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Cronopiando

El llanto de la langosta

Fuentes: Rebelión

Conmovedora la imagen de Elsa Fornero, ministra italiana de Trabajo, llorando ante cámaras y micrófonos mientras leía a la ciudadanía italiana los nuevos ajustes de cuentas a que será sometida. Todavía no se había visto obligada por el llanto a interrumpir la lista de medidas que su gobierno, con ella como ministra, iba a adoptar, […]

Conmovedora la imagen de Elsa Fornero, ministra italiana de Trabajo, llorando ante cámaras y micrófonos mientras leía a la ciudadanía italiana los nuevos ajustes de cuentas a que será sometida.

Todavía no se había visto obligada por el llanto a interrumpir la lista de medidas que su gobierno, con ella como ministra, iba a adoptar, cuando del subconsciente me vino otro llanto semejante, el de Homer Simpson en uno de los inolvidables episodios de su familia, cuando se decidió a tener como mascota una langosta.

Tanto la llegó a amar Homer que hasta se la llevó con la familia a la playa. Quedó sí, la pobre langosta, a la que Homer conducía como si fuera un perro, con una correa, absolutamente cubierta de arena y, al volver a casa, nada mejor un baño, pensó Homer, para devolverle su mejor aspecto, así que, la llevó a la cocina y la metió en una olla con agua.

No recuerdo quien fue, supongo que Bart, el que atizó el fuego pero, mucho tiempo después de que la olla se cansara de seguir hirviendo y ya próxima la hora de cenar, Homer se dio cuenta de su grave error.

Una escena más tarde, mientras cenaba la familia, Homer todavía seguía sollozando la muerte de su amada langosta. Los llantos, acompañados de sus mejores lamentos, no evitaban que se las ingeniera para mover las dos quijadas y dar cuenta de la difunta. ¡Tanto la quería! Desolado, Homer rechazó la propuesta de Bart de que compartiera con el resto de comensales su sacrificio dado que «ella lo habría querido así», y cada vez que succionaba hasta quedarse sin aire una de aquellas entrañables patas, Homer, entre lágrimas y espasmos, se maldecía por la triste suerte que corriera su langosta y recordaba, con ella en la boca, los felices momentos que habían compartido.

Cierto es que no eran Los Simpsom lo que yo estaba viendo sino el informativo, y que no era una langosta lo que la ministra y su gobierno se disponían a cenar sino seres humanos, pero justo es reconocerle a la ministra Fornero el consuelo de sus compasivas lágrimas en estos chuscos tiempos, de tanta prepotencia y arrogancia, y el reconfortante alivio de su llanto.

Hasta debiera cundir el ejemplo y que, en todos los gobiernos, no hubiera recorte de cualquier fundamental derecho que no se declarase llorando; cualquier subida de impuestos que no se impusiera gimoteando; cualquier despido que no se autorizase entre convulsiones y quejidos; cualquier desahucio que no fuera acompañado de sus correspondientes suspiros y lamentos.

Y que acabáramos llorando todos, como escribiera el poeta argentino Oliverio Girondo: » llorar a lágrima viva, llorar a chorros, llorar la digestión, llorar el sueño, llorar ante las puertas y los puertos, llorar de amabilidad y de amarillo… llorarlo todo, pero llorarlo bien, llorarlo con la nariz, con las rodillas. Llorarlo por el ombligo, por la boca. Llorar de amor, de hastío, de alegría. Llorar de frac, de flato, de flacura. Llorar improvisando, de memoria. ¡llorar todo el insomnio y todo el día!»

Hasta quedar todos convertidos en unas arrugadas pasas que, por cierto, van muy bien, también, con la langosta.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.