Si te pisan, gritas. Gritas si te golpean; ante un peligro inminente también gritas. Es casi natural gritar para pedir ayuda, para evitar un dolor mayor, para solidarizarse con el propio cuerpo maltrecho. El grito inicia una socialización de la injusticia individual, el reconocimiento de que otros asimismo viven una situación similar. Cuando el grito […]
Si te pisan, gritas. Gritas si te golpean; ante un peligro inminente también gritas. Es casi natural gritar para pedir ayuda, para evitar un dolor mayor, para solidarizarse con el propio cuerpo maltrecho. El grito inicia una socialización de la injusticia individual, el reconocimiento de que otros asimismo viven una situación similar. Cuando el grito pretende cambiar el estado de cosas y revertirlas se convierte en un acto político consciente.
De ahí que John Holloway otorgue al grito enojado y expresivo de una constitución primigenia e iniciática hacia un mundo diferente. El grito transforma la realidad, dotando de sustancia al sujeto que padece y estableciendo una dialéctica con el sistema opresor. Sin grito no existe capacidad de resistencia: todo se queda en el vacío del sufrimiento sublimado.
Tiene razón Holloway, donde el grito brilla por su ausencia la vida social y política se queda en nada, mera repetición de rutinas y de sometimiento acrítico al orden establecido. Todo fluye como una eternidad sin acontecimientos relevantes ni historia que hacer ni contar en la que la eternidad se instala como un todo ideológico compacto y circular.
Romper ese círculo exige un esfuerzo extraordinario, ir contracorriente, deseducarse a conciencia, volver a pensar y pensarse de otra manera poniendo en jaque las verdades absolutas que pasan por certezas inamovibles. Ya lo dijo Noam Chomsky desde el Norte: el sistema educativo cumple en Occidente y sus colonias culturales asimiladas una función decisiva para conformar mentes clónicas que solo piensen lo que se puede pensar dentro de una dinámica capitalista que no deja alternativas ni posibilidades para oponer discursos contrarios a sus tesis y visiones interpretativas del mundo: el capitalismo se piensa a sí mismo como una verdad cerrada y omnicomprensiva.
Desde el Sur, Boaventura de Sousa Santos incide en esta perspectiva de actuar desde la deseducación rigurosa y filosófica, tanto en la práctica como en la teoría, dando voz a los gritos invisibles del universo contemporáneo. Un mundo sin centros neurálgicos ni jerarquías intelectuales; un mundo que debe hacerse haciéndose en la cooperación y el diálogo a varias bandas alejándose del patriarcado del conocimiento académico sancionado por la superioridad de Europa y EE.UU. En definitiva, hay que re-vestirse, desmadejando el tejido cultural construido en los últimos siglos por la prepotencia y preponderancia del hombre blanco. Tenemos que des-pensar lo pensado al tiempo que tenemos que pensar cómo des-pensarnos.
El callejón sin salida del neoliberalismo ha borrado de la lucha política el futuro porque toda la realidad se ha transformado en un futuro permanente: no hay porvenir alguno al ser la lucha por la supervivencia feroz, meramente deseante de momentos evasivos, sin presente que vivir. Urge evadirse del instante para des-hacerse en el siguiente momento, siempre igual al precedente. No edificamos futuro jamás, solo huimos de futuros en futuros de blanda consistencia. Se hace imposible habitarnos cuando no residimos en ningún presente.
En ese viaje de nada sirve gritar. El grito se encuentra sublimado, encajonado en la existencia mediante controles sibilinos del régimen ideológico y cultural que nos provocan parálisis a través de miedos y prejuicios casi insalvables. Ser diferente no tiene premio, en la masa está la salvación. Gritar es un signo de inferioridad manifiesta, debemos competir hasta la extenuación. El silencio recompensa con el éxito, el éxito reside en ser más silencioso que el prójimo, en agachar la cabeza y hacer el mayor acopio posible de sucesos de consumo: consumir tiempo, sumarse a experiencias estereotipadas, adquirir habilidades técnicas y funcionales para competir mejor y con mayor ahínco.
¿Para qué gritar si el que inicia el griterío será tachado de inadaptado y sobre su persona recaerá el estigma del monstruo? El que grita tiene perspectivas ante sí poco halagüeñas, puede ser un perdedor de por vida. Por ello la sublimación, ese sumidero donde la impotencia social y política deviene en autojustificaciones de conductas neuróticas y conservadoras a ultranza. Con sobrevivir, basta y sobra.
Ese mundo es el siglo XXI, en tierras de Occidente al menos, ese vasto espacio de globalidad que se cuela por cualquier intersticio de la realidad produciendo esterilidad en el pensamiento crítico y autónomo. Las vanguardias sindicales y de izquierda presentan en el mundo rico un agotamiento de ideas colosal. Ya no se puede pensar la realidad objetiva ni el presente ni el futuro con las herramientas tradicionales de otros tiempos no tan lejanos.
El neoliberalismo rampante, los pasados estados del bienestar y la negociación colectiva de épocas pretéritas han tocado techo: desde la socialdemocracia pactista no hay soluciones viables para las grandes mayorías ni para los países emergentes ni para los sumidos en una pobreza estructural. Paradoja donde las haya: hay más hambre y sed que nunca en el mundo mientras avanzamos a velocidades estratosféricas en los campos de los dispositivos teconológicos y los conocimientos científicos. La gente se muere por falta de comida en simultáneo con un ingenio sofisticado lanzado a cualquier galaxia de nombre estrafalario.
Ese contraste absurdo de desigualdad debiera provocar gritos ensordecedores, pero no es así. Transigimos: la realidad que nos llega no sirve de resorte para gritar desaforadamente. Ya no gritamos ni por impotencia. Somos incapaces de pensarnos como sujetos libres y activos. El otro también calla: callamos en una sinfonía de silencios transidos de pánico.
Y cuando algún grito ponderado nos llega de algún remoto rincón del planeta, su señal nos alcanza con debilidad levantando una polvareda de sospechas infundadas: son seres inferiores, son gentes atrasadas, son aborígenes, son animales con forma humana. Nada más. Pero esos gritos son nuevos y debieran aportar a aquellos que quieran escucharlos un mensaje diáfano: la soledad del hombre blanco occidental está hecha de miedos atávicos a pensar de otro modo, a mirar más allá de su propio solipsismo de autosuficiencia.
Jamás llegará ningún futuro sin pensar el presente desde otra perspectiva radical. O deseducamos nuestra sublimaciones y despensamos nuestras certezas o todo seguirá igual, renqueando hacia un Norte quimérico desde el Sur de nuestra indigencia vital.
Lecturas recomendadas:
Cambiar el mundo sin tomar el poder, John Holloway.
La (des)educación, Noam Chomsky
Descolonizar el saber, reinventar el poder, Boaventura de Sousa Santos
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.