Una situación como la presente, en la que el mercado bursátil se mueve al ritmo que marcan las empresas fieles a la ideología capitalista regida por la ley del dinero, se caracteriza porque el inversor común no cuenta con medios eficaces para la defensa de sus intereses frente a los grandes grupos especuladores. Se puede […]
Una situación como la presente, en la que el mercado bursátil se mueve al ritmo que marcan las empresas fieles a la ideología capitalista regida por la ley del dinero, se caracteriza porque el inversor común no cuenta con medios eficaces para la defensa de sus intereses frente a los grandes grupos especuladores. Se puede añadir que está económicamente indefenso frente a las políticas de esos grandes tenedores de acciones que manejan a su conveniencia las empresas y el mercado. De otro lado, puede ser víctima de la vorágine especuladora que domina el panorama en las Bolsas en general ante la pasividad de los poderes públicos en la práctica. Cierto que en algunos países existen organismos reguladores eficaces que velan por los intereses de los citados especuladores, puesto que tienen carácter preferente dado que vivimos en sociedades capitalistas, y también si queda tiempo, ya en plan de propaganda política, se se puede echar una mano a esos otros inversores escasamente representativos en el panorama de los mercados financieros protegiéndolos formalmente, para seguidamente desampararlos en el plano real.
Vistas casi desde una perspectiva mundial, buena parte de las Bolsas de valores, lugar donde en teoría las transacciones debería moverse al ritmo marcado por la oferta y la demanda, resulta que en ellas no es infrecuente observar que tal actividad no transcurre a ritmo natural, sino que se mueve artificialmente, incluidos los robots que operan a conveniencia de los grandes inversores. Subyacen movimientos ocultos de los manipuladores utilizando sofisticados instrumentos de inversión para alterar el natural funcionamiento del mercado de valores. Casi siempre tiene lugar a la vista del gran público, ante la impotencia generalizada del pequeño inversor y al amparo de las normas reguladoras del sistema. Esto se suele achacar al juego bursátil, cuando en realidad todo aparece orquestado por las grandes marcas que controlan el mercado.
Quienes operan con ventaja utilizan estrategias variadas de ingeniería bursátil, por ejemplo, el camuflaje tras distintos instrumentos financieros para mover grandes cantidades de acciones en una determinada dirección, los traspasos de bloques accionariales bajo cuerda o fuera del mercado, las opas debidamente cocinadas, fusiones monopolistas para aliviar de personal a las empresas y tratar de aumentar beneficios en base a supuestas sinergias, exclusiones de cotización de empresas a precios ridículos, generar un ambiente de apariencia pulsando unos pocos valores para maquillar los índices -haciendo como que la Bolsa sube cuando en realidad está bajando o a la inversa-, alquilar accionespara hundir empresas como parte de las conocidas operaciones bajistas soportadas sobre la base de unas acciones que no se tienen en propiedad y que sin tenerlas se venden alegremente para recomprarlas cuando se haya hundido la cotización. En general domina la apariencia, pocas cosas son como se ven, y así, basta crearse cierto blindaje en torno a un nombre sostenido por el dividendo -que a veces se reparte sin haber obtenido beneficio alguno acudiendo al sufrido crédito-, aunque solamente sea un cascarón vacío, para vender solvencia en el mercado.
De tales movimientos especulativos y de otros no tan conocidos propios del funcionamiento de este mercado, el minorista se queda fuera y a menudo ignorando lo que hay detrás. Pese a la opacidad de fondo, que a menudo acompaña al negocio, le vienen bien los tejemanejes porque también permiten recaudar fondos para los organismos que de él dependen. Todo esto dice poco sobre la libertad de mercado, ya que lo distorsiona y falsea su funcionamiento, alienta la especulación y desampara al inversor minoritario. La apreciación común diría que la Bolsa es el lugar para comprar y vender libremente instrumentos de inversión, fundamentalmente acciones, y no para manipular a través del fraude legalizado con el dinero de miles de inversores. Quien quiera comprar una empresa cotizada que compre sus acciones a la luz del mercado, en horario de funcionamiento público y no acudiendo a las artimañas que se realizan al amparo de la ley, porque la ley es insuficiente si se opera al otro lado de la realidad.
Ya en un plano más concreto, cabría señalar la estrategia dirigida empobrecer a las masas con fines especulativos, es decir tirar la cotización de una empresa aprovechando su situación difícil, para reflotarla o trocearla y obtener las correspondiente plusvalías, siempre ha estado vigente y hoy todo sigue igual. Basta con aprovechar la situación de debilidad para poner zancadillas hasta agravarla al máximo. Los habilidosos de la bolsa saben como hacerlo y de esa forma luego comprar a precio de desguace, coger los beneficios y salir corriendo de ese mercado en busca de nuevas víctimas. Los perdedores no pueden ser otros que los accionistas, especialmente los que permanecen apartados del juego. Al final resulta que les han robado el dinero a base de trampas y nadie responde por el robo, porque la burocracia no está para esas cosas. No es infrecuente utilizar el argumento de que ya saben a lo que se exponen si entran en el juego bursátil o basta con recriminar su falta de formación en la materia, olvidando que la ciudadanía paga los salarios de esos empleados públicos o semipúblicos con la finalidad de que les protejan de los simples especuladores. Y se soslaya tal obligación argumentando la legalidad a conveniencia del que manda o simplemente invocando el normal funcionamiento del mercado, actitud muy propia de la burocracia administrativa. A todo esto, los guardianes del mercado a veces ni acusan recibo de las quejas de los inversores particulares y, cuando lo hacen, marean el papel y entra en juego el rodillo de la burocracia para que se desanimen ante las trabas que se les presentan y desistan de sus quejas o denuncias, para que en todo caso den por perdida la inversión o sus derechos y se prosiga con el blindaje de los grandes como una práctica natural. Solo queda la opción de jugar a la lotería de la justicia y, como todo está sujeto a interpretación, cualquier cosa puede suceder.
En tiempos de crisis económicas, que son los de casi siempre pese a lo que diga la propaganda porque en ellas reside el negocio del capitalismo, el principal sufridor bursátil es el llamado pequeño accionista al que engañan miserablemente porque los grandes juegan con ventaja y la cosa no tiene solución, dado que el manda manda. El desafortunado inversor a veces se encuentra con que un día de la noche a la mañana cierta empresa de prestigio, con amplio volumen de negociación, que incluso reparte dividendos -aunque no los haya, incluso los procura acudiendo al crédito-, se hunde y el accionista pierde su inversión. Algunos se quejan, pero no pasa nada, porque se dice que son cosas del mercado. Solo cuando se trata de alguna empresa favorecida con el dinero público, se pone en marcha la máquina de la justicia, porque la burocracia se acuerda de exigir responsabilidades el apreciar que se ha burlado ya no a los inversores, sino al poder. En los demás casos basta con que pague el accionista, porque el poder ha quedado indemne en sus cuentas. Los saqueadores se escapan con el dinero robado o lo camuflan convenientemente y a otra cosa. Como si el fraude solo lo fuera si se trata de dinero público, y a veces ni eso, porque sin duda influye que los causantes cuenten con la gracia del poder para escabullirse. En definitiva, el minorista a menudo es una víctima propiciatoria del mercado, por muchas leyes que digan protegerle se impone la ley del capital, pero siempre falla lo mismo: el funcionamiento de la burocracia.
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