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El lenguaje como arma

Fuentes: Público

No me refiero en este artículo a la importancia que el lenguaje alcanza en la imposición de una cultura sobre otras a través de su lengua, sino a la relación entre la lengua y la ideología que expresa: una acción sutil que troquela el pensamiento y lo inclina hacia determinadas posiciones. Es un terreno en […]

No me refiero en este artículo a la importancia que el lenguaje alcanza en la imposición de una cultura sobre otras a través de su lengua, sino a la relación entre la lengua y la ideología que expresa: una acción sutil que troquela el pensamiento y lo inclina hacia determinadas posiciones. Es un terreno en el que las fuerzas conservadoras han desarrollado una subterránea batalla, tratando, a veces con bastante éxito, de desactivar el lenguaje críticamente realista de la izquierda para sustituirlo por formulaciones encubridoras de los graves problemas e injusticias que afectan al mundo actual.

Así, en el análisis de la estructura social, la realidad de una sociedad dividida en clases -con intereses económicos y políticos antagónicos entre los propietarios y beneficiarios de los medios de producción y del sistema financiero, los dominantes y la masa de asalariados (o parados)- es sustituida por el término de «sociedad dual», astutamente introducido en los medios sociológicos. A través de tal recurso se logra una imagen despojada de valoración y conflictividad. Parecería que estamos en presencia de dos formas más de vivir la común humanidad, al igual que podríamos dividir a los seres humanos en chatos y narigudos, tal como clasificamos a los monos en platirrinos y catrirrinos. Unos poseen, como mera peculiaridad, la de ser ricos y otros la de ser más o menos pobres. Cuando una minoría se enriquece, mientras la mayoría se empobrece, el fenómeno es descrito diciendo que una sociedad se ha «dualizado». Semejante diferencia en la distribución de la riqueza no es consecuencia de un sistema en el cual unos son beneficiarios y otros explotados. El término de «explotación capitalista» ha llegado a ser prohibido -me consta- en algún medio de comunicación. Y si el resultado de la contradicción entre clases es la lucha entre ellas, cuyo espectáculo ha llenado la Historia, semejante conflicto es sustituido por la predicación del «consenso» amigable y la ponderación de un desarrollo que a todos conviene. En una imagen vulgar y repetida no se trata de repartir la tarta, sino de aumentarla.

En el orden internacional la imagen del subdesarrollo -producido por la explotación de los países del Tercer Mundo a cargo de los que forman el Primero- queda paliada al designar a los primeros como «países en vías de desarrollo», aunque no se percibe ningún AVE que los conduzca rápida y felizmente a tal situación Y en este ámbito quedan proscritas las palabras «imperialismo» y «colonización», a la par que los antiguos Ministerios de la Guerra o del Ejército se convierten en Ministerios de Defensa capaces de lanzar «guerras preventivas» para proteger a los ciudadanos de los países demócratas ante la amenaza que suponen los «Estados canallas».

Y ¿qué diremos del deformante juego realizado con el concepto de «libertad», uno de los tres grandes lemas de la Revolución Francesa? En el siglo XIX, los liberales eran los progresistas que combatían el absolutismo y el peso de las tradiciones opresivas. Para Marx, el «reino de la libertad» era la meta de la historia humana. Pero, si prescindimos del uso del término en EEUU, donde designa actitudes progresistas, en el lenguaje actual ha quedado referido a la falsa y sacrosanta libertad de mercado, que encubre el control de la economía y de los compradores por parte de las empresas más poderosas.

¿Empresas, empresarios? Ahora resulta que el término con que debemos referirnos a los propietarios y altos gestores de las empresas es el mucho más noble de «emprendedores». No les basta con el beneficio económico, exigen la admiración social como representantes de la capacidad de iniciativa valerosa que habíamos atribuido a los arriesgados navegantes y exploradores, a los creadores de ideas e innovaciones, a los artistas que han abierto caminos a la humanidad.

¿Racionalización? Un día en que pasaba ante el Auditorio Monumental, oí gritar a un trabajador que se encontraba sentado comiendo un bocadillo: «Oiga, no racionalice». Quedé sorprendido al pensar que escuchaba una crítica a la actividad filosófica. Pero las siguientes palabras disiparon mi inquietud. «Que con esta racionalización nos dejan en el paro». El indignado trabajador había comprendido en su propia carne lo que «racionalizar la producción», en el actual lenguaje, significa: aumentar beneficios a costa de despidos, del «despido libre».

Los movimientos feministas han sido muy lúcidos y combativos en relación con el dominio del patriarcalismo en el lenguaje, pero no han dejado de caer en algunas trampas. Concretamente, en la introducción del término «género», sustituyendo a los de sexo y mujer. Así, los estudios sobre la mujer, los «Women Studies», tan difundidos en las Universidades estadounidenses, se van convirtiendo en estudios de «género». Que, por ende, podrían tener como objeto tanto el estudio de los problemas y la historia de la mujer como los de los hombres varones, que han llenado sobradamente la historia convencional. Y, en nuestro país, la designación de la ley llamada a proteger a las mujeres, adoptando el nombre de «Ley de Violencia de Género», la ha despojado del justo sentido de defensa de las víctimas del dominio patriarcal, de modo que también los varones claman contra la violencia terrible que, a su parecer, ejercen las mujeres.

Y, finalmente, no olvidemos el último y pintoresco juego lingüístico a que estamos asistiendo: el intento de borrar los conceptos de monarquía y república con el oxímoron de una «monarquía republicana». Sin habernos percatado estamos ya en la III República. ¡Enhorabuena, republicanos!

Carlos París es filósofo y escritor

Tomado de http://blogs.publico.es/dominiopublico/1396/el-lenguaje-como-arma/

Ilustración de Iker Ayestaran