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El joven Picasso, mirando las barracas de Pekín

Fuentes: El Viejo Topo

En la larga vida de Picasso, Barcelona ocupa un pequeño espacio: apenas nueve años, entre 1895, cuando llega con su familia, y 1904, cuando se va a París para siempre, aunque él no lo supiese entonces. Sin embargo, aunque no son muchos, esos años de juventud forjan una mirada y son una educación sentimental que […]

En la larga vida de Picasso, Barcelona ocupa un pequeño espacio: apenas nueve años, entre 1895, cuando llega con su familia, y 1904, cuando se va a París para siempre, aunque él no lo supiese entonces. Sin embargo, aunque no son muchos, esos años de juventud forjan una mirada y son una educación sentimental que le acompañará a lo largo de toda su existencia. Esa época, ha sido recogida en una pequeña muestra en el Museo Picasso barcelonés con el título Paisatges de Barcelona, que ilustra el libro que publicó Claustre Rafart, con el título Els paisatges de la Barcelona de Picasso, aunque el pintor no fue, en modo alguno, un paisajista.

Cuando Picasso llega a Barcelona, descubre la ciudad moderna, en ebullición durante la regencia de María Cristina, poco antes del asesinato de Cánovas por el anarquista Angiolillo, y con Sagasta dirigiendo consejos de ministros en una España en decadencia pero a cuyos gobiernos no les tiembla la mano en la represión de los movimientos obreros y populares, que pasará por la pérdida de las colonias y el atentado contra Antonio Maura protagonizado por otro anarquista, Joaquín Miguel Artal, que le clavó un cuchillo en el pecho al presidente del gobierno ante la entrada principal de la basílica de la Mercè, justo al lado de la casa donde vivía el joven Picasso con su familia. La ciudad crecía, ocupaba progresivamente el nuevo Ensanche, aunque la vida política, social, cultural, y la residencia de una parte de la burguesía se mantenía entre los límites de la Barcelona histórica, mientras se construían las nuevas mansiones patricias en los alrededores del Paseo de Gràcia. Esa es la Barcelona que vive el joven Picasso. Unos años después, en 1912, un documental de ocho minutos de Cabot Films para la Sociedad de Atracción de Forasteros, nos la muestra como «la perla del Mediterráneo», con el puerto abarrotado de veleros y algún barco de vapor, el muelle de Bosch i Alsina lleno de galpones, y el corazón industrial escondido tras la fachada marítima, como si la ciudad fuera sólo un escenario pintoresco, sin conflictos, donde se mezclaban ciclistas y jinetes a caballo en el Paseo de Gràcia.

Esa ciudad que empezará a recorrer un joven y enérgico Picasso, estaba llena de precarias viviendas obreras, con los trabajadores hacinados en rincones insalubres de la vieja Barcelona que había crecido entre murallas y en los nuevos barrios llenos de casuchas y de conventillos. Desde la Barceloneta hasta el Camp de la Bota se sucedían grupos de cabañas y chamizos donde vivían los más pobres. Las barracas de Pekín se crearon, hacia finales del XIX, en la playa y descampados del Camp de la Bota, donde hoy se encuentra el Fòrum barcelonés. Dicen algunos que los primeros pobladores fueron pescadores cantoneses o filipinos y por eso les llamaron Pekín, aunque no tenga nada que ver, y desde allí se extendieron hasta el Somorrostro que había aparecido ante los terrenos que ocuparía después el lazareto de la Barceloneta, jalonando arenales sucios y galpones de fábricas donde los obreros escupían los pulmones. Por allí crearían después ese hospital de infecciosos, que después llamarían del Mar, y ya existía la fábrica de gas de la Barceloneta, con tres gasómetros y ocho hornos de carbón.

Cuando el joven Picasso recorría la costa, aún no habían construido la torre de las Aguas, pero se veían muchas barracas: las del Somorrostro, las del cementerio, y las de Pekín. En un pequeño óleo, Playa de la Barceloneta, que Picasso pinta en 1896 con sorprendente perspectiva para un muchacho tan joven, nos muestra la misma escena de la playa que fotografía Màrius Aguirre Serrat-Calvó, imagen que acompaña a la exposición Paisatges de Barcelona; en ese óleo, se ve la sierra de Marina, las riberas de Mar Bella y Bogatell, y las fábricas de Poble Nou d’Icària que recordaban los sueños de Cabet y Monturiol; con la playa de la Barceloneta en primer plano, con un caballo y carros. Al fondo, se escondían las barracas de Pekín.

La familia Ruiz Picasso había abandonado Málaga en octubre de 1891, a bordo de un carguero que iba a Gran Bretaña, aunque los Picasso desembarcan en La Coruña, donde viven unos años: allí estudia el pequeño Pablo. Ya había pintado escenas, como la del puerto de Málaga, que contaba con la plaza de toros de la Malagueta, y ese mundo de los ruedos le atrapará para siempre. Cuatro años después, su padre permuta su puesto de profesor con otro maestro de la Escuela de Bellas Artes de la Llotja de Barcelona, de manera que el 13 de septiembre de 1895 toda la familia embarca hacia Barcelona, desde Málaga, donde habían ido temporalmente. Llegan ocho días después.

Los Picasso se instalan cerca del mar, al lado de los «porxos de Xifré» un edificio de mediados del siglo XIX que fue el primero de la ciudad en tener depósitos de agua modernos en los terrados. Barcelona está cambiando: a inicios del siglo XX, el nuevo puerto (que, ahora, llamamos Port Vell), impulsado por Bosch i Alsina, tiene una gran actividad, y es allí donde desembarca la familia, para empezar una nueva vida. Los Ruiz Picasso viven primero en la calle Reina Cristina, 3, en la esquina con Llauder, aunque otras fuentes afirman que vivían en Llauder, 5. No importa mucho. Parece, según Sabartés, su amigo y futuro secretario, que ocuparon también unos bajos de los «porxos de Xifré», y que incluso vivieron en una modesta pensión. Después, la familia se instala en la calle Mercè, 3, en la esquina con Louis Braille, en un edificio que ya no existe, derribado en 1982 para abrir la plaza ante la basílica de la Mercè. Cuando Picasso recorría esas calles, en esa iglesia escenario del atentado de Maura, colocaron sobre la cúpula una estatua de la virgen de la Mercè, que reinaría sobre el frente marítimo hasta la guerra civil y que él mismo pintaría.

El joven aprendiz dibuja en pequeñas libretas, pinta marinas, como Serralada de Marina, de 1896, un pequeño óleo con el sol tras las colinas de la ciudad; y el Hombre sentado en una playa, del mismo año, que debe ser la de Sant Sebastià, Horizonte, de 1896, apenas unas manchas y superficies de color, y Fábricas en la orilla de la playa, también de 1896, con barcas de pesca, carros y caballos: nada escapa a su interés, paisajes urbanos, personajes, cualquier escena le sirve para hacer esbozos. En octubre de 1897 viaja a Madrid, y se matricula en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, donde cursa «Paisaje elemental». De ese año es La Barceloneta, que pinta en enero, un paisaje urbano con cielo plomizo, donde se aprecian las casas de pescadores, veleros y barcas de pesca, y los tinglados portuarios. Es un pequeño óleo sobre madera, con un luminoso paisaje urbano del barrio marinero, donde se adivina el abigarrado mundo de los arrabales populares, y donde los edificios apenas se muestran con rápidas pinceladas. Su mirada atrapa muchos rincones de Barcelona, desde la catedral y San Pau del Camp, hasta el parque de la Ciutadella, construido con ocasión de la Exposición de 1888. También ensaya la visión de las terrazas, casi siempre sin figuras; esos terrados que son los mismos que pueden verse ahora desde la Casa Cambó o desde las piscinas de las azoteas en los hoteles de lujo de la Vía Laietana.

Durante su estancia en Madrid, Picasso se había interesado por Velázquez, el Greco, Goya, y frecuenta el museo del Prado. De 1898 es su curioso croquis a lápiz de la torre de la Casa de la panadería en la plaza Mayor de Madrid. En junio de 1898, retorna a Barcelona: ha contraído la escarlatina, y vuelve a recorrer las calles de la ciudad: con su amigo Manuel Pallarès salen a dibujar, hacia la Ciutadella, y, por las noches, van a Nou de la Rambla, donde, en el número 12, estaba el famoso Edén Concert, un establecimiento que contaba con prostitutas, restaurante de lujo, juego de ruleta, y cupletistas. Frecuenta con sus amigos los burdeles, y se encapricha de la cupletista La Chelito, una joven cantante, hija de un guardia civil, que había nacido en Cuba, y de quien Picasso guardará unas fotografías durante toda su vida. Ese mismo mes de junio, el joven Picasso se va a Horta de San Joan, a casa de su amigo Pallarès, y pinta obras naturalistas. Su vida es la pintura. Su primer taller barcelonés se encontraba en la calle Plata, 4, entre la Mercè y la Llotja, pero, a su vuelta de Horta de Sant Joan, consigue un estudio en Escudellers blancs, 2, junto a la plaza Real. Allí, en esas habitaciones de la plaza Real, conoce a Sabartés. Es ya más independiente, y se introduce en los círculos que se reúnen en el nuevo café de Els Quatre Gats, donde recibe la influencia de las corrientes modernistas, escucha a quienes hablan del simbolismo, como Rusiñol, o a los que se maravillan con los relatos de los viajes a París de Nonell, los experimentos de Utrillo, las noticias de Dreyfus, aunque también frecuenta tabernas como La musclera, que estaba ante el mar, en el Morrot de Montjuïc. Picasso va a Els Quatre Gats desde principios de 1899: estaba abierto desde hacía poco más de un año, y cerrará en junio de 1903, pero ya se había convertido en el centro del arte moderno en la ciudad, en la vanguardia donde se relacionaban y se expresaban las nuevas inquietudes, tanto modernistas como posmodernistas. Allí, Picasso conoce a Casas, Rusiñol, Utrillo, Nonell, Gargallo, el escritor Ramon Reventós, Manolo Hugué, Sunyer, los Fernández de Soto, Juli González, Torres García, Junyer-Vidal, Eugeni d’Ors y toda una serie de personajes pintorescos, poetas, artistas, soñadores, borrachos. Gracias a Casas, Picasso descubre a Toulouse-Latrec y Théophile Steinlen. Dibuja el impreso del menú del restaurante, que le encarga Pere Romeu. Hace, también, una postal del establecimiento: una mujer con flor en el pelo en primer término, y la entrada ojival de la taberna. Le atraen también los toros, como la moderna plaza de las Arenas, neomudéjar, que se había inaugurado en 1900, y pinta la de la Barceloneta, en ese mismo año. Realiza algunas exposiciones en Els Quatre Gats, y subasta allí mismo algunas de sus obras, que casi siempre le compraba Rusiñol.

De esas excursiones por la costa de la ciudad, hacia el Morrot o hacia Pekín, saldrán dibujos como el del muelle del carbón, con Montjuïc al fondo, que el joven Picasso titula Dársena. Se inclina ahora por los paisajes urbanos, y también por ventanas y balcones, como hará Matisse. El Balcó tancat, una escena de la calle de la Lleona, gris y amarillenta, parece ocultarnos algo, como si en el hacinamiento de la Barcelona finisecular la vida de la gente se escondiese de la calle. Pese a ello, mientras está en Barcelona, la figura humana se halla muy presente en sus pinturas, y la vida popular y los protagonistas de la calle atraen a Picasso: Barcelona es una ciudad viva, aunque pequeña, con un activo puerto, que cuenta entonces con unas 300 bodegas, 150 bares modernos, y unas 1.500 tabernas que recogen personajes curiosos, estrafalarios, burgueses en busca de emociones, obreros portuarios y fabriles, víctimas de todos los naufragios.

En esos años, dibuja figuras de traginers, mujeres, seminaristas, para lo que frecuenta el Seminario de la calle Diputación, en el nuevo Ensanche de la ciudad. Le preocupan los mendigos, la pobreza, y vibra con las novedades que llegan de París, con los relatos de los pintores que vuelven, con los alborotos que se expresan en los círculos artísticos franceses. En enero de 1900, cambia al estudio de Riera de Sant Joan, 17, en el corazón de la vieja ciudad medieval. La calle Riera de Sant Joan desapareció con la furia de la Reforma que inauguraron en 1908 Alfonso XIII y Antonio Maura, que acabará con buena parte de la vieja Barcelona que recorría Picasso; Riera de Sant Joan seguía, más o menos, un curso paralelo a la actual Vía Laietana. En la calle Pont de la Parra estaba el Museo de Historia Natural, de un curioso personaje, Hilarión Pascual Inglada, que lo había fundado en 1854. También estaba allí el viejo palacio del marqués de Sentmenat, en la esquina de la Riera y Pont de la Parra, además del convento de Sant Joan de Jerusalem, allí donde el obispo nacionalista Torras i Bages había cursado teología. Toda esa zona de la ciudad se encontraba donde hoy se cruzan la Vía Laietana y la avenida de la Catedral. Ese era uno de los lugares donde transcurrió la vida del joven Picasso en Barcelona. En esos meses, participa en un concurso para el cartel de los carnavales de 1900, con un Pierrot, y, en febrero, hace su primera exposición individual en Els Quatre Gats con más de cien dibujos a carboncillo, muestra que será elogiada por la prensa, como La Vanguardia, y envía una obra a la Exposición Universal de París, Los últimos momentos. De hecho, el joven pintor no para de pensar en París.

En octubre de 1900, realiza su primer viaje a la capital francesa, con Carles Casagemes, y muestra allí, en la Exposición Universal, su obra Últimos momentos. Viven en el taller de Isidre Nonell, en el 49 de la rue Gabrielle de Montmartre. Se interesa por el decadentismo, que llegaba de la Europa fría, y por Rodin, frecuenta los cabarets del boulevard de Clichy, La Fin du Monde, Le Cabaret des Arts, L’Enfer, y otros. En diciembre, vuelven a Barcelona, aunque Casagemes retorna después a París, donde se suicida en febrero de 1901 de un tiro en la cabeza, ante Manolo Hugué, en el restaurante L’Hippodrome, a causa de unos amores contrariados. De este año es Terrats i església de Santa Marta, un pequeño cuadro donde captura su visión de la iglesuca barroca que estaba en la calle del atelier; o Lola, hermana del artista, en el estudio de la Riera de Sant Joan, donde sitúa a su hermana ante la ventana, motivo repetido después. Desde principios de 1900, Picasso y su amigo Casagemes se habían instalado en un taller en Riera de Sant Joan, 17. Será el último, porque no tardará mucho en marcharse a París. Desde ese estudio pinta el trajín de la calle, con figuras que son manchas negras, bultos.

Inquieto, el joven Picasso pasa temporadas en Madrid, y en París. Esos años entre 1901 y 1904 son los de su época azul, y de gran actividad: con Francesc d’Assís Soler, Picasso saca la revista Arte joven, de corta vida, para la que consiguen colaboraciones de Unamuno, Baroja, Reventós, Rusiñol, y que ilustra el propio Picasso, además de Nonell y otros. Expone en la sala Parés, junto con Casas. En 1901 viaja a Madrid, y, en mayo, a París por segunda vez, junto con Jaume Andreu Bonsoms. Vive en el 130 del Boulevard de Clichy y consigue realizar una exposición en la galeria Vollard, que le ha facilitado un marchante catalán establecido en París, Pere Mañach, y conoce a Max Jacob. En todos esos meses pinta paisajes postimpresionistas, de camino ya hacia las vanguardias. En enero de 1902, vuelve a Barcelona, desde París, y se instala en Conde del Asalto, 6, en un estudio junto con Josep Rocarol aunque otras fuentes hablan de un primer piso en el número 10. El taller está junto al Edén Concert. Pinta La casa blava (que acabará en manos de Gertrude Stein) y Terrats de Barcelona, una pequeña obra por la que tendrá particular inclinación. Dibuja también la portada del diario El liberal, del 5 de octubre de 1902, con el Morrot, la nueva plaza de toros de las Arenas, cabalgata y carrozas. El diario había sido fundado por su amigo Sebastià Junyer, con la herencia recibida de un tío suyo. En octubre, vuelve a París, para una estancia de tres meses, junto con el escultor Juli González y Josep Rocarol: es su tercer viaje a la capital francesa, y vive entre el hotel Champollion y el hotel du Maroc, en la rue de Seine, aunque también vivirá con Max Jacob en una habitación. Los paisajes ya son secundarios en sus intereses.

De vuelta a Barcelona, en enero de 1903, se instala de nuevo en el estudio de la calle Riera de Sant Joan, y pinta un cuadro que titula Barcelona de noche: es la vista desde su estudio de esa calle, con una luz oscura, azulenca, aunque los terrados brillan a la luna plena. Son los mismos escenarios de la fotografía de Adolf Mas, Carrer del Pont de la Parra, de 1907. Son ya los últimos meses de Picasso en la ciudad, pero antes de marcharse alquila, a finales de 1903, un taller en la calle Comerç, 28, que le deja Pau Gargallo, aunque sólo lo ocupará durante tres meses, y allí pinta Calle de Barcelona y Palacio de Bellas Artes, un edificio que se derribó en la posguerra franquista.

El 12 abril de 1904, Picasso se va a París, con Sebastià Junyer. Es su cuarto y definitivo viaje. Durante el trayecto, dibuja a tinta y lápiz unas curiosas viñetas, un auca, con notas (el paso en Portbou, Montauban, y otros, como el curioso dibujo que ilustra con la frase «a las nou del dematí llegan por fin a París»). Se instala en el Bateau Lavoir, en el 13 de la Rue Ravignan, donde permanecerá durante cinco años. Ha empezado una nueva vida. En 1905, hace un viaje a Holanda, a Schoorldam, Alkmaar y Hoorn, donde pinta acuarelas con paisajes, y vuelve a Barcelona en mayo de1906, con su amante Fernande Olivier, aunque sólo de camino: va a pasar tres meses a la pequeña población de Gósol, en el Alt Berguedà, junto al Pedraforca. En 1907, pinta Las señoritas de Aviñó, que son un grito en el mundo del arte, y Els segadors, un recuerdo del verano en Gósol. Retorna a Barcelona en mayo de 1909, también con Fernande, y en 1910 pasa un par de meses del verano en Cadaqués. Todavía vuelve en el estío de 1913: ha muerto su padre. Su madre seguirá viviendo en Barcelona, hasta su muerte en 1939.

Visita de nuevo Barcelona en 1917, en dos ocasiones. Primero, en enero, cuando pasa quince días para ver a su familia. Después, viaja a Roma, y vuelve a Barcelona en junio, donde permanece hasta noviembre de 1917: acompaña a los Ballets Rusos de Serguei Diaguilev, que estaban de gira. Picasso está entonces con Olga Khokhlova, de quien se había enamorado. Picasso se hospeda con su familia en la calle Mercè, mientras que la compañía de los ballets rusos vive en el hotel Ranzini, en el Paseo de Colón, 22. Pinta entonces su último paisaje de la ciudad, mirando hacia Colón, desde el hotel Ranzini, donde también estaba alojada Olga Khokhlova. Aún volvería a Barcelona, brevemente, en 1934, cuando, con Olga Khokhlova, va de vacaciones a España. Será la última vez que pisará el país: la guerra civil estalla dos años después, y el triunfo de las tropas franquistas en 1939 le lleva a prometer que nunca más pisaría España mientras durase el fascismo. No llegaría a tiempo, porque su vida se apagaría antes.

Aunque fueran primerizas, obras de un joven inquieto que recorría las callejuelas de Barcelona, a ninguna otra ciudad dedicó nunca Picasso tantas pinturas. Una de ellas, Terrats de Barcelona (igual que las fotografías de la Chelito) acompañó siempre al pintor por todas las casas donde vivió, como si las azoteas mediterráneas de su juventud, los soleados terrados barceloneses, fueran las sortijas desnudas de sus lejanos días de paseante curioso, de aprendiz aventurado, de pintor torrencial que entraba al galope en los territorios prohibidos del arte, la primavera tormentosa que le pondría brasas ardientes en los ojos, y la patria que hizo crecer sus ansias para devorar el mundo. Cuando Picasso se marchó, el mar de Barcelona aún era del color de la plata sucia, las olas rompían antes de llegar a la arena arrastrando el detritus industrial, la suciedad grasienta de las fábricas, los albañales abiertos de los talleres, mientras los obreros resistían las nuevas persecuciones burguesas en los suburbios oscuros, en el pueblo nuevo de Sant Martí de Provençals, en el Raval revolucionario. En la playa que él había pintado, seguían las casuchas del Somorrostro, y, al fondo, se adivinaban las barracas de Pekín, los pobres de los pobres, y la arena estaba llena de mugre y alquitrán negruzco, un paisaje que atravesaría la república, la guerra civil y el fascismo, y que seguiría habitado por los mismos trabajadores a los que él siempre se sintió unido. Tal vez el joven Picasso, en ese 1904 que cambió el rumbo de su vida, se dio cuenta de que una época había desaparecido para siempre, pero iba a tener el mundo en sus manos.