Para participar en ese juego no se precisa más que un dado y un poco de suerte, «a no ser, como sucede a menudo, que el dueño del tablero establezca las reglas y ejerza el medieval derecho de pernada», advierte Iñaki Egaña, que compara ese sencillo juego con la realidad cuyo tablero sigue en el […]
Para participar en ese juego no se precisa más que un dado y un poco de suerte, «a no ser, como sucede a menudo, que el dueño del tablero establezca las reglas y ejerza el medieval derecho de pernada», advierte Iñaki Egaña, que compara ese sencillo juego con la realidad cuyo tablero sigue en el poder de los poderes francés y español, cuyos dados han sido trucados para que anticonstitucionales, separatistas, anticapitalistas… caigan en las casillas que impiden avanzar: el pozo, la cárcel y la calavera.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue firmada el 18 de diciembre de 1948. Dos días después, cuando la prensa se había hecho eco de la noticia, el dictador rubricaba la sentencia a muerte de dos vascos, Félix Pérez de Lazarraga (Gasteiz) y Andrés Mellado (Portugalete), que eran ejecutados en Barcelona. ¡Derechos humanos a mí!, debió de pensar el mentor del Ogro.
A comienzos de 1943, los nazis sufrirían una contundente e histórica derrota en Stalingrado (hoy Volvogrado). El devenir de la guerra mundial estaba en manos de los Aliados. La estrella de Hitler se apagaba. Franco, que era un canalla y quizá también tonto, ordenó de inmediato la excarcelación de todos los prisioneros de guerra con condenas inferiores a los 20 años. Un amplio indulto que afectó a miles de presos. Pero, de inmediato y para presentar sus reales, ordenó la ejecución del gasteiztarra Luis Álava, que había espiado precisamente para los Aliados. Ésta vez en Madrid. Para compensar. Luego, otros canallas, para más escarnio, nombrarían al ferrolano, sucesivamente, Padre de la Provincia, Diputado General Honorario e Hijo Adoptivo. Vamos, como la Trinidad católica, si alguien lo entiende. Yo, desde luego, no.
Al otro lado de la frontera se las gastaban también. Quizás el ruido de la pólvora era más atenuado, pero los canallas eran tan numerosos que, asimismo, ocultaban los rayos del sol. De Gaulle había sido el salvador de la patria, el que había echado a Pétain con ayudas exteriores. Con la aureola de líder, llevó a la juventud a nuevos holocaustos en Indochina, Argelia, Marruecos… En nombre de la patria. En 1946, un burlón Marc Légasse era encarcelado en Baiona por un folleto del que apenas se habían repartido unas decenas de ejemplares: Hordago. La acusación, les juro que no miento, de traca: «intento de robo a la República de un territorio francés», c´est à dire, le Pays Basque. La traducción quizás no es muy literaria, pero el sentido es cierto. Légasse, el separatista, no fue fusilado, afortunadamente.
Al empezar el artículo deseaba referirme al presente, pero no puedo menos que apuntar una última referencia histórica. Muchas veces he oído decir que la Revolución francesa es la madre de los derechos humanos que disfrutamos en la actualidad. Aquella Revolución que condenó a miles de vecinos de Sara, Azkaine y otras localidades a la deportación lo hizo con un preámbulo neurótico: «Esta medida, obligada por la perversidad de monstruos indignos de ser franceses». Los indignos de ser franceses, por descontado, los vascos continentales. Y los aventajados, por descontado, valga la redundancia del descuento, los revolucionarios. A veces me cuesta diferenciar a un agitador político de un fanático del fútbol.
Entro en harina, con el permiso de ustedes, tras estas breves acotaciones, auténticas a pesar de lo insólito de ellas, que probablemente no vengan al caso, pero inciden en la idea que me ronda. En el mundo público los detalles no existen. Las disertaciones no valen para nada. La interpretación más acertada es inútil en la mayoría de los casos y la más peregrina puede dar en el clavo. La vanidad quizás sirva para explicar alguna salida de tono. Pero el fondo de la cuestión es siempre el mismo: el ordeno y mando, que para el caso es como retrotraernos al origen de los tiempos. Manu militari. Y el que se salga de la foto acabará, según la ocasión, como Pérez de Lazarraga, Mellado, Légasse o los deportados por la Revolución.
Y me viene como anillo al dedo para explicarles lo que me bulle en la cabeza, ese juego al que tantas veces, de niños y no tanto, nos hemos enganchado, el de la oca. El Juego de la Oca, el que efectivamente tiene 63 casillas y al que, sin ser grandes estrategas, nos podemos sumar con un dado y un poco de suerte. Ésta, sin duda, para ganar. A no ser, como sucede a menudo, que el dueño del tablero establezca las reglas y ejerza el medieval derecho de pernada. En ésas estamos.
Refresco el Juego de la Oca para quienes tengan una memoria más frágil. Tres casillas son las temibles, las que suponen, a la postre, la derrota del contendiente. Y estas son: el pozo, la cárcel y la calavera. Quizás sea el pozo la más dañina. Hasta que no caiga otro en él, el participante no puede salir, en ocasiones, hasta la eternidad. De la cárcel qué contar, seis turnos sin tirar, lo que significa, en la mayoría de los casos, muchísimo tiempo. El arroz se pasa, se almidona y pierde su sabor. La calavera, el último de los contratiempos, está a sólo cinco casillas de la victoria. El participante que cae en ella, saboreando ya las mieles de la victoria, debe volver a iniciar el juego. Para entonces sus contrincantes han alcanzado la luna.
Pues bien, vivimos los tiempos del Juego de la Oca. Sarkozy y Zapatero, emulando a sus predecesores, son los dueños del tablero y han trucado los dados para que los contrincantes vayan cayendo en las casillas correspondientes. En el pozo están los anticonstitucionales, separatistas, republicanos, anticapitalistas. Su avance está capado por decreto. No tienen permiso para jugar en igualdad de condiciones. Los medios de comunicación se encargarán de despejar las casillas anteriores para que inevitablemente, los participantes caigan al abismo. Son los ilegales. Ya se sabe que para salir del pozo tiene que caer otro en él. No importa, las normas se cambian. Hay pozos para todos. Cuatro, cuatrocientos o un millón.
La cárcel. ¿Qué les voy a contar que no sepan?, incluso lo que intuyen pero no desean saber, volviendo la vista a otro lado, las torturas salvajes que hasta el Relator de la ONU o Amnesty International denuncian sistemáticamente. En la cárcel están todos los que empezaron a jugar y tomaron algún tipo de ventaja. Con la cárcel se amenaza a los que aún no han ido al pozo. ¿Cuántas detenciones ordenó París hace unas semanas aparentemente sin ton ni son? ¿Eran los detenidos indignos de ser franceses?
La calavera. A su casilla llegan los más predispuestos a la seducción, perdónenme la expresión. Seducidos por los dueños del juego, atisban la meta a pocas casillas. Pero caen, irremisiblemente, en la calavera y a volver a empezar. Las consultas son palabras mayores, ponen en entredicho al juego mismo y sirven para mover el tablero que lleva pegado a la mesa ni se sabe cuánto tiempo. De entre los apestados, los de la calavera son los únicos que pueden tirar el dado. El resto, los del pozo y los de la cárcel, no tienen siquiera dados.
En fin, vuelvo brevemente a la historia para concluir mi alegato. A mediados de febrero de 1968, el régimen franquista permitía la enseñanza en euskara, con límites eso sí, pero rompía la inercia de los años precedentes. Lo dijeron los medios: un gran paso. Diez días después, el gobernador civil de Bizkaia clausuraba la ikastola de Markina. Pues eso. No crean nada de lo que digan. Nos han trasladado a las casillas innobles del Juego. Y si publican manifiestos por el euskara, anuncian desbloqueo de transferencias o nos endulzan con el rescate de nuestros ahorros, ya sabemos lo que viene. Señoras y señores: abran sus paraguas.
http://www.gara.net/paperezkoa/20081024/102933/es/El-Juego-Oca