A finales del siglo XIX Edward Munch pintaba uno de los cuadros más emblemáticos de nuestro tiempo: El grito. Munch, educado en una familia protestante muy rigurosa y rígida vio morir a su madre a temprana edad y enloquecer a su hermana en una sociedad pobre, triste y oscura. El cuadro era una respuesta a […]
A finales del siglo XIX Edward Munch pintaba uno de los cuadros más emblemáticos de nuestro tiempo: El grito. Munch, educado en una familia protestante muy rigurosa y rígida vio morir a su madre a temprana edad y enloquecer a su hermana en una sociedad pobre, triste y oscura. El cuadro era una respuesta a su sufrimiento interior y exterior, como él mismo escribió en sus diarios: «Paseaba por un sendero con dos amigos – el sol se puso – de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio – sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad – mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza». Munch describió en ese lienzo su propio sentimiento de soledad, pero también el sentimiento de orfandad del hombre que vive en una sociedad con reglas que radicalmente opuestas a su humanidad esencial.
El Grito de Munch, como el Guernica de Picasso o los últimos Esclavos esculpidos por Miguel Ángel son la plasmación universal del dolor, un dolor que sale de la realidad personal del artista y de la realidad social del tiempo que le tocó vivir. Hoy, cuando contamos con medios materiales para evitar el sufrimiento y el dolor, cuando las nuevas tecnologías permitirían, por primera vez en la historia, que el hombre dedicase la mayor parte de su tiempo -vencida el hambre, amortiguada la enfermedad- a cultivarse en libertad, resulta que el hambre reaparece hasta en los países del llamado primer mundo mientras se siguen tirando millones de toneladas de alimentos por las transnacionales para mantener precios, que la jornada laboral supera con mucho las ocho horas que en muchos países se aprobaron a principios del siglo XX, que la esclavitud es el modo de producción imperante en países donde vive la mitad de la humanidad, que las libertades menguan ante la ofensiva de quienes dicen que estamos en amenazados por potencias inexistentes o grupos terroristas que apenas afectan a la seguridad individual, nacional ni internacional, que los derechos humanos son papel mojado ante las necesidades del mercado y que la Educación humanística, cimiento del verdadero progreso y la verdadera libertad, no tiene sentido porque carece de utilidad. No hacemos caso alguno al planeta que nos permite vivir, lo maltratamos deliberadamente, inconscientemente, como si ese maltrato no fuese muchísimo más peligroso para la supervivencia de la especie que el integrismo islámico -exacerbado por la acción criminal de Occidente sobre los países que tienen petróleo- o el embrutecimiento al que está sometida la población mundial por las televisiones que emiten producciones imperiales veinticuatro horas al día los trescientos sesenta y cinco días del año y que conforman a un ser humano pasivo, elemental y muy poco dado a pensar por sí mismo y, por ende, a disentir de los mensajes subliminares o directos que nos inoculan de modo incesante para hacernos dóciles, sumisos y aliados de nuestros verdugos.
Hoy hay mucha gente que grita, millones de personas, no sólo en el tercer y segundo mundo, también en el primero y el cuarto, cada vez más, pero su grito no se oye, o se oye poco porque no sale en las pantallas de las televisiones, porque cuando sale se le presenta como parte de esa amenaza fantasma que aumenta los miedos que quieren tengamos hasta en el tuétano de los huesos. Hoy, el mundo es un grito, callado, que expresa el dolor de una sociedad destrozada, insolidaria, trémula, incapaz de agruparse para acabar con esta mascarada absurda y extemporánea señalando con el dedo a los responsables de tanta maldad premeditada aquí, en España, en Europa y en el mundo entero que ha globalizado lo peor de sí mismo, lo que hiede, lo que ahuyenta, lo que daña por ya sabido, por ya vivido, por ser lo peor de nuestro pasado. A base de insistir durante décadas a través de los medios de socialización de masas que controlan, una mezcla de ignorancia y soberbia se ha apoderado de una buena parte de los hombres, y es esa malgama explosiva la que impide dar respuesta adecuada a los problemas que hoy, cuando podíamos estar tocando las puertas del cielo, hacen que nos encontremos más cerca que nunca de las del infierno, silentes ante unos poderes enemigos de la condición humana que buscan en fórmulas del pasado un nuevo orden mundial que no es tal sino el compendio de todos los errores acumulados durante siglos de andadura tenebrosa en los que las luces siempre estuvieron amenazadas.
No es cuestión de España, está ocurriendo en todo el mundo -el individuo puede hacer cosas maravillosas en el desempeño de sus potencialidades, en solitario, pocas para cambiar el curso de los acontecimientos nocivos-, pero en nuestro país estamos inmersos en un proceso ya vivido que tuvo resultados terribles para nuestro desarrollo individual y colectivo. Un gobierno reaccionario, que bebe por un lado en su herencia franquista y por otro en las teorías liberales más ultramontanas salidas de las escuelas político-económicas de Viena y Chicago, está triturando sin complejos todos y cada uno de los derechos políticos, sociales, económicos y culturales que fuimos consiguiendo durante décadas de luchas y sacrificios, soportando dictaduras, represiones, torturas, emigraciones, desapariciones, escarnios, nepotismos, latrocinios y corrupciones de todo tipo sin que ese grito desgarrado de Munch salga de nuestras gargantas para que sepan que no lo vamos a consentir porque sabemos que las armas de destrucción masiva las tienen ellos, y sus aliados. Urge gritar, gritar mucho, y que se oiga, dentro y fuera de nosotros mismos, dentro y fuera de nuestras fronteras, a una vez.
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