Introducir al prisionero en una caja de confinamiento: hasta ocho horas, si el sospechoso tiene espacio suficiente para sentarse, no más de dos, si las dimensiones del habitáculo a penas alcanzan las de un ataúd. La privación del sueño no excederá las 72 horas. Las duchas frías no superarán los 20 minutos si la temperatura […]
Introducir al prisionero en una caja de confinamiento: hasta ocho horas, si el sospechoso tiene espacio suficiente para sentarse, no más de dos, si las dimensiones del habitáculo a penas alcanzan las de un ataúd. La privación del sueño no excederá las 72 horas. Las duchas frías no superarán los 20 minutos si la temperatura del agua es inferior a 5 grados. La inmersión del cautivo en la bañera se limitará a doce segundos y su aplicación no podrá prolongarse más de dos horas en un día, ni más de treinta días seguidos.
Así de minuciosa es la descripción de los suplicios que recogen los manuales de la CIA para Iraq o Afganistán (1). Los instructores no sólo consiguen con ello llevar al detenido hasta esa frontera última que le separa de la locura o de la muerte. También permiten al ejecutor, civil o militar, alejarse de la más leve incomodidad ética del torturador para identificarse como un meticuloso relojero de las angustias humanas (2). Incluso posibilitan ir un poco más allá, pues la lógica del martirio no se conforma con burócratas artesanos del quebranto; necesita que el funcionario desaparezca sin dejar huella, que se metamorfosee en «insecto perfecto», como aquellos grises inspectores policiales que despreciaba Jean Genet .
El artrópodo se transforma así en el elemento clave de la tortura y las recomendaciones del manual son precisas al respecto: el detenido nunca debe saber si el insecto introducido en su caja de reclusión es una inofensiva oruga o una Viuda Negra, ni si su picadura es mortal o dolorosa. Para garantizar la efectividad del tormento es imprescindible que el detenido no vea la amenaza, solo tiene que intuirla en la ceguera de su encierro, aunque la causa de su terror ni siquiera exista. El torturador se desvanece entonces y, transmutado en obsesión, es ahora la propia víctima la encargada de aplicarse el suplicio.
El mecanismo consigue así su perfecta perversión. El modelo se reproduce con la misma eficacia en Abu Ghraib, en Bagram, en Guantánamo o en la CNN. Solo exige que el cautivo sea reducido a la invidencia, lo que hace imprescindible que, desde su detención, una capucha o una venda mantenga velada su mirada. Por eso, también, el general David Petraeus y el secretario de defensa Robert Gate han aconsejado a Barak Obama que, siguiendo las instrucciones, se custodien en secreto las fotografías del horror (3). Ocultarlas de la vista para anclarlas en el imaginario del ciudadano anónimo. Y una vez adheridas a los pliegues más remotos de nuestro sistema límbico, la sospecha de su existencia nos acechará como un gigantesco insecto articulado dentro de los estrechos márgenes de nuestro confinamiento cotidiano. Siempre dispuesto a saltar sobre nuestro pánico en el improbable caso de que intentáramos la fuga.
Notas.