La prensa de derechas en Venezuela y en todo el mundo despotrica contra el gobierno de Hugo Chávez por su apoyo expreso al régimen de Gadafi. El ministro de Asuntos Exteriores de Venezuela, Nicolás Maduro, ha declarado que la represión en Libia era necesaria en nombre «de la paz y de la unidad nacional». La […]
La prensa de derechas en Venezuela y en todo el mundo despotrica contra el gobierno de Hugo Chávez por su apoyo expreso al régimen de Gadafi. El ministro de Asuntos Exteriores de Venezuela, Nicolás Maduro, ha declarado que la represión en Libia era necesaria en nombre «de la paz y de la unidad nacional». La misma derecha venezolana recuerda que Chávez ha visitado a menudo Libia desde 2001, por última vez en octubre de 2010, con motivo de la firma de numerosos acuerdos relativos al petróleo, la agricultura, las comunicaciones y la enseñanza superior. A su vez, Fidel Castro recalca que la desestabilización del régimen de Gadafi forma parte de una estrategia de la OTAN para invadir Libia, dando a entender que, por consiguiente, hay que apoyar al régimen.
Todo esto resulta asombroso y trae malos recuerdos. Desde hace algunos años, Hugo Chávez se complace en reforzar la cooperación con Estados cuya principal característica, desde su punto de vista, es su oposición a la hegemonía estadounidense (Irán, Bielorrusia, Zimbabue, etc.). En Irán, en todo caso, el régimen reaccionario de Ahmadineyad se vanagloria a bombo y platillo de la buena relación que mantiene con el «hermano» venezolano. Claro que Fidel Castro tiene razón al menos en un aspecto: el imperialismo estadounidense se apresta a intervenir para «salvar» Libia como hizo en su día para «salvar» Irak y Afganistán. Para los movimientos antiimperialistas y altermundialistas de todo el mundo, el dilema no es baladí.
Entre el árbol y la cáscara
Es imposible defender a esos regímenes reaccionarios so pretexto de que se oponen a Estados Unidos. No cabe duda de que en Libia o en Irán imperan regímenes autocráticos y depredadores que chocan con las aspiraciones populares. La represión en forma de masacres de civiles inocentes o de denegación de derechos fundamentales (detenciones arbitrarias, torturas, etc.) no tiene nada que ver con el «antiamericanismo» de pacotilla de los Gadafi y Ahmadineyad, sino que refleja más bien una obsesión casi patológica por mantenerse en el poder.
Aun así, de hecho es cierto que la crisis actual abre la puerta a una intervención imperialista que enarbolará, como en Irak y Afganistán, la bandera «humanitaria». Ya se sabe que estas operaciones de «socorro humanitario» por parte del imperialismo estadounidense han generado todavía más represión, todavía más masacres. La destrucción programada de esos Estados y de sus pueblos por los ocupantes estadounidenses hace que Sadam Husein y el mulá Omar parezcan retrospectivamente simples jefes de banda de delincuentes.
El doble rasero
Por otro lado, no hace falta insistir en la absoluta hipocresía de las potencias occidentales que se «escandalizan» ante la represión en Libia al tiempo que «ignoran» la que practican sus aliados israelíes, saudíes o colombianos. Dichas potencias no solo apoyan a esas dictaduras, sino que mantienen lazos comerciales y militares con los Estados «fuertes» cuyo mérito es mantener la «estabilidad». ¿Hemos de recordar que el propio Gadafi, hoy condenado por Washington y sus aliados, era hace no mucho un «socio» en la explotación del petróleo e incluso en la «guerra interminable» de Estados Unidos contra el «terrorismo internacional»? ¿Adónde nos lleva esto? ¿Debemos apoyar al enemigo de nuestro enemigo a expensas de la verdad y de la lucha por la justicia?
Los avances del movimiento social
En una época no muy lejana, la lógica maniquea adquiría formas caricaturescas. Los movimientos de izquierda de todo el mundo estaban llamados a apoyar a la Unión Soviética, a China (¡o a Albania!). Se decía que «el mundo está dividido en dos y hay que tomar partido, guste o no guste». Hubo que tragar muchos sapos con motivo de las brutales invasiones de la URSS en Hungría, Checoslovaquia y Afganistán. Hubo partidos de extrema izquierda descerebrados que defendieron al mismo gobierno chino que apoyaba la represión en Chile o en Sudán, o que invadió Vietnam so pretexto de oponerse a la «hegemonía soviética».
Esta antigua cultura política que hizo tanto daño a la izquierda se desvaneció tras la caída del muro de Berlín y el colapso de esa monstruosidad que se llamaba «movimiento comunista internacional». Después surgieron movilizaciones y movimientos sin precedentes en muchas partes del mundo, y sobre todo en América Latina, por así decir «liberados» de aquella visión enfermiza: ya no hacía falta apoyar al «gran hermano» soviético, que de todos modos había dejado de existir. Ya no se tenía miedo a solidarizarse con el pueblo chino en la plaza de Tiananmen. Ya no se dudaba en condenar a dictaduras como la de Jomeini en Irán o de Sadam Husein en Irak, sin por ello hacer el juego al imperialismo «humanitario» de Estados Unidos. De este modo, el movimiento social reforzó su legitimidad reafirmando principios intocables, empezando por el apoyo a los pueblos que luchan contra los depredadores, sean quienes sean.
Nuevas amenazas
Hoy en día, las cosas se complican un poco. El imperialismo estadounidense está retrocediendo y al mismo tiempo a la ofensiva. Se ha mostrado incapaz de ganar la «guerra interminable» en el marco del sueño insensato de «reordenar el mundo». Sin embargo, no ha sufrido una derrota estratégica y mantiene, bajo Obama, la misma estrategia, por mucho que cambie de táctica. En el centro de este enfoque se sitúa la voluntad de EE UU, junto con sus subalternos de la Unión Europea, Japón y Canadá, de establecer su supremacía absoluta en el mundo.
Los adversarios reales de este proyecto son sobre todo China y Rusia, en una lógica de competencia que es el alma del capitalismo y del imperialismo. Pero dado que estos Estados son poderosos, no se les puede atacar de frente, así que la táctica consiste en ir quitándoles terreno lidiando conflictos en frentes «secundarios», en torno a Estados débiles o frágiles que se niegan a someterse al Imperio. Este fue el caso de Sadam y hoy lo es el de Ahmadineyad. Está claro que esta ofensiva contra los «Estados pillos» definidos como tales por Washington forma parte de una estrategia a largo plazo para asegurar su supremacía e impedir a los adversarios reales y potenciales ampliar su influencia. Evidentemente, al no dejar que esos «competidores» se refuercen, de paso se consolidan las prácticas capitalistas e imperialistas sobre las espaldas de los pueblos.
El epicentro de la crisis
En la fase actual, el epicentro de la crisis se halla en ese vasto arco que atraviesa Asia y África a través de Oriente Medio, donde están ubicados los principales recursos energéticos y subsiste una cultura de resistencia antiimperialista que ha propiciado duros reveses a la hegemonía estadounidense en varias ocasiones y de donde han surgido los actuales movimientos de rebelión. No cabe duda de que para EE UU y su socio estratégico israelí las cárceles, las torturas y las masacres son aceptables mientras las dictaduras se muestren «eficaces». Pero ahora han dejado de serlo.
Sin embargo, la batalla no ha terminado. Para Washington se trata de volver a estabilizar la situación y asegurar una «transición» ordenada, lo que implica mantener en lo esencial las mismas políticas de antes. Para ello necesitan apoyarse en los aparatos represivos, modernizándolos y de paso manteniéndolos bajo la férula del dispositivo militar estadounidense. También se trata de seducir a una parte de la llamada «clase media» que ha adquirido privilegios, pero que también desea desprenderse de los autócratas arcaicos y anticuados, instaurando «democracias liberales» cuya misión consistirá en mantener las políticas neoliberales y en controlar la región en beneficio de EE UU y a expensas de sus múltiples enemigos. La operación es arriesgada, pero desde luego realizable, como ocurrió en su momento en Indonesia, Filipinas y otros países.
En esta «gestión de crisis» también puede resultar muy tentador ocupar total o parcialmente determinados países, tanto para instalar en ellos nuevos centros de mando militares como para eliminar los «radicales libres» e incontrolables del estilo de Gadafi (o de Sadam Husein en su momento). Eso podría suceder igualmente en Yemen, en Sudán o en otros lugares en que subsisten regímenes represivos que se han enfrentado ocasionalmente a EE UU y que ahora tratan de «disimular» para ganarse un lugar bajo el sol de la «pax americana». Si se materializa este proyecto, las consecuencias serán nefastas y catastróficas para los pueblos. En todo caso, una Libia en manos de los imperialistas sería una amenaza real para las luchas de emancipación de toda la región.
La historia continúa
Mientras, sobre el terreno, la revuelta popular continúa. En Egipto y en Túnez, las clases populares, y no únicamente las capas medias, empiezan a tomarle gusto a la libertad y se (auto)organizan. Todos los días aparecen nuevas organizaciones populares en las fábricas y los barrios. El pueblo sigue ocupando la calle y recordando a las dictaduras «remozadas» que no aceptará subterfugios. La tarea de este nuevo movimiento popular es enorme, máxime cuando durante años las dictaduras, con ayuda de sus mentores occidentales, reprimieron todo lo que se movía. Miles de activistas fueron asesinados, encarcelados, desterrados. Todos los movimientos de oposición fueron aplastados o bien integrados, sobre todo cuando aceptaron las «normas del juego», como el movimiento islamista en Egipto, que se contentó con ocupar espacios subalternos y colaborar con el régimen. Se entiende, por tanto, que ahora las masas proletarizadas busquen nuevos instrumentos, nuevas identidades. Esto no se puede construir de un día para otro.
La ruta de Helwan y de Gafsa
Es justo y está justificado desmarcarse de la hipocresía occidental, pero no presentar a los dictadores «antiimperialistas» como aliados de la «causa». En este sentido, la política del gobierno de Hugo Chávez no es aceptable. Peor aún, amenaza con deslegitimar a ese Estado que ha tenido la valentía de imponer nuevas prioridades en respuesta a las expectativas populares en Venezuela. Habrá que encontrar la manera de decir esto sin ser instrumentalizados por el discurso del imperialismo «humanitario».
Sin embargo, a fin de cuentas la máxima prioridad no es esta. Hay que apoyar seria y sistemáticamente a nuestros verdaderos aliados en el seno de los movimientos populares. El primer lugar, carecen de todo, inclusive de recursos indispensables que hoy por hoy monopolizan las capas medias relativamente poco propensas a facilitar la organización de las masas. Este es el punto en que pueden incidir las movilizaciones internacionalistas. Pongamos rumbo a Helwan o a Gafsa y a los numerosos lugares de la movilización popular de los que tan poco se habla y veamos qué podemos hacer para ayudar concretamente y de forma inmediata.
En segundo lugar, es preciso incorporar e implicar a esos sectores en la construcción del movimiento social mundial, donde pueden y desean aportar mucho y donde también se pueden impregnar de las dinámicas populares de todo el mundo. En este sentido, el Foro Social Mundial debería redefinir sus prioridades para 2011 y 2012 y centrar sus esfuerzos en África del Norte y Oriente Medio.
*Internacionalista, profesor de la Universidad de Ottawa, dirigía la ONG Alternativa y la Revista Movilización en Montreal, actualmente dirige la revista Nuevos Cuadernos del Socialismo y hace parte del Comité directivo del Foro Social Mundial.
1/3/2011 Traducción: VIENTO SUR
Fuente: http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/index.php?x=3683