«Mientras en la antigua Roma sólo votaban los ciudadanos romanos, en el capitalismo global, sólo votan los capitalistas norteamericanos», y lo hacen a través de sus empresas especializadas en determinar el «riesgo-país». George Soros Nuestras sociedades están atadas a la lectura que hacen las empresas calificadoras de riesgo. Los medios de comunicación asumen y […]
«Mientras en la antigua Roma sólo votaban los ciudadanos romanos, en el capitalismo global, sólo votan los capitalistas norteamericanos», y lo hacen a través de sus empresas especializadas en determinar el «riesgo-país».
George Soros
Nuestras sociedades están atadas a la lectura que hacen las empresas calificadoras de riesgo. Los medios de comunicación asumen y difunden los mensajes de estas empresas como una verdad revelada. Muchos de nuestros gobernantes afirman o no su gestión a través del llamado «riesgo-país»: si éste sube, se preocupan, mas si éste baja, su satisfacción es inocultable. Un asunto de cuidado, pues sus impactos no son sólo económicos, sino que afectan la vida social y política de la sociedad en su conjunto.
Ahora, cuando el gobierno ecuatoriano ha decidido suspender tramos de su deuda externa, por considerarla ilegal e ilegítima, la reacción de las calificadoras no se hizo esperar. La agencia Moody’s rebajó la calificación de la deuda soberana de Ecuador, después de que ya lo hiciera su competidora Standard & Poor´s. En un comunicado Moody´s concluyó que «la decisión del gobierno de incumplir está basada en motivos ideológicos y políticos, y no en asuntos relacionados con su liquidez o su solvencia». Una analista de la misma empresa destacó que «la naturaleza del impago, el segundo de Ecuador en la última década, no tiene precedentes en la medida que ocurre en una situación de relativa fortaleza macroeconómica». Y Standard & Poor’s «castigó» a la corporación Andina de Fomento como consecuencia de la moratoria ecuatoriana: «El Ecuador se está volviendo un activo tóxico o subprime aun para instituciones tan solidas como la CAF», se indicó.
Al deteriorar la calificación del índice de riesgo-país de Ecuador estas empresas demostraron su sorpresa, no hay duda. No ha sido frecuente que en un gobierno, en un acto soberano, suspenda el servicio de la deuda externa para impedir que éste se convierta en un peso inaguantable para su economía y para su misma sociedad, lo que -más temprano que tarde- ha conducido a moratorias, entonces sí por la incapacidad real de pago.
¿Qué significa en realidad el «riesgo-país»? Éste, normalmente, indica el nivel de incertidumbre para otorgar un préstamo a un país. Mide la capacidad de dicho país para cumplir con los pagos de los intereses y del principal de un crédito al momento de su vencimiento. Dicho en términos tecnocráticos, determina cuál sería la predisposición de un país -mejor sería decir de un gobierno- para honrar las obligaciones contraídas con sus acreedores. Y el valor del «riesgo-país» surge de la diferencia entre las tasas que pagan los bonos del Tesoro norteamericano (que se asume son las de menor riesgo en el mercado, sin considerar los múltiples y graves riesgos existentes en los EE.UU. o provocados por los EE.UU.) y las que pagan los bonos del respectivo país. De esta manera, se da una referencia del riesgo que se corre al invertir en un determinado país en función de la deuda externa que éste tiene.
– Añejos índices de medición
Este tipo de medición es de vieja data. Ya a inicios del siglo XX, el Manual de Moody’s, Revista Anual de los Valores de Estados, calificaba los bonos estatales catalogándolos de acuerdo a sus perspectivas de redención, definiéndoles de las maneras más curiosas, como que «quien compre estos papeles, no invierte, especula» o que «tienen un carácter incierto y no pueden mirarse como atractivos desde el punto de una verdadera seguridad».
Cabe anotar, de paso, que las bajas valoraciones de los bonos han caracterizado la deuda externa de los países latinoamericanos. El ecuatoriano Alberto Guerrero Martínez, quien llegaría a ser encargado del Poder (del 2 de septiembre al 4 de diciembre de 1932), se lamentaba en una conferencia sustentada en 1929, en tanto profesor de Economía y Ciencia de Hacienda de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales de la Universidad de Guayaquil, que
«los títulos de (la) Deuda depreciados eternamente en los mercados, se sometieron a diversas conversiones sucesivas, en las cuales cumplida una, con pérdida para los acreedores esperanzados en mejores tiempos y alzada la cotización momentánea, seguía luego la nueva depreciación, después del acostumbrado decreto de suspensión del servicio…»
Esta cotización rebajada preocupaba a expertos de la época, como Luis Napoleón Dillón. El veía en esta situación una limitación para conseguir nuevos préstamos:
«Mientras tengamos en las Bolsas de Londres y Nueva York el índice constante de nuestro desprestigio en bonos cotizados en la cuarta parte de su valor nominal, no podremos pensar seriamente en consolidar nuestro crédito ni en atraer al país capitales que nos sean, en momento dado, absolutamente necesarios para equilibrar nuestras finanzas o fomentar nuestro desarrollo interno».
La percepción existente entonces sobre la baja cotización de los papeles de la deuda y su posible renegociación tiene una vigencia presente indudable. Se creía entonces y se cree todavía hoy que
«es preciso entrar de lleno y con decisión, en arreglos con nuestros acreedores para obtener algún alivio, sobre todo teniendo en cuenta que los tenedores actuales de los bonos son, en su mayor parte, negociantes que los han obtenido de los primitivos prestamistas, a precios irrisorios y que, por tanto, no sufrirían en realidad pérdida alguna, al realizarse una conversión ventajosa para nosotros, habida cuenta de que casi una tercera parte de la suma adeudada corresponde a intereses atrasados. Necesitamos -decía Dillón- reducir el monto de nuestra deuda externa y asegurar su servicio exacto por medio y con la garantía del Banco Central de la República, a fin de descansar tranquilos sobre la certidumbre que no sea ilusoria, del restablecimiento de nuestro crédito externo».
Casi siempre, las cotizaciones bajas han sido aprovechadas por financistas y especuladores. El Estado muy pocas veces se ha beneficiado de esta situación. No se ha conseguido que el servicio de la deuda se oriente por los valores deprimidos del mercado secundario.
En la práctica, más allá de cualquier explicación técnica, el índice de «riesgo-país» se ha transformado en un indicador de la solvencia de un país y de la calidad de determinadas políticas económicas medidas (e incluso definidas) desde la lógica de los acreedores de la deuda externa. Esta medición sirve para sostener su influencia. Para ello cuentan con el apoyo de los consorcios transnacionales y de los organismos multilaterales de crédito, con la complicidad de los grandes grupos de poder en nuestros países y de los principales medios de comunicación vinculados a ellos, además, por cierto, de una generalizada ignorancia en la sociedad sobre los que significan estos índices de «riesgo-país».
– Engañosas apariencias tecnocráticas
Existen diversos factores puntuales que pueden modificar el «riesgo-país»: la inflación, la liquidez, las devaluaciones, el vencimiento de la deuda externa, el riesgo de incumplimiento del servicio de dicha deuda y, por cierto, una moratoria (default). Asimismo, otros factores de análisis del entorno son aparentemente importantes. Entre ellos, destacan la estabilidad política, la estabilidad macroeconómica y fiscal, la situación del área geográfica del país, la fortaleza bancaria. Mas lo que cuenta en la actualidad, en este tipo de mediciones, es el nivel de consensos y compromisos para llevar a cabo o para completar las reformas estructurales acordes con las demandas del Washington Consensus (WC).
Hay otros elementos que influyen positiva o negativamente. Por ejemplo, la firma de una Carta de Intención con el FMI tendería a bajar el «riesgo-país» por la aceptación de políticas de corte ortodoxo, en concreto por la estabilidad macroeconómica y la disciplina fiscal ofrecidas en dichas Cartas. En la práctica no importa que (como demuestra la experiencia) los resultados de dichas Cartas no hayan resultado tan beneficiosos como se las promocionaba previo a su firma. Cartas muchas veces incumplibles, no por falta de voluntad política de los gobernantes, cuanto por las propias cláusulas impuestas por el FMI (y aceptadas por los mismos gobernantes). No se considera que por efectos de la política recesiva de inspiración fondomonetarista puedan aumentar los niveles de riesgo, ya que al recortar el gasto público, por ejemplo, se generan nuevas tendencias recesivas. Tampoco se consideró adecuadamente que con más deuda externa, contratada para financiar el servicio de la propia deuda, muchas veces en condiciones que superan la real capacidad de pago de un país, crece el riesgo de no pago de la misma deuda.
Otro aspecto relevante relacionado con el «riesgo-país» es su significación política. Este indicador involucra un elevado grado de subjetividad, lo que lo vuelve susceptible de manipulación. Esto lo convierte en sí en un instrumento de control político. Siendo así, un bajo nivel de «riesgo-país» podría muy bien no reflejar una real estabilidad macroeconómica y menos aún el potencial de crecimiento de una economía, sino apenas la aceptación por parte de un gobierno de las condicionalidades de los organismos multilaterales de crédito, independientemente de su conveniencia o no.
Se ha visto, por ejemplo, que el «riesgo-país» incide incluso en procesos electorales. A la voluntad política de los pueblos, como se ha registrado en varias elecciones recientes, se la quiere domar esgrimiendo el cuento del «riesgo-país». George Soros lo graficó magistralmente refiriéndose al proceso electoral en el que triunfó el presidente Luiz Inacio da Silva, Lula, en Brasil:
«mientras en la antigua Roma sólo votaban los ciudadanos romanos, en el capitalismo global, sólo votan los capitalistas norteamericanos», y lo hacen a través de sus empresas especializadas en determinar el «riesgo-país».
En suma, estos «electores externos» resultan «más respetables que los que somos electores internos, ciudadanos comunes y corrientes», para ponerlo en palabras de Jürgen Schuldt. Y su peso real (expresado a través de estas «encuestas internacionales de opinión») es mucho más duradero que el de los ciudadanos de un país, cuya voz es consultada en períodos de dos o más años, mientras que los «electores externos» pueden pronunciarse, como afirma Schuldt, «todos los días, por no decir cada hora».
En estos sistemas, las calificaciones se fijan por factores con un notable grado de subjetividad ya que dependen de las percepciones personales de los analistas, que en muchas ocasiones no son más que un puñado de personas (apenas cinco para el caso ecuatoriano, según Mauricio Yépez, ex-ministro de Economía de ese país andino). Estas personas, casi siempre, hacen sus «lecturas especializadas» por teléfono, por Internet o por simples percepciones y conjeturas acumuladas en un par de visitas a los países que monitorean, de los cuales apenas conocen relativamente bien los vestíbulos de los hoteles cinco estrellas en donde se alojan.
La metodología utilizada, entonces, deja mucho que desear. Sus calificaciones, por más que aparezcan rodeadas de un hálito de tecnología y metodologías modernas, se basan en percepciones y como tal son subjetivas (igual que el índice de Transparencia Internacional, ente creado para percibir ciertas manifestaciones de corrupción sólo en el sector público en función de los intereses de sus padrinos, entre otros del Banco Mundial; este organismo percibido como la última palabra en la lucha contra la corrupción, afincado en Alemania, tuvo como su primer presidente, en tanto vice-presidente de Ecuador, a Alberto Dahik, quien financió reuniones de Transparencia Internacional con gastos reservados del Estado y quien hoy, por una serie de acusaciones vinculadas al uso de dichos gastos y a otras adicionales, se encuentra prófugo de la justicia en Costa Rica).
– Los riesgos del índice de «riesgo-país»
La influencia de este tipo de índices, cuya lectura ritualizada incide permanentemente en las economías consideradas como emergentes, puede incluso dificultar la reactivación del ciclo productivo de un país (Inversión = trabajo = producción). Dependiendo de dicha lectura, los inversionistas internacionales e incluso nacionales pueden tener más o menos confianza para colocar sus capitales en un país, propiciando, en caso de una lectura «negativa», incluso la fuga de capitales de la economía nacional. Esta sería una suerte de protesta del capital de consecuencias sumamente perniciosas.
Además, hemos descubierto un tema más para atormentarnos. El concepto de «riesgo» ya nos pone en guardia. Para (casi) todos es conocido el cúmulo de problemas que agobian a los países subdesarrollados. Pero cuando la sociedad, en forma casi constante, está pendiente de la lectura de «riesgos» que se puede hacer, termina por tergiversar el papel de un indicador, que se transforma casi en un objetivo. Y lo malo muchas veces termina por ocurrir, justamente porque se descuida los temas de fondo. Esto en términos teóricos se conoce como profecía autocumplida.
Los resultados de esta lógica perversa están a la vista: en el país que sucumbe al mandato del «riesgo-país», se archiva la búsqueda de alternativas, disminuye la iniciativa propia e incluso la creatividad. La ortodoxia se convierte en una necesidad indiscutible, cuando en realidad es una necedad. Ya Albert Einstein lo día con lucidez.
«Nada es un signo más real de necedad que hacer lo mismo y lo mismo una y otra vez, y esperar que los resultados sean diferentes».
Recuérdese que las medidas ortodoxas que recetan una y otra vez -lo mismo y lo mismo- el FMI y el Banco Mundial, muchas veces, por no decir siempre, agravan los problemas. Algo que se comprueba a diario en América Latina. Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía del 2001, es categórico al referirse a las reformas neoliberales:
«Una estrategia de reformas que prometió una prosperidad sin precedentes ha fracasado de una manera casi sin precedentes… Los resultados han sido peores de lo que muchos de sus críticos temían: para gran parte de la región (América latina, NdA), la reforma no sólo no ha generado crecimiento, sino que, además, por lo menos en algunos lugares, ha contribuido a aumentar la desigualdad y la pobreza». [1]
Todo sumado podría reflejarse en una disminución de la productividad e incluso de las posibilidades mismas de desarrollo. Las experiencias vividas con el uso y sobre todo abuso del «riesgo-país» completan un círculo nocivo, que confirma de que si no aplicamos en su totalidad la receta del Consenso de Washington no saldremos del atolladero, cuando en realidad muchas veces por aplicar una receta, que no se ajusta a la realidad de nuestros países, se complican más las cosas.
De lo anterior se desprende, con claridad, la trascendencia del «riesgo-país». En efecto, la principal implicación que conlleva el «riesgo-país» convencional se refiere a limitar, delinear, modificar o simplemente describir el probable comportamiento de los capitales foráneos (préstamos externos e inversión extranjera) e incluso domésticos, según se considere alto o bajo el riesgo. Por otro lado, su significación tiene alcances mucho más reveladores. Para comprender esto debe partirse de la noción misma de «riesgo-país», como una medición de las posibilidades efectivas de servir la deuda externa, que se refleja en desigualdad de las tasas de interés. ¿Cómo concebir esto en la realidad? Si un país tiene problemas políticos o socioeconómicos que afecten su capacidad de servir la deuda, estos se verán reflejados (conforme a la lógica irracional del capitalismo) en un incremento de las tasas de interés y por tanto del servicio de la deuda.
El índice de riesgo-país se mide normalmente en puntos: 100 puntos corresponden a una diferencia de 1 punto porcentual. Así, decir que si el «riesgo-país» de un pequeño país de Nuestra América alcanzó 1.547 puntos en un año determinado, implica que en ese año, los bonos de ese país rindieron 15,47 puntos porcentuales por sobre la tasa de los bonos americanos. En otras palabras, si la tasa promedio de los Bonos del Tesoro fue de 3,99%, la de los bonos de ese país fue de 3,99 + 15,47 = 19,46% Así, si los EE.UU. reciben un crédito de 1 millón de dólares a 3,99% anual, al cabo de un año deberán pagar por intereses 39.900 dólares; pero si dicho país pequeño de Nuestra América recibe un crédito similar, luego de un año debería pagar 194.600 dólares de intereses. De esta forma, el país con problemas de solvencia deberá pagar, en este caso una suma casi 5 veces mayor que la del país solvente por concepto de intereses. De ello se deduce que el «riesgo-país», al ser un reflejo de las condiciones socioeconómicas y políticas de un país, más que un medidor de insolvencia puede ser considerado un causante de ella.
Hay otros medidores que se expresan en «letras». En estos casos, para medir la confiabilidad crediticia, se utiliza los análisis de casas calificadoras de riesgo como Moody’s Investors Services o Standard & Poors, los cuales asignan un grado de calificación de riesgo crediticio para los títulos emitidos por los diferentes países: el Benchmark o Índice de Clasificación, que parte de AAA para «Máxima Capacidad de Pago» hasta llegar a E para «No están clasificados por falta de información ni tienen garantías suficientes».
Frente al índice de riesgo-país y en amplia correlación con el mismo están el índice EMBI+, que es el índice de bonos de los mercados emergentes, y el índice de riesgo-soberano. El Índice Plus de Bonos de Mercados Emergentes de J.P. Morgan, conocido como EMBI+ (Emerging Markets Bond Index Plus),representa el diferencial entre el rendimiento de los títulos más representativos de cada país -Bonos Brady, Bonos Globales, Eurobonos, etc.- y el de los bonos del Tesoro norteamericano. Este índice permite la comparación del nivel de riesgo entre los países latinoamericanos y de cada uno de éstos con el promedio regional. El EMBI+ abarca un total de 17 países de los mercados emergentes, de los cuales 8 son de América Latina. Una reducción de este indicador se asocia con una disminución del riesgo país percibido por los inversionistas.
Justamente por el peso que tiene este tipo de indicadores, se precisa comprender su significado y sus alcances. Con estudios de riesgo que hacen empresas «especializadas», cuya actividad pionera, como se manifestó antes, se remonta a principios del siglo pasado, se analiza la capacidad de pago de la deuda externa de un país y, últimamente, el «peligro» que correría una inversión extranjera. Eso es lo que cuenta. Este «riesgo-país» no habla sobre la calidad de vida de los habitantes de un país o sobre su capacidad para desarrollarse o sobre la fortaleza de su democracia.
– El verdadero riesgo de los índices de «riesgo-país»
En estricto sentido estos índices ni siquiera garantizan la decisión que tome un inversionista, pues las mediciones de aceptación de los compromisos con los acreedores cubren un período muy corto, que normalmente no refleja la real capacidad de pago de un país y menos aún su potencial de desarrollo. En este punto asoma como un ejemplo incontrastable de las limitaciones de este tipo de índices, la crisis argentina: en este país estos indicadores (alentados por el FMI, habría que reconocerlo), daban señales de confianza a los inversionistas y a los acreedores cuando la economía gaucha ya caminaba hacia el colapso. Quizás estas mediciones (fraudulentas, en tanto mantenían reservada información confidencial a poderosos agentes económicos), contribuyeron para que algunos grandes inversionistas puedan retirar oportunamente sus capitales de la Argentina.
Martin Krause, en su artículo «El tango del riesgo-país» [2] , fue sumamente expresivo y de alguna manera también condescendiente con el «riesgo-país», cuando, el 11 de julio del 2001, en medio de la vorágine económica que se vivía, afirmaba que
«La realidad es que los políticos se mueven al compás del indicador; cada vez que sube un 5 por ciento se anuncian nuevas medidas y si el aumento es mayor, se cambian ministros. Claro que a los políticos no les gusta que el riesgo-país los obligue a cierta austeridad y, al mismo tiempo, la «voz» de los argentinos se ve disminuida. Pero mientras el estado argentino siga gastando lo que no tiene y no pueda pagar la deuda que generó, bailaremos todos el tango del ‘riesgo-país’.»
Como se ha demostrado, una y otra vez, estos índices al responder al interés particular de corto plazo de las propias calificadoras y sus clientes, o por sus variaciones tan rápidas, fluctuantes y arbitrarias, no resultan políticamente sostenibles.
Como conclusión de todo lo expuesto anteriormente, como con acierto afirma Mario Rapaport,
«el verdadero riesgo para un país es no crecer, que la salud, la educación y la seguridad de los ciudadanos, que la corrupción y la ilegitimidad corroan los fundamentos del sistema democrático, que se carezca de una ciencia y tecnologías propias, que se deba depender exclusivamente del capital externo, que no haya un aparato productivo y exportador viables. El país está en riesgo cuando sus ciudadanos no tienen perspectivas de progreso, cuando sus hijos se van a vivir al exterior, o sus nietos, si es que se quedan deben seguir pagando una deuda que no tomaron». [3]
Joseph Stiglitz, al analizar las causas de la actual crisis económica internacional, arremete contra las empresas calificadoras y desnuda sus prácticas. Stiglitz, en términos precisos, desnuda sus prácticas colusorias y corruptas, cuando afirma que
«la estructura de incentivos en las agencias de calificación también resultó ser perversa. Agencias como Moody’s y Standard & Poor’s son pagadas por los mismos a los que supuestamente deben calificar. Como resultado, tienen todos los motivos del mundo para dar buenas calificaciones a las compañías, en una versión financiera de lo que los profesores universitarios conocen como inflación de notas. Las agencias de calificación de riesgos, como los bancos de inversión que les pagaban, creían en la alquimia financiera – que hipotecas tóxicas de grado F podían ser convertidas en productos suficientemente seguros para estar en poder de bancos comerciales y fondos de pensión. Habíamos visto el mismo fracaso de las agencias de calificación durante la crisis del Este Asiático durante los años noventa: altas calificaciones facilitaron una fuerte corriente de dinero hacia la región, y luego una repentina inversión de las calificaciones produjo la ruina. Pero los supervisores financieros no se interesaron.» [4]
Quizás convenga desnudar una situación obvia. Estas calificadoras no anticiparon para nada los problemas que se avecinaban en la economía de los EEUU… No leen, ni califican su evolución. No les importa que de aquí haya partido el impulso final de la grave crisis económica que afecta al mundo entero. Pero eso si tienen la sinvergüencería de descalificar a la CAF por tener relaciones financieras estables con Ecuador, cuyo gobierno se atrevió a contradecir la ideología del mercado.
Como demuestra la historia, sobre todo en estos últimos años, en los que ha estado omnipresente la influencia del «riesgo-país» en nuestros países, el verdadero riesgo se ha constatado a través de gobernantes que pretenden imponer los intereses transnacionales hambreando a su población, o traicionando su palabra y la confianza de sus electores. Queda claro que el desarrollo será imposible mientras se sostenga el actual modelo socioeconómico excluyente y depredador, especulador y sumiso al capital financiero, apuntalado con lecturas de índices de «riesgo-país» que constituye otro riesgo más para nuestros países.
En este contexto, es fácil entender por qué han comenzado a consolidarse propuestas de otros indicadores de riesgo-país. Construir nuevos indicadores constituye una gran oportunidad no sólo para denunciar las limitaciones y falacias de los sistemas de «riesgo-país» dominantes, que recrean permanentemente nuevas incertidumbres, sino que, al discutir metodologías para calcular de otra manera y con renovados contenidos otros índices de «riesgo-país», se avanza en el diseño de una herramienta para intentar medir cuán lejos o cuán cerca estamos de la construcción democrática de sociedades sustentables. Esto es, en sí, una demostración palpable de como la crítica puede dar un salto cualitativo al abrir la puerta al diseño de propuestas viables y renovadoras.-
Nota: Una versión anterior de este texto fue publicada como prólogo del libro El otro riesgo país – Indicadores y desarrollo en la economía global, por Rocío Lapitz, Denise Gorfinkiel, Alberto Acosta, Margarita Flórez y Eduardo Gudynas (compilador), edit ado por el reconocido Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), Uruguay en enero de 2005 y disponible en
http://www.economiasur.com/publicaciones/OtroRiesgoPais.html
Se recomienda visitar la página RIESGO PAIS – indicadores en la economía global
http://www.economiasur.com/riesgopais/index.html