La característica más destacada de los catorce años de gobierno de Hugo Chávez en Venezuela fue su radicalización continua.
Primero, con la convocatoria de una Asamblea Constituyente y con la ratificación, en 1999, de una nueva Constitución que privilegiaba la participación popular. Luego, en octubre de 2001, la reforma agraria y la Ley Orgánica de Hidrocarburos deshicieron la privatización neoliberal de la industria. Entre 2002 y 2003, después de una fracasada huelga de dos meses promovida por las empresas (más que huelga, un lockout patronal), Chávez enarboló la bandera del antimperialismo. En 2005 hizo suya la del socialismo. Un año más tarde, tras su reelección como presidente, se nacionalizaron la siderurgia, la electricidad y el Banco de Venezuela, el más antiguo del país, al tiempo que se creó el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). En 2009 lanzó una importante ofensiva contra la corrupción, incluso dentro de las filas del movimiento chavista, y luego impulsó las comunas en todo el país. Apenas hubo un respiro entre cada avance.
Cada una de aquellas audaces iniciativas de Chávez vino acompañada de una cadena de triunfos electorales: Asamblea Nacional, elecciones locales, elección revocatoria, referéndum y elecciones presidenciales, incluida la de 2006, en la que obtuvo el 63% de los votos, la cifra más alta en la historia moderna de Venezuela. Todo esto podría parecer una muestra paradigmática de lo que Trotsky —en circunstancias históricas completamente diferentes— denominó «revolución permanente», una revolución sin pausas o sin esas «etapas» en las que se logra un acomodo temporal entre las fuerzas de clase en pugna y se establece una relativa estabilidad.
Chávez, que como militar subalterno lideró en 1992 un golpe de Estado frustrado contra el presidente neoliberal Carlos Andrés Pérez, abandonó la política abstencionista de su movimiento para presentarse a las elecciones presidenciales de 1998 y gobernó hasta su muerte, ocurrida en 2013 a causa del cáncer. Durante ese tiempo, una oposición insurgente apoyada y espoleada por Estados Unidos, intentó derrocarlo en reiteradas ocasiones por diferentes vías y cuestionó en varias oportunidades la legitimidad de la democracia nacional.
A Chávez lo que le preocupaba era mantener el impulso del “proceso”. En primer lugar, para mantener el fervor entre las bases de su movimiento, factor esencial para hacer frente a los adversarios que una y otra vez pretendieron provocar un cambio de régimen. En segundo lugar, para controlar a los burócratas de su propio gobierno y movimiento, es decir, a aquellas personas que no estaban en contacto con las necesidades y aspiraciones de los sectores populares (algunos, incluso, más cercanos a las élites económicas).
Así, por ejemplo, en mayo de 2001, Chávez pidió públicamente la creación de un nuevo movimiento político paralelo a su propio partido. Se le dio el nombre de Movimiento Bolivariano Revolucionario-200 (MBR-200), el mismo nombre del grupo que había encabezado el golpe de Estado frustrado de 1992. El nuevo MBR-200 fue diseñado para servir de control al partido chavista, en el que una facción moderada estaba acumulando cada vez más fuerzas. Como afirmó Ernesto Villegas, los miembros del MBR-200 debían denunciar “dondequiera que haya corrupción, ineficiencia administrativa o conspiración”. Sin embargo, el proyecto de un partido paralelo perdió pronto su urgencia. En octubre de 2001, Chávez introdujo una serie de reformas radicales que significaron un verdadero sacudón para su partido y provocaron la deserción de los moderados, liderados por su mentor, Luis Miquilena.
Pero la presidencia de Chávez difícilmente haya representado una revolución permanentemente ascendente, sin zigzags ni concesiones a quienes se ubicaban a su derecha. No era tan sencillo. Además de un agitador empedernido, Chávez era un pragmático, convencido de que para enfrentar al enemigo no se podía prescindir de una política de alianzas. No se cansaba de decir que, aunque la oposición venezolana era débil, estaba respaldada por la nación imperialista más poderosa de la historia.
Pero las alianzas forjadas por Chávez a la hora de emprender cada batalla tuvieron un precio. Y ese precio a menudo consistía en el abandono o ablandamiento de las banderas abrazadas por la masa de chavistas que lo seguía. Un ejemplo fueron los apoyos electorales que él y otros chavistas recibieron de numerosos clérigos evangélicos. Tras la victoria en las elecciones presidenciales de 2006, un grupo de organizaciones evangélicas emitió un documento titulado “Proclamad Libertad a los oprimidos”, en el que uno de sus portavoces afirmaba que para una mayoría evangélica, como para el pueblo creyente en general, Chávez y su gobierno representa “una visita de Dios” para la nación. El objetivo era claro: contrarrestar la actitud hostil que la jerarquía católica había mostrado hacia Chávez desde el comienzo de su Gobierno.
Al aceptar el apoyo de los evangélicos, Chávez dejó pasar la oportunidad de profundizar en algunos avances logrados. Cuando Chávez murió en 2013, una destacada mujer activista declaró: “Creo que fue muy valiente por su parte llamarse a sí mismo feminista y, sobre todo, toda la política social que se centró en la liberación de la mujer”, Pero a continuación señaló que, a pesar del compromiso abierto de Chávez con el feminismo y de la presión ejercida desde las filas del movimiento chavista, el aborto siguió siendo considerado un delito. El fracaso a la hora de derogar una legislación tan retrógrada se debió no solo a la adhesión de muchos venezolanos al catolicismo, sino también a esa alianza informal del movimiento chavista con los evangélicos.
Otra inesperada alianza para los autoproclamados revolucionarios fue la establecida con aquellos empresarios que se negaban a secundar los planes desestabilizadores de la principal organización empresarial, FEDECAMARAS. Pero la alianza informal con miembros del sector privado tuvo también aspectos inconvenientes que terminaron atentando contra algunos de los principales objetivos del movimiento chavista. La corrupción fue uno de ellos.
En febrero de 2023, tras la huelga general de dos meses convocada por FEDECAMARAS, Chávez declaró que el Estado no destinaría «ni un dólar más para los golpistas» y anunció, en efecto, que todos los «dólares preferenciales», que se vendían a precios subsidiados para pagar las importaciones, irían a parar únicamente a los empresarios que se habían negado a secundar la huelga. La decisión era lógica desde el punto de vista político. Después de todo, ¿por qué ayudar a quienes habían intentado derrocar al Gobierno no una, sino dos veces durante aquel 2002? Pero la política de favoritismo hacia los aliados empresariales condujo a la corrupción masiva: como denunció el exministro de Finanzas de Chávez, Jorge Giordani, esta alcanzó el valor de unos 15 000 millones de dólares.
Otro de aquellos acuerdos era aún más estratégico. Chávez lo llamó la “alianza cívico-militar”: buscaba la plena integración de los oficiales en su Gobierno y en el partido gobernante. Antes de Chávez, la izquierda venezolana había abogado por conceder a los oficiales el derecho de voto para fomentar su participación en la vida de la nación. De hecho, los militares venezolanos no eran tradicionalmente una casta o un reducto de la clase alta —como sí es el caso en los países vecinos— y en varias ocasiones se habían alzado a favor de banderas progresistas.
Chávez afirmó que los militares, lejos de ser una amenaza para la izquierda como lo habían sido en el Chile de Allende, eran aliados de su Gobierno y estaban plenamente integrados tanto allí como al partido. Tras el frustrado golpe de Estado en su contra en abril de 2002, declaró: “Esta es una revolución pacífica, pero no desarmada (…) Y está armada no solo de ideas, sino también de espadas, sables y fusiles”, añadiendo que la alianza cívico-militar se había puesto de manifiesto en abril, cuando los militares se unieron a los civiles para presionar con éxito por su retorno al poder. Pero el intento de Chávez de integrar a los oficiales en su Gobierno a todos los niveles tenía su lado negativo: dada su naturaleza jerárquica, la corrupción en el Ejército es mucho más difícil de denunciar.
Bajo el gobierno de Chávez, el Poder Ejecutivo aplicó importantes medidas represivas contra la corrupción, en las que grandes figuras cercanas al presidente acabaron en la cárcel, un hecho único en la historia de Venezuela. Pero los oficiales militares en su mayor parte quedaron fuera de ellas, y por razones obvias. La oposición, junto con Washington, recurrió al palo y la zanahoria para tratar de convencer a las Fuerzas Armadas venezolanas de derrocar al Gobierno. Para estrategas como Chávez, los riesgos de una reorganización militar superaban a los beneficios.
El gobierno de Chávez navegó así entre las limitaciones impuestas por estas alianzas, por un lado, y el proceso de radicalización, por otro. En medio de la dialéctica entre estos dos polos, Chávez mantuvo el estatus de ícono de la izquierda, tanto en Venezuela como en el resto del mundo.
Sin embargo, la estrategia de radicalismo con una fuerte dosis de pragmatismo suscitó duras críticas y deserciones de ambos flancos, tanto desde la derecha como desde la izquierda. El moderado Movimiento al Socialismo (MAS) abandonó la coalición de Gobierno casi desde el principio, alegando que Chávez estaba incumpliendo las normas democráticas, entre otras cosas, al nombrar a demasiados militares en puestos de gobierno. Después, en 2002, Miquilena, que también se oponía a una supuesta presencia excesiva de militares en el gobierno, se retiró del chavismo y se pasó a la oposición. Ya en 2000, Miquilena había confrontado con tres altos “comandantes militares” que insistían en que ellos y los demás participantes en el intento de golpe de Estado de Chávez en 1992 merecían desempeñar funciones de liderazgo en el Gobierno.
A la izquierda de Chávez, otros criticaron su política de alianzas por frenar el «proceso de cambio». Así, por ejemplo, un sector del movimiento obrero chavista encabezado por Orlando Chirino se opuso a la presencia en el movimiento de antiguos dirigentes sindicales del partido centrista democristiano COPEI que habían intentado frenar las tomas de empresas por parte de los trabajadores tras la huelga general de 2002-2003. En los años siguientes, Chirino y sus aliados se alejaron cada vez más del bando chavista y en 2009 se negaron a participar en la marcha del Primero de Mayo convocada desde el Gobierno.
¿La culpa es (solo) del imperialismo?
Washington no ha sido precisamente un amigo de los gobiernos progresistas de la llamada Marea Rosa en América Latina, y ha utilizado diversos medios para socavarlos. Pero lo de Venezuela es un caso completamente aparte.
Ya antes de las elecciones presidenciales de 1998, Washington se había mostrado implacable en su hostilidad hacia Chávez. El antagonismo se manifestó incluso en los momentos en que Chávez acababa de salir triunfante. Así, por ejemplo, tras la elección de Chávez en 1998, Venezuela se convirtió en el mayor receptor de América Latina de fondos de la National Endowment of Democracy (NED) destinados a apuntalar a la oposición.
Después, cuando Chávez derrotó el intento de golpe de Estado de abril de 2002, Estados Unidos creó una «Oficina de Iniciativas para la Transición» (un eufemismo para el cambio de régimen) en su embajada en Caracas. En 2004, tras el arrollador triunfo de Chávez en unas elecciones revocatorias certificadas por el Carter Center, el gobierno estadounidense anunció que no aceptaría los resultados oficiales. Apenas unos meses después de la reelección de Chávez en 2006, una nueva generación de jóvenes antichavistas con gran presencia en las universidades de élite —y generosamente financiada por ONG estadounidenses— debutó en las calles de Caracas en forma de protestas disruptivas.
La aprehensión de Washington hacia Chávez obedece a un patrón histórico que se ha manifestado en contextos muy diversos. Durante el período de lucha por los derechos civiles de la década de 1960, el FBI persiguió a figuras que consideraba “mesías”, líderes carismáticos con capacidad para atraer y unificar a sectores muy diferentes de la población.
Chávez era un líder de ese tipo. Así lo demostró su éxito en la convocatoria de la segunda cumbre de la OPEP, celebrada en Caracas en septiembre de 2000, que aprobó el plan de Venezuela para la estabilización de los precios del petróleo en niveles superiores. Antes de la reunión —y pese a la enérgica objeción de los líderes de la oposición— Chávez viajó a las otras diez naciones de la OPEP para invitar personalmente a los jefes de Estado a la cumbre, muchos de los cuales acudieron. El viaje de Chávez fue particularmente audaz dada la diversidad entre los miembros de la OPEP y la hostilidad entre algunos de ellos (Irán e Irak, por ejemplo). Esta capacidad, sin parangón en ningún otro líder de la Marea Rosa, explica el trato singularmente beligerante que Venezuela ha recibido de Washington, tanto antes como después de la muerte de Chávez.
Desde la izquierda se han formulado diversas críticas a Chávez, y sin duda algunas de ellas son válidas o contienen elementos de verdad. Pero los defectos de Chávez deben entenderse en el contexto de la incesante guerra contra Venezuela. Así, por ejemplo, Chávez reaccionó a la huelga general de dos meses de 2002-2003, secundada por el 70% de los empleados de cuello blanco de la industria petrolera, despidiéndolos a todos y subrayando después la importancia de la lealtad por encima de la competencia.
El énfasis en la lealtad era lógico dada la agresividad de la oposición y los recursos de los que disponía. Pero al hacer hincapié en la lealtad por encima de la competencia, tal vez haya ido demasiado lejos. Los críticos de Chávez de todo el espectro político atribuyen los acuciantes problemas que han asolado la industria petrolera venezolana a la incapacidad de priorizar la competencia, lo cual se vio agravado por la pérdida de esos 17 000 empleados de la industria petrolera en 2003. Puede que aquello haya sido un error. Pero, en todo caso, debe ser visto como una reacción exagerada al intento de FEDECAMARAS y sus empresarios aliados de poner a la nación de rodillas.
El llamamiento de Chávez a la unidad por encima de todo es otro ejemplo de su sobrerreacción ante las acciones de la oposición apoyada por Washington, que utilizó todos los medios posibles para lograr el cambio de régimen. Uno de los eslóganes favoritos de Chávez, “unidad, unidad y más unidad”, se tradujo a veces en la incapacidad de reconocer las diferencias legítimas dentro de la izquierda.
Chávez lanzó el PSUV en 2007 como “Partido Único de la Izquierda” y pidió a los demás partidos de izquierda que se disolvieran. El Partido Comunista (PCV), el más antiguo del país, y varios otros, se negaron a aceptar la propuesta de Chávez, aunque muchos de sus dirigentes renunciaron para unirse al PSUV. Chávez reaccionó llamando «contrarrevolucionarios» y “traidores” a sus dirigentes, pero luego abandonó la idea de un partido único de izquierdas y creó la alianza «Polo Patriótico», que englobaba a todos los partidos chavistas, incluido el PCV. Calificó a la nueva agrupación de «bloque histórico», un término tomado de Antonio Gramsci.
Pero la negativa a aceptar la diversidad, aunque comprensible teniendo en cuenta a lo que se enfrentaba, tuvo graves consecuencias. Chávez llenó casi todos los puestos de dirección del partido con ministros de su Gobierno, gobernadores chavistas y otros funcionarios gubernamentales, reduciendo así la probabilidad de que surgieran críticas constructivas.
El momento justo
En resumen, la agresividad del enemigo limitó las opciones de Chávez y le obligó a forjar alianzas que frenaron la consecución de los objetivos de su movimiento. Al mismo tiempo, las situaciones en las que tenía ventaja, inmediatamente después de los triunfos, eran momentos ideales para que avanzara en la consecución de los compromisos de largo alcance de su movimiento. Chávez demostró ser un maestro a la hora de aprovechar la oportunidad que brindaban ese tipo de ocasiones.
Esta habilidad quedó demostrada al principio de su primera presidencia, el 2 de febrero de 1999, cuando presentó su propuesta electoral de una Asamblea Constituyente. Ese día recibió la banda presidencial de manos del presidente saliente, Rafael Caldera. Frente al anciano Caldera, de 83 años, Chávez dijo: «Juro delante de Dios, juro delante de la Patria, juro delante de mi pueblo que sobre esta moribunda Constitución impulsaré las transformaciones democráticas necesarias para que la República nueva tenga una Carta Magna adecuada a los nuevos tiempos».
Tras su triunfo electoral de 2006, pasó una vez más a la ofensiva con las expropiaciones de sectores estratégicos de la economía. Inmediatamente después de que se anunciaran los primeros resultados electorales el 3 de diciembre, Chávez se dirigió a una multitud eufórica frente al palacio presidencial, diciendo: “Hoy es un momento de despegue. Nuestra estrategia es la profundización de la revolución, de la democracia revolucionaria hacia el socialismo… que nadie le tenga miedo al socialismo. El socialismo que estamos construyendo es amor, es solidaridad, es original”.
Pero cabe preguntarse si tras la impresionante victoria electoral de Chávez en 2006, que desmoralizó a la oposición, se podría haber llegado más lejos. Los resultados electorales brindaron a los chavistas una oportunidad para crear un sistema de rendición de cuentas de la administración pública con cierto grado de autonomía, aun a riesgo de proporcionar a la oposición munición adicional para atacar al Gobierno.
Chávez combatió la peste de la corrupción cuando en 2009 expropió varios bancos en quiebra y su Gobierno ordenó encarcelar a destacados empresarios cercanos al movimiento chavista. Así evitó una crisis financiera en toda regla y el consiguiente colapso económico. Pero no institucionalizó mecanismos de control de la burocracia que hubieran tenido un efecto más duradero.
Es esencial que la izquierda en el poder identifique el momento adecuado para avanzar. En los momentos de mayor fortaleza, resulta imperativo que la izquierda en el poder aproveche al máximo la relativa debilidad del enemigo profundizando con audacia el proceso de cambio. Esta es una conclusión muy diferente a la que sostienen algunos en la izquierda que, en nombre de la “revolución permanente”, afirman que todos los momentos son correctos. Según ellos, todo está perdido cuando un proceso de cambio revolucionario se queda quieto, sin avanzar. Esta noción, que básicamente descarta la importancia del momento, ignora la estrategia leninista de retroceder o replegarse temporalmente para avanzar en circunstancias más propicias. En el caso de Venezuela, el mismo posicionamiento teórico asume que Estados Unidos es una especie de “tigre de papel” y no la formidable potencia que es.
Otro asunto espinoso surgió tras la aplastante victoria electoral de Chávez en 2006 con la fundación del PSUV como partido de masas en lugar de uno más pequeño y disciplinado. A principios de 2007 se instalaron mesas en las plazas céntricas de pueblos y ciudades de todo el país para inscribir a los venezolanos en el nuevo partido, sin hacer preguntas. Chávez incluso dio la bienvenida a quienes habían firmado la petición de revocatoria presidencial.
Algunos izquierdistas se preguntaron cómo se podía fundar un partido sin programa ni objetivos. Los dirigentes chavistas respondieron a esta objeción señalando que eran las bases del partido organizadas en células (llamadas “batallones”), de unos 200 miembros cada una, las que harían propuestas para un programa que luego se ratificaría en el congreso fundacional y que plantear lo contrario era hacerle el juego a las élites políticas.
Maripili Hernández, que se convertiría en ministra de la Juventud de Chávez, respondió a los críticos de la izquierda acusándolos de “no confiar en la sabiduría del pueblo”. Continuó diciendo: “Por primera vez en Venezuela, y me atrevo a decir que en el mundo, de que un partido no sea fundado por una élite, sino que sea el pueblo el que le dé forma, pero algunos dicen que hay que esperar. ¿Esperar a qué?”.
Lo que estaba en juego era la cuestión de un partido de masas frente a un partido disciplinado más pequeño, un debate que se remontaba a las polémicas de Rosa Luxemburgo y Lenin sobre el papel de la vanguardia. Lenin, tanto en la teoría como en la práctica, daba más importancia a la dirección centralizada en el proceso revolucionario, mientras que Luxemburgo destacaba el aspecto más espontáneo de las protestas de masas (aunque estaba muy lejos de ser una anarquista opuesta a los partidos políticos). Pero un partido y un movimiento de masas no se traducen necesariamente en una mayor democracia y en la ausencia de un liderazgo excesivamente centralizado, como había previsto Luxemburgo.
Los izquierdistas, incluidos algunos del PSUV, cuestionaron la forma en que se estaba estructurado el partido. El portavoz de la izquierda española y asesor del gobierno de Chávez, Juan Carlos Monedero, advirtió a Chávez del peligro de lo que denominó “hiperliderazgo”. Según Monedero, el hiperliderazgo “tiene la ventaja de articular lo desestructurado y unir los fragmentos [de los sectores populares]”. Pero, añadió, “en última instancia, desactiva una participación popular que confía demasiado en las capacidades heroicas del líder”.
Sin embargo, la historia tiene otra cara. La profundización de la democracia y la guerra son dos elementos incompatibles. La guerra patrocinada por Estados Unidos contra Venezuela, al igual que la guerra contra Cuba, ha impedido el progreso no solo en el frente económico sino también en el político. Creo que las críticas presentadas por Monedero y otros que apoyaban al gobierno chavista pero alertaban sobre la falta de democracia interna eran válidas. Pero no estoy tan seguro de hasta qué punto son válidas dado el contexto del imperialismo estadounidense.
El legado de Chávez
En noviembre de 2008, el programa estadounidense “Front Line”, de la cadena PBS, emitió el documental “The Hugo Chávez Show”. Como su nombre indica, el programa reducía a Chávez y sus innovadores programas y propuestas a nada más que bombo y platillo (yo mismo fui entrevistado para el programa durante más de una hora en Caracas, pero luego solo citaron un par de palabras carentes de contenido real).
El documental refleja gran parte de la literatura académica sobre el populismo de izquierdas, que postula al carisma como su característica más destacada al tiempo que resta importancia a las políticas concretas. La teoría se cae por su propio peso cuando uno se pregunta por qué Washington llegó a tales extremos para derrocar al “populista” de izquierdas Hugo Chávez. ¿Acaso le aterrorizaban las cualidades personales de Chávez y sus habilidades retóricas, o lo que contaba eran sus acciones? Es evidente que lo segundo.
El modelo que Chávez estaba desarrollando en Venezuela chocaba de manera fundamental con el capitalismo al estilo estadounidense. Estados Unidos llevó a cabo una enorme campaña con el objetivo de dar una lección a los venezolanos y al mundo sobre lo que ocurre cuando intentas desarrollar alternativas al sistema capitalista y al mismo tiempo desafías a Washington.
Para las élites gobernantes, algunas expropiaciones son aceptables. Pero no las llevadas a cabo por Chávez. Las expropiaciones de 2007 y posteriores no fueron acciones caprichosas impulsadas por una visión utópica, sino una respuesta a lo que el venezolano llamó «prácticas inescrupulosas». Durante las expropiaciones de 2007, el presidente advirtió a las empresas cementeras que les ocurriría lo mismo si no invertían lo suficiente y no abastecían al mercado nacional a precios regulados por el Gobierno en lugar de exportar sus productos al extranjero, donde los beneficios eran mayores. «Si no quieren [invertir], las ocuparemos, inyectaremos recursos y haremos que las plantas funcionen mejor, reduciremos costos y produciremos lo suficiente para nosotros, porque esto ya es demasiado». Al año siguiente Chávez decretó la expropiación de la industria.
El modelo tenía también otros componentes. La Constitución venezolana de 1999, que fue la primera iniciativa de Chávez como presidente, consagró el concepto de democracia participativa. Este se aplicó de diversas formas. En menos de una década se celebraron elecciones revocatorias y dos referendos nacionales. Los programas sociales se administraron a través de organizaciones comunitarias.
Hacia el final del gobierno de Chávez surgieron comunas por todo el país que producían diversos productos. Chris Gilbert, un escritor que estudió el fenómeno, señaló que, a diferencia del zapatismo en México, las comunas venezolanas “demostraron la relación esencialmente positiva que puede establecerse entre el poder popular (…) y un aparato estatal receptivo”. En general, los analistas reconocen que las asignaciones para programas sociales aumentaron sustancialmente bajo Chávez, pero la participación de la comunidad organizada en su gestión no suele abordarse y, cuando se hace, se subrayan únicamente los aspectos negativos.
El temor al efecto dominó que podría desencadenar un modelo alternativo que funcione es la principal razón por la que Estados Unidos le declaró la guerra total a Venezuela. Las consideraciones geopolíticas —no querer un gobierno antipático en el vecindario— también tienen mucho que ver. Y evitar que Venezuela pase de ser un proveedor seguro de petróleo para el mercado estadounidense a un proveedor importante para China (las exportaciones de petróleo al país asiático se dispararon bajo Chávez) fue otro factor importante.
Durante los 14 años de presidencia de Chávez, el nuevo «modelo» venezolano estaba en construcción. Distaba de ser un proyecto acabado. Una de las fuentes de inspiración de Chávez fue Simón Rodríguez, mentor de Simón Bolívar, que afirmó célebremente: “Inventamos o erramos”. El componente clave del modelo que surgió fue la expropiación por parte del Estado de aquellas empresas que no cumplieran sus obligaciones sociales con los trabajadores, el medio ambiente y el desarrollo nacional. No se trataba tanto de un modelo socialista sino más bien de uno anticapitalista.
Los expertos de Washington que justifican la política exterior estadounidense abrazan la noción de que el socialismo no funciona. Pero si los políticos de Washington están tan seguros de que esto es así, ¿por qué no dejan que los experimentos anticapitalistas, como el de Venezuela, y socialistas, como el de Cuba, se consuman por sí mismos en lugar de atacarlos desde fuera? Tal escenario representaría un «efecto demostración» mucho más eficaz que lo que efectivamente sucede en Venezuela y Cuba, en donde el “fracaso” puede atribuirse fácilmente a la agresión imperialista. Si Washington aceptara esta línea de razonamiento, Cuba no habría estado sujeta a un embargo durante más de medio siglo. Y Estados Unidos no se habría entrometido en los asuntos internos de Venezuela, como ha hecho desde el principio del gobierno de Chávez.
Steve Ellner es profesor retirado de historia económica políticas en la Universidad de Oriente (Venezuela), y actualmente Editor Asociado de Latin American Perspectives. Es autor de numerosos libros, entre ellos El fenómeno Chávez: sus orígenes y su impacto hasta 2013 (2014) y La izquierda latinoamericana en el poder: Cambios y enfrentamientos en el siglo XXI (editor, publicado por CELARG y el Centro Nacional de Historia, Caracas, 2014). https://www.dropbox.com/s/yxxsdyf0puqxdhg/La%20izquierda%20latinoamericana%20book.pdf?dl=0
Publicado en Jacobin, segundo semestre de 2024.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.