiera. «La legitimidad del Fondo se ha visto también seriamente dañada por sus actuaciones en Asia, en América Latina, en Rusia y en la reciente crisis internacional», como han admitido, en distintos momentos, premios nobel como Joseph Stiglitz, que habló de falta de confianza para resolver inestabilidades financieras». Ex secretarios del Tesoro como Larry Summers, que insistió en varias ocasiones en su refundación, o de economistas como Jeffrey Sachs, que le catalogó como «un huracán de los mercados emergentes porque propaga recesiones en un país tras otro», dice el codirector del CEPR.

A su juicio, uno de los más visibles fracasos del FMI es Argentina. Un aviso para Macri. La última de las naciones que ha tocado a su puerta salió de su turbulencia de 2002, precisamente cuando se sacudió del yugo del Fondo. Con cuatro presidentes en dos años y una losa de más de 100.000 millones de dólares de deuda; en su momento, la mayor quiebra de la historia. Hasta la llegada de la crisis de endeudamiento de los cuatro socios monetarios del euro rescatados: Grecia, Irlanda, Portugal y España.

Después de un crédito de 40.000 millones; una contracción del PIB del 14% en 2001 (con algún trimestre con números rojos del 16,3%) y tasas de desempleo oficiales del 21,5% y oficiosas, sin contratación, de 19 puntos adicionales.La duda razonable sobre si acudir o no al FMI también ha estado, por estas circunstancias, en el escritorio de los primeros ministros de las últimas naciones que han accedido a sus fondos. Entre otros, los de Egipto, Ucrania o Pakistán. Incluso de México, Colombia o Marruecos, que reciben los llamados créditos de precaución. U otros que, como Sudáfrica, han evitado hasta el momento la ayuda multilateral, pese a la grave crisis del rand, su moneda, que precipitó la salida de Jacob Zuma, su presidente, en febrero de este año.

La línea de financiación abierta al inicio de este ejercicio con el gabinete mexicano, que lo solicitó como medida preventiva para estabilizar la moneda tras la alta volatilidad manifestada por el peso a raíz de las declaradas intenciones de Trump de acabar con el Nafta, era de créditos blandos. Con devolución a tipos de interés cero. Por un montante algo superior a 62.000 millones de SDR’s o derechos especiales de giro (Special Drawing Rights), la moneda convertible del FMI. Equivalente a 86.000 millones de dólares. Razón por la que México accedió al escudo protector del Fondo. Falta de gobernanza internacional.

Otra de las habituales embestidas que recibe la cúpula del FMI hace referencia a la fragilidad de su defensa de la gobernanza económica mundial. Es uno de sus mantras. Está en la dialéctica de sus dirigentes. Pero ni la fomenta, ni ejerce su teórica hegemonía multilateral. El G-20, club que reúne a las potencias industrializadas con los grandes mercados emergentes, la OCDE, desde la que salen los análisis económico-financieros con los que los líderes acuden al G-20 o al G-7 y que entrega el plácet de economía de mercado e, incluso, la OMC, autoridad mundial del comercio, le han comido la tostada.

Hasta el punto de que Asia, tras la crisis regional, movió los hilos para crear su propio Fondo Monetario, a instancias de Japón, y ahora Europa, en su inminente cita de junio, podría anunciar el nacimiento de su propio prestamista de última instancia para la zona del euro. Sus proclamas tienen problemas de encaje. Como si su peso analítico y sus consejos cayeran en saco roto. Como sus recientes alertas en contra del proteccionismo comercial de Donald Trump, las repercusiones de una guerra comercial sin precedentes por involucrar a EEUU, Europa, China y los socios aduaneros de la mayor potencia del mundo, o sus advertencias por el excesivo endeudamiento, de 164,4 billones de dólares según sus cálculos, si se une la deuda soberana de los países con la de las empresas no financieras.

Cifra que duplica con creces la riqueza que es capaz de generar la economía mundial que, al término de 2017, alcanzó los 79,8 billones de dólares. Y unos 225 billones si se incorpora, además, la losa de pagos de entidades financieras.

Escenarios que podrían hacer retornar los fantasmas de la deflación o del extraordinario fenómeno de la estanflación (estancamiento con inflación) que sucedió a la recesión global post-crisis. Tanto en potencias industrializadas como en mercados emergentes.

Pero esta pérdida de credibilidad, una auténtica crisis de identidad, emerge de nuevo cuando sus programas financieros van viento en popa. Casi a toda vela. Desde 2008, ha suscrito 172 acuerdos crediticios, lo que supone más de 40 líneas de préstamos más que antes de la crisis; entre ellos, los más generosos, y alguno de ellos, con destino a áreas de influencia de sus grandes contribuyentes. Como Europa. A la que tuvo que exigir disciplina fiscal y ortodoxia económica, al igual que a EEUU, para contener los daños colaterales de la quiebra de Lehman Brothers y de la debacle de los mercados financieros, espoleada por la debilidad de los bancos, que obtienen ingresos globales de 13,1 billones de dólares al año, admiten las propias estimaciones del FMI.

La llegada de la crisis de la deuda europea sitúa a Grecia como el país con un rescate de mayor volumen: 240.000 millones de euros, para hacer frente a unos impagos de 323.000 millones de euros. Siguieron en Europa el salvavidas irlandés, con un préstamo de 67.500 millones de euros para el país y de otros 89.500 para sanear su sistema bancario. Además del portugués, de 78.000 millones, de los que ya había devuelto, a mediados de 2017, el 63%, gracias al abandono de la austeridad decretada por la troika (FMI, BCE y Comisión Europea). Es decir, debido a la aplicación de una serie de medidas expansionistas, alejadas de los ajustes presupuestarios que devolvieron las rentas personales, el empleo y el peso económico a los niveles previos a la crisis.

Cantidad a la que hay que unir los 65.000 millones de las «líneas financieras preferentes» que la retórica del Gobierno de Mariano Rajoy empleó hasta la saciedad para evitar el término rescate. En total, la Vieja Europa empleó, oficialmente, más de 540.000 millones de euros. La mitad del PIB español.

Obviamente, sufragado en parte, por las arcas europeas. El esfuerzo del FMI en materia de recursos ha sido, pues, mayúsculo. Desde el inicio de la crisis, se ha acercado a su límite concesional, establecido en un billón de dólares en sus estatutos en la última revisión de cuotas, en 2010. Precisamente, para hacer frente al tsunami financiero. En SDR’s, más de 613.000 millones que, convertidos a dólares, superan los 825.000 millones, según el área de contabilidad del Fondo.

Pero, antes, la actividad crediticia del FMI también fue intensa. En 1997, otorgó 78.000 millones de dólares a Corea del Sur, fondo al que contribuyó también el Banco Mundial, EEUU, Japón y otros once países más con aportaciones bilaterales.

Gráfico de medidas acordadas en el FMI durante la crisis

Entre enero de 1998 y abril de 1999 libera a Indonesia entre 58.000 y 64.700 millones. Cantidad ligeramente inferior a la que recibió Brasil en tres tramos (56.700 millones en 1998, 16.300 en 2001 y 36.700 en 2002). Argentina, por su parte, rebasó los 52.000 millones en el bienio 2000-2001. Más atrás en el tiempo, el FMI acudió a auxiliar la quiebra británica de 1976, con 1.840 millones de dólares de la época, los ataques especulativos contra el dracma griego, dos años después; la de México (8.250 millones) en 1982; India, por 6.000 millones, en 1991; la del peso mexicano de 1994 (50.000 millones); Rusia, con 10.600 millones, en 1996, y otros 22.6000 en 1998 o Tailandia (símbolo de las caídas de las divisas asiáticas como un efecto dominó) con 20.900 millones, en 1997. Entre otros muchos antecedentes. Porque ha habido 140 crisis bancarias en los últimos 30 años, según la patronal internacional de la banca. Con múltiples ocasiones en las que se han retrasado en los pagos.

  

Préstamos no concesionarios excepcionales

De ahí que la reclamación de Grecia, durante los cuatro años que han seguido a su rescate, de pedir una reestructuración de los plazos de pago de su deuda no sean precisamente descabellados y redundan en las críticas por la falta de sensibilidad del Fondo ante situaciones de emergencia de los países a los que ayuda monetariamente. Países como Cuba, en los primeros años del triunfo de la revolución comunista, antes de ser expulsada del entramado de instituciones multilaterales.

Perú, a finales de los ochenta o ex repúblicas balcánicas tras la desintegración de Yugoslavia, además de numerosos países africanos y asiáticos, han hecho uso de esta herramienta de negociación de nuevos periodos de pago con sus acreedores.

Fuente: http://www.publico.es/economia/fmi-fmi-no-seduce-acude-rescate-chequera-llena.html