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El hambre en su contexto

Fuentes: Rebelión

Es habitual que cuando se habla del hambre se tienda a ver como una especie de desgracia, como un desastre colosal, una fatalidad terrible del destino. Quizá sea lo normal cuando está alcanzando una magnitud tan colosal en nuestros días: ¿quién puede atreverse a pensar que detrás de la muerte diaria de 30.000 personas puede […]

Es habitual que cuando se habla del hambre se tienda a ver como una especie de desgracia, como un desastre colosal, una fatalidad terrible del destino. Quizá sea lo normal cuando está alcanzando una magnitud tan colosal en nuestros días: ¿quién puede atreverse a pensar que detrás de la muerte diaria de 30.000 personas puede haber algo más que eso, cómo creer que alguien puede estar causando semejante atrocidad?

Sin embargo, Jean Ziegler, el anterior relator de las Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación, que sabía bien de lo que hablaba, expresó muy rotundamente lo que es el hambre: «un crimen organizado contra la humanidad».

Me parece que no es posible llegar a otra conclusión si se conoce lo que hay a su alrededor, cómo funcionan de verdad los mecanismos comerciales y las instituciones y políticas de las que depende que los seres humanos más vulnerables del planeta puedan acceder o no a los recursos con los que pueden alimentarse. Y para conocerlos basta quizá con ir leyendo año a año los informes que van presentando los relatores de las Naciones Unidos, los informes de la FAO, por más que caigan en saco rato también un año detrás de otro.

Los factores que están haciendo que mueran 30.000 personas de hambre cada día, que solo en 2009 el número de hambrientos haya aumentado en 100 millones de personas, no son difíciles de descubrir y entender.

En primer, influye de modo muy determinante la dificultad que tienen millones de personas para acceder a recursos que están a su lado, que deberían ser suyos pero cuyo uso le está vedado. De hecho, no puede pensarse que el hambre sea algo que se padece exclusivamente en países radicalmente pobres sino en los que a pesar de disponer en algún momento o ahora mismo de recursos suficientes no pueden ponerlos al servicio de sus ciudadanos. Unas veces es la tierra, otras el agua y últimamente las semillas, es decir, lo recursos más básicos que poco a poco van acumulándose por los grandes propietarios o empresas multinacionales.

Los informes de las Naciones Unidas viene poniendo claramente de manifiesto que el reforzamiento de los derechos de propiedad que reclaman, con éxito, los grandes propietarios y empresas, solo sirve para que éstos aumenten su poder de mercado y para que aumenten los precios de los insumos, lo que aleja a los pequeños campesinos de la posibilidad de garantizar la mínima seguridad alimentaria a sus poblaciones. Y que la extensión continua de los derechos de propiedad a nuevas variedades de semillas está verticalizando la cadena alimentaria, de modo que los pequeños productores cada vez tienen menos autonomía y posibilidades de orientar la producción hacia la satisfacción de las necesifdades de su entorno. Además de fomentar el monocultivo que proporciona altos réditos comerciales pero pocos recursos alimentarios a las poblaciones.

Los informes internacionales también denuncian sin mucho éxito cómo el acceso al crédito, especialmente de las mujeres (que producen más de la mitad de la producción alimentaria mundial, y entre el 80 y el 90% de la de los países más pobres, pero que solo reciben el 10% de a financiación dirigida a la agricultura) se restringe cada vez más, cuando eso se podría resolver con una milésima parte de lo que se ha dedicado a salvar a los bancos que han provocado la crisis financiera.

Las relatorías vienen denunciando desde hace años que la regulación en la que se mueven las grandes compañías multinacionales, por llamarla de algún modo, es extraordinariamente lesiva para el derecho a la alimentación de los seres humanos precisamente porque en ningún caso hacen valer este derecho ante cualquier otro privilegio comercial.

Y de un modo particularmente expreso se ha demostrado que las condiciones en que se desenvuelve el comercio internacional impiden que se pueda satisfacer ese derecho porque está pensado, en el mejor de los casos, para que genere rendimientos a nivel agregado, como ganancias del sistema de comercio en su conjunto, y a largo plazo, pero no en términos de proporcionar ganancias a las personas concretas y en relación con su capacidad efectiva para poder alimentarse. Y también han puesto de relieve que las políticas liberalizadoras están produciendo una mayor concentración de la producción, más monocultuvo y expulsión de los pequeños productores porque para que puedan redundar en un más efectivo derecho a la alimentación sería necesario que se pudiera proteger la producción dedicada a la provisión autóctona y que se garatizara la diversidad. Lo que no se permite a los más pobres y débiles de la cadena de la producción alimentaria, aunque sí a los más ricos.

También es cada vez más evidente que, si bien es verdad que la producción agroalimentaria necesita formas de financiación específica a nivel nacional e internacional, la vinculación hoy día existente entre los canales de financiación y los mercados financieros especulativos solo está sirviendo para alimentar la ingeniería financiera, las burbujas y la inseguridad alimentaria. Solo basta entrar las páginas web de cualquier entidad bancaria o de inversión financiera para comprobar lo habitual que es la oferta de productos de ahorro destinados a rentabilizar la subida de precios de los productos alimenticios que así quedan cada vez más lejos del poder adquisitivo de millones de seres humanos. No nos engañemos: ese dinero mata.

El nuevo relator de las Naciones Unidas, el belga Olivier de Schutter (quien según sus propias palabras solo dispone de un presupuesto para dos a tres misiones internacionales por año, de un asistente en Ginebra que lo apoya administrativa y logísticamente y que no recibe ninguna remuneración añadida a la de su sueldo como profesor en Bélgica), también ha sido bastante claro al poner de relieve el daño que la producción de biocombustibles está produciendo a la hora de disfrutar del derecho básico a alimentarse. En su opinión, la política de Estados Unidos y de la Unión Europea en este campo es «irresponsable» y el despliegue de los biocombustibles «un escándalo que sólo sirve a los intereses de un pequeño grupo de poder».

En sus informes al Secretario General la relatoría viene también manifestando que el problema de fondo que está provocando el hambre en el mundo es que los Estados «no respetan» el derecho a la alimentación, no solo porque sus políticas no se encauzan por vías que pudieran hacer efectivo su disfrute sino que, para colmo, ni siquiera respetan sus compromisos de ayuda.

En junio de 2007 se celebró una Cumbre mundial sobre la crisis alimenticia en la que los países poderosos se comprometieron (como en tantas otras) a destinar recursos para combatir el hambre. Cuando a finales de 2008 presentaba el Informe Anual de la FAO, su director Jacques Diouf, declaraba que su organismo no «ha visto un dólar de los 11 mil millones que fueron prometidos por algunos países al final de dicha cumbre». Y eso en un periodo en el que, como ya he señalado, esos mismos gobiernos dedicaron cientos de miles de millones de euros a salvar a bancos y banqueros irresponsables.

Por eso resulta cada vez más evidente que combatir el hambre es evidentemente un asunto económico, en el sentido de que es preciso que funcionen mecanismos de asignación y provisión que garanticen producción suficiente y una distribución efectiva. Pero también, y sobre todo, que la principal dificultad para ponerlos en marcha es política. La causa del hambre es una distribución muy asimétrica del poder y de las capacidades de decisión y la vía para acabar con esa plaga no pueden ser otras que invertir ese equilibrio. En una dimensión que puede parecer más microescópica, así lo señala el último informe de la FAO sobre El estado de la inseguridad alimentaria en el mundo 2008 cuando afirma que para acabar con el hambre y la desnutrición infantil hace falta reducir la desigualdad de poder entre hombres y mujeres.

Por extensión, lo necesario a nivel global para combatir el hambre es invertir el equilibrio de poder, reconocer el derecho a la alimentación como plenamente exigible y anteponerlo a cualquier otro y evitar que su disfrute esté constantemente amenzado por una lógica comercial y financiera que, además de injusta, es completamente insostenible.

Juan Torres López es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Sevilla, colaborador habitual de Rebelión, editor de www.altereconomia.org y miembro del Consejo científico de ATTAC-España. Su web: www.juantorreslopez.com

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.