De niño veía al Súper Ángel Sueco, George el Hermoso y Primo Carnera (un ex boxeador) luchar en la pequeña pantalla del televisor en blanco y negro. Yo le gritaba a la TV desde la sala porque el árbitro siempre estaba mirando hacia otro lado cuando el villano daba un golpe ilegal. Los «malos» usaban […]
De niño veía al Súper Ángel Sueco, George el Hermoso y Primo Carnera (un ex boxeador) luchar en la pequeña pantalla del televisor en blanco y negro. Yo le gritaba a la TV desde la sala porque el árbitro siempre estaba mirando hacia otro lado cuando el villano daba un golpe ilegal. Los «malos» usaban tácticas sucias y ocasionalmente hasta «ganaban» la pelea.
También me encantaba mirar el Derby de Patinaje. Los miembros del equipo de los «malos» halaban el pelo o golpeaban a sus virtuosos rivales y los lanzaban sobre la baranda de la pista de patinaje. Después de pretender que sufrían de un dolor insoportable, momentos después regresaban heroicamente a la pista.
Tales «deportes» paralizaron mi imaginación pre-adolescente mucho antes de que yo comprendiera que tales espectáculos eran síntomas de un rasgo enfermizo de la cultura popular –y de mí con mis 12 años. Yo adoraba aquel «entretenimiento» (sensación de placer indirecto) en los que el público (como yo) experimentaba placer al ver cómo una persona hacía sufrir –teatralmente– a otra. Es más, la «pelea total» en TV y las peleas mortales clandestinas de perros se han convertido en parte tan integral de la cultura pop como las carreras de NASCAR.
De adulto hice filmes que como la lucha están basados en trucos para hacer que el producto parezca real. Los públicos dejan su detector de mentira en la taquilla para escapar por un par de horas de alegría para experimentar indirectamente el dolor de otros en el ring; o el romance y la muerte en imágenes fugaces y muy grandes en la pantalla.
En la década de 1980, los luchadores del «mundo del espectáculo» infligieron gran dolor a sus oponentes. Una coreografía tan violenta aumentaba el poco público de mi niñez. La industria de la lucha pasó de un mal programa de TV a grandes espectáculos con importantes anunciantes y enorme audiencia ruidosa. Múltiples cámaras mostraban verdaderas orgías en los estadios mientras luchadores de espectáculo rompían sillas en la cabeza de su oponente y los lanzaban hacia el excitado público. Hulk Hogan se convirtió en un icono nacional, aunque no necesariamente querido.
El luchador, dirigida por Darren Aronofsky, trae a la pantalla a un héroe y a una heroína de ambos ridículos «deportes». Randy «Ariete» Robinson (Mickey Rourke) sabe que la cúspide de su carrera pasó hace más de una década. Sus recortes de prensa y fotos publicitarias de tiempos pasados cuelgan en una pared como recuerdos de su pasado. Ahora trabaja en un empleo temporal mal pagado en un mercado, llevando cajas del camión de reparto a los estantes. Pero los fines de semana aún obliga a su maltratado cuerpo, bronceado por las lámparas ultravioletas y lleno de esteroides, a subirse al ring en estadios de baja categoría –nada de TV para él. Randy toma analgésicos para los dolores mientras un enfermero venda sus cortes y sutura sus heridas. Las falsas peleas duelen como carajo.
Rourke utiliza deliberadamente su físico exagerado para contrastar con la delicadeza de su lenguaje corporal –fuera del ring. Sus músculos desmienten su impotencia, otra metáfora de Estados Unidos en el mundo. Cada palabra y movimiento de Rourke sugieren que el dolor es su sentimiento dominante. Junto con las cicatrices, Rourke también muestra las arrugas de determinación que lo mantienen con la fijación en la única cosa por la que se ha ganado la adoración de sus admiradores –ninguno de los cuales lo conoce. El rostro, que vemos en primeros planos durante el filme, muestra su núcleo estoico. Este gigante solitario tiene sus seguidores, su reputación y su comunidad de luchadores, hombres que se pegan en la cabeza con objetos contundentes y se clavan mutuamente grapas en la piel para complacer a las hordas sórdidas que gritan pidiendo sangre y violencia. Entre bastidores sus hermanos de fraternidad ensayan con intimidad familiar sus movimientos para el ring antes de adoptar su papel de malvado monstruo o noble guerrero.
Las peleas coreografiadas incluyen maniobras en las que Randy inserta una cuchilla de afeitar en cinta adhesiva y luego, cuando la muchedumbre está mirando las bravuconadas de su malvado contrincante, el corta su propia frente y sangra. Estas peleas ensayadas brindan una moral de tiempos antiguos en las que el público abuchea al malo y alienta al bueno, mientras los hombres se abofetean, se destrozan, se aplastan o se clavan grapas unos a otros. Uno de los compañeros de ring de Randy le dice antes de su encuentro: «Yo soy el calcañal y tú eres la cara».
A Randy le gusta Cassidy, una desnudista en un equivalente de Bad a Bing en Nueva Jersey, donde se desarrolla el filme. Ella siente ambivalencia ante las insinuaciones de Ariete cuando él sugiere algo más allá de la relación cliente-proveedor. Al igual que Ariete, ella se gana la vida con su cuerpo y al igual que el luchador gigante, el tiempo ha hecho estragos en su cara sin arrugas.
Como Randy, ella vende su cuerpo a los clientes. Sus senos aún firmes deben dar a los hombres excitados el valor de su dinero cuando ella se les encarama en las piernas. El corpachón de Randy, de musculatura artificial y lleno de cicatrices, ofrece una tentación similar a aquellos que disfrutan indirectamente la violencia. Una tienta a los clientes con falsa sexualidad, el otro con violencia fingida. En cada caso, los que pagan desean sentir el sexo y la violencia sensacionales
La cultura contemporánea ha transformado el deseo en lujuria vulgar en los clubes de striptease; la lucha ofrece una salida para el odio, una oportunidad para que los frustrados griten de placer a otros que se retuercen de dolor. Tetas y culos, violencia y sangre: productos vendidos por la industria del entretenimiento a sectores de las frustradas clases trabajadoras.
En el camerino, mientras se ponen sus disfraces, los luchadores se abrazan como miembros de una fraternidad que comparten el dolor y simulan odiarse en el ring. Igualmente que Ariete no desea mal hacia los que le clavan grapas en la piel, Cassidy no siente atracción por los hombres con que se restriega: dos tristes simuladores.
En el parque de remolques donde él vive, el propietario no lo deja entrar cuando no paga el alquiler, Pero los muchachos de la localidad lo adoran. Él simula luchar con ellos y permite que jueguen con él como personaje en un juego real de lucha en Nintendo. Él se aferra a esa frágil identidad como su único vínculo con la vida.
Solo y adolorido, lo vemos tragando tabletas con su cerveza, esteroides, analgésicos, anfetas y sedantes que le permiten recibir silletazos en la cabeza y grapas clavadas en la piel. Se arrepiente de haber abandonado a su hija y de su fracaso en construir una relación íntima con Cassidy.
Después de sufrir un infarto al terminar una pelea, los médicos le prohíben volver a luchar. Randy tiene que trabajar horas extras en la charcutería del mercado, donde sospechosos clientes se comportan como totales opuestos de sus seguidores que lo adoran. Randy tiene que usar una chapa con su nombre, Robin Ramsinski, una identidad que hace mucho abandonó en favor de la imagen de Randy el Ariete.
Solo, con la muerte acechando, Randy intenta nuevamente conectarse con Cassidy, quien también ha tomado malas decisiones en su vida. Ambos viven en el borde, donde un pago dejado de hacer puede significar el desahucio, quedar sin casa y la imposición final del dolor en las calles. Cuando el gran, destruido y gentil luchador le ofrece compañía, su precaución interna le hace rechazar el comprometerse no con un tipo amoroso, sino con un cliente con quien se ha restregado. Independientemente de cuán dulce y atractivo ello lo considere, es demasiado riesgoso para una mujer que evidentemente ha pagado un alto precio por sus riesgos románticos anteriores: una madre soltera que tiene que arriesgar su dignidad para mantener a su hijo.
Después de echar a perder su intento de reconciliación con su hija Stephanie (Evan Rachel Wood), fracasa torpemente al querer convencer a Cassidy de hacer una vida juntos. Renuncia a su trabajo cuando un cliente lo reconoce detrás del mostrador de la charcutería mientras el sirve ensalada de papas en un envase plástico. Sin opciones visibles y con el corazón (literalmente) roto, Ariete programa una pelea con el archi malvado de la lucha, un negro que se autodenomina el Ayatolá (Ernest Miller).
«Le importo un carajo al mundo», racionaliza él. Los únicos a quien les importa no lo conocen a no ser como el rubio musculoso en leotardo que soporta todo el dolor que los malos le infligen y aún así termina por ganar: el sueño norteamericano.
El Ayatolá entra al ring y la muchedumbre, sin John McCain grita: «Bombas, Bombas, Bombas para Irán». Los patriotas enloquecidos vitorean la entrada de Randy. Él se lo merece, ya que considera que él es «un viejo y destrozado trozo de carne». Él es el ídolo que ellos no conocen, ellos son su familia indirecta. Él lucha para ellos –una abstracción. Eso es lo que hace.
Cámara en mano, el filme registra parques de remolques, salas V.F.W., modernos mercados y sórdidos estadios. Nada de gente elegante o casas hermosas, solo barrios obreros de Nueva Jersey en invierno, una parábola digna de Estados Unidos en 2009. El luchador, al igual que la mayor parte de Estados Unidos de bajos ingresos, permanece sin quejarse en medio de su aflicción. Él no espera alivio para el dolor de su cuerpo –aun cuando cientos lo aclamen. Él representa los sentimientos prototípicos del hombre machista, con grandes dolores e incapaz de compartir su profunda tristeza –la imposible carga de la soledad.