Hace unos meses, analizaba con un directivo de una gran empresa farmacéutica unos datos sobre gasto de su sector en el mundo. En un gráfico aparecían el recuadro sombreado de Estados Unidos y a su lado varios otros con distintos colores correspondientes a diferentes países de la Unión Europea. El resto del mundo apenas se […]
Hace unos meses, analizaba con un directivo de una gran empresa farmacéutica unos datos sobre gasto de su sector en el mundo. En un gráfico aparecían el recuadro sombreado de Estados Unidos y a su lado varios otros con distintos colores correspondientes a diferentes países de la Unión Europea. El resto del mundo apenas se percibía. Tomó un lápiz de color y sombreó Alemania, Francia, Italia… hasta dejar todos los europeos con la misma tonalidad. Me miró y me dijo «Para nosotros, el euro es esto: menos fronteras, menos problemas; menos problemas, más beneficios».
No descubría gran cosa porque las grandes empresas europeas nunca ocultaron que lo que esperaban de la integración europea era solamente más mercado, mejores condiciones para comerciar y mayores facilidades competitivas. El antiguo presidente de Phillips Wisse Dekker lo reconoció paladinamente cuando comentó cómo había reunido a las grandes empresas europeas del momento para elaborar el documento que sirvió al comisario Cockfield casi como planilla para redactar lo que más tarde se conoció como el Acta Unica.
Se perseguía básicamente crear un espacio para el comercio que, no obstante, iba a ir acompañado de un incremento sustancial en la movilidad de recursos, en la financiación pública y en las transferencias de fondos capaces de generar, al mismo tiempo, un despegue notable en las áreas nás atrasadas y, también, mejoras en los estándares de bienestar de la población. Circunstancias ambas que permitirían poder vender como si se tratase de un auténtico proyecto europeísta lo que fundamentalmente se había concebido como un proceso para aumentar la rentabilidad del capital en la salida a la crisis estructural que se estaba produciendo.
Los dirigentes políticos progresistas de aquel momento no podían ser ajenos a estas pretensiones aunque apoyaron con firmeza un proceso que desde el inicio se manifestaba muy asimétrico: con un gran calado en lo económico y financiero pero con un hilvanado muy frágil en lo político.
Quiero creer que aquellos líderes progresistas y tan firmemente creyentes en el ideal europeo como Jacques Delors o Felipe González asumieron la apuesta en la convicción de que, a la postre, el despegue del mercado y más tarde la moneda única sería capaz de tirar del proyecto político, galvanizando así la fuerza social necesaria para fortalecer definitivamente la unidad europea. Y que, dados los vientos dominantes en Europa, el perfil de esta no podría estar marcado sino por la socialdemocracia y las políticas de bienestar que en los últimos decenios se habían consolidado en la mayoría de los países europeos.
Lo que sucedió, sin embargo, no fue eso. Transcurrido ya suficiente tiempo, comprobamos lamentablemente que la asimetría entre lo económico-financiero y lo político sigue siendo tanto o más fuerte que hace diez o quince años, cuando se inició la etapa de integración de mercados y luego de monedas.
Es verdad que en este tiempo se han realizado conquistas históricas que han mejorado el bienestar y las condiciones de vida de los europeos pero ninguna de ellas ha ido de la mano de avances institucionales o políticos de la misma magnitud que los de la integración monetaria.
De hecho, ni siquiera esta última se ha realizado acompañada de las políticas e instituciones que permiten optimizar las uniones monetarias para el conjunto de los espacios económicos que la conforman. La renuncia a crear mecanismos de compensación, la ausencia de una auténtica hacienda europea, la rigidez de las políticas estructurales y el escasísimo alcance regulatorio de las políticas macroeconómicas (orientadas fundamentalmente a cubrir objetivos puramente nominales) están provocando que la implantación del euro ni esté contribuyendo a mejorar el rendimiento de las diferentes economías ni a proporcionar beneficios claramente perceptibles para los ciudadanos.
A toro pasado, es fácil decir que lo previsible era que el impulso de la integración económica y financiera fuese insuficiente para galvanizar la integración política y potenciar las políticas de bienestar en Europa. Seguramente, las cosas no son tan lineales, aunque en cualquier caso hay algunas circunstancias que pueden explicar la asimetría a la que hemos llegado.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que el proceso de integración en estas últimas fases se ha dado en un contexto de gran predominio de las ideas y las políticas neoliberales, de modo que apenas si han quedado resquicios para formulaciones de las estrategias que no hayan sido sino las de fortalecer el mercado y liberalizar y flexibilizar las relaciones económicas de todo tipo. Por muy tamizadamente que se haya presentado, lo cierto es que en los últimos quince años viene predominando una expresión muy fundamentalista de las bases económicas en las que se puede sostener la unión europea. Las expresiones paradigmáticas de estas políticas son el pacto de estabilidad presupuestaria y la independencia y los objetivos que persigue el Banco Central Europeo en cuya virtud se han ido imponiendo condiciones estrictas para el desenvolvimiento de las políticas económicas, hasta el punto de que hoy día es casi imposible pensar que un gobierno de la Unión Europea pueda aplicar políticas que no sean las de fortalecimiento de los mercados y los intereses privados que predominan. El reciente pacto entre la derecha y la socialdemocracia alemana es bien expresivo de la estrechez del camino por el que se está obligada a circular la economía en Europa.
Bajo la inspiración del corporativismo que ha acompañado en Europa a las ideas neoliberales dominantes se ha renunciado a las instituciones, incluso a aquellas que necesita el propio mercado, lo que hace que este mismo termine siendo ineficiente.
El problema de estas políticas es que, si bien son sumamente rentables para las empresas -como demuestra la evolución de la distribución funcional de la renta en los últimos años- no proporcionan la convergencia real entre las de por sí muy heterogéneas economías europeas y entre sus diferentes territorios. Es significativo, por ejemplo, que a pesar de impacto tan positivo que en otros aspectos han tenido las políticas regionales y de fondos estructurales para países como España o para sus comunidades más atrasadas, no se haya logrado reducir las brechas de renta y calidad de vida en Europa.
Sin esa convergencia, sin que se reduzcan efectivamente las desigualdades, es muy difícil que pueda alcanzarse la cohesión social capaz de «tirar» de las sociedades para demandar y consolidar nuevos proyectos políticos. Lo que está ocurriendo con la Constitución Europea también es buena prueba de ello.
Un problema económico adicional de la carencia de una auténtica política económica europea que no sea la de tratar de cumplir objetivos puramente nominales es que las malas coyunturas resultan demoledoras. Ni a nivel comunitario ni a escala nacional se disponen de mecanismos estabilizadores que eviten o alivien las recesiones generando contratendencias en la actividad económica. Más bien al contrario, la gestión macroeconómica en Europa es procíclica, de modo que acentúa los efectos negativos de esas fases recesivas.
Desde el punto de vista del gobierno económico, la Unión Europea constituye realmente un sin-modelo. Por un lado, porque el referente estadounidense que se propone como más eficaz es inviable en Europa salvo en su versión más degenerada de la flexibilización exacerbada, porque aquí no se han creado ni las instituciones ni los mecanismos de reequilibrio que funcionan en Estados Unidos. Como tampoco hay condiciones culturales y sociales para hacer posible la movilidad que requeriría para ser aplicado con éxito. Y por otro, porque se ha renunciado a generalizar el modelo socialdemócrata a pesar de que en la realidad se ha mostrado como mucho más exitoso que el norteamericano.
La cuestión estriba, por tanto, en adivinar si en cuestión económica Europa va a seguir la inercia que actualmente domina o si se abre en el horizonte la posibilidad de un cambio de rumbo que fortalezca la economía, incremente el bienestar reduciendo las desigualdades y que, al mismo tiempo, propicie la profundización en la unión política que, al fin y al cabo, es la garantía de todo ello.
Las expectativas no creo que sean muy favorables.
La renuncia a gobernar la economía para dejar en manos de los mercados las transformaciones estructurales es tan firme como ineficaz se muestra para lograr que esas transformaciones reviertan en empleo digno, igualdad o incluso simple crecimiento económico.
La convicción de que en materia de política económica no puede hacerse algo diferente a lo que se viene haciendo (mantener a todo precio la disciplina presupuestaria y dejar en la mayor libertad posible a los mercados) está verdaderamente generalizada y ni la socialdemocracia que durante decenios impulsó las políticas más progresistas que se hicieron en Europa parece estar en condiciones o dispuesta a cambiar en lo más mínimo el rumbo de las cosas. El pacto alemán, como he señalado, es bien expresivo al respecto.
El problema es que sin política económica, sólo de la mano de los mercados, nunca se va a poder forjar un auténtico proyecto político y sin éste, Europa terminará por dejar de tener sentido para sus ciudadanos.
Juan Torres López (www.juantorreslopez.com) es catedrático de Economía Aplicada y colaborador habitual de Rebelión