La incompatibilidad entre islam y democracia es un tópico muy arraigado en Occidente, que se realimentó con la obra de Samuel P. Huntington (1996): «El fracaso de la democracia liberal en las sociedades musulmanas tiene su fuente en la naturaleza de la cultura y la sociedad islámica, inhóspita para los conceptos liberales y occidentales». Por […]
La incompatibilidad entre islam y democracia es un tópico muy arraigado en Occidente, que se realimentó con la obra de Samuel P. Huntington (1996): «El fracaso de la democracia liberal en las sociedades musulmanas tiene su fuente en la naturaleza de la cultura y la sociedad islámica, inhóspita para los conceptos liberales y occidentales». Por el contrario, autores como Mohamed Charfi consideran que en el último siglo y medio un nutrido grupo de pensadores musulmanes han demostrado que «el islam es una religión de amor y concordia, es perfectamente capaz hoy día de combinar la democracia y los derechos humanos».
El origen del malentendido se encuentra en el peso que la tradición islámica ha dado a la sharia o el fiqh, es decir, el derecho musulmán clásico, que «es un corpus de reglas jurídicas que trata de todos los problemas de la vida en sociedad». Dichas reglas emanan de la interpretación que se ha dado a las disposiciones jurídicas contenidas en el Corán y en los hadits (hechos o dichos atribuidos al Profeta) y que, en general, fue codificada en el siglo XIII. Además, la utilización del islam para legitimar posiciones de opresión política ha sido, como en otras religiones, una constante histórica que ha impedido la reinterpretación de la sharia a la luz de los cambios que se iban produciendo.
En la actualidad, la mayoría de los países islámicos toman el derecho musulmán clásico como una referencia, especialmente por lo que respecta al estatuto personal. Sin embargo, el islam conservador está muy bien organizado, es oficial y tiene referentes claros: la sharia y considerar el laicismo como un gobierno sin Dios (ateocracia). Por el contrario, el islam liberal no está apenas organizado y apela a la modernidad y al laicismo sin llegar a definir exactamente cuáles deberían ser sus contenidos en una sociedad musulmana. De ahí resulta que se den por buenas determinadas interpretaciones que, en realidad, fuerzan los textos sagrados o ni siquiera se basan en los mismos. Y ello sucede, particularmente, con la exclusión de género, con los castigos corporales (lapidaciones, mutilaciones, etc.), con la libertad de conciencia y con el Estado islámico por el que abogan muchas organizaciones islamistas.
Ahora bien, el islamismo surge como respuesta al fracaso de unos valores occidentales que se consideran impuestos y favorecido por la incoherencia del discurso de unas élites dirigentes corruptas y aferradas al poder. En Argelia, por ejemplo, se promulgó una Constitución de carácter totalitario, pero no estrictamente confesional, más allá de una genérica invocación al carácter islámico del país. Sin embargo, la necesidad de legitimar el poder llevó a los dirigentes del partido único a buscar la complicidad de los sectores más tradicionales del islam y acabaron imponiendo un código de familia basado en la exclusión de género. Algo parecido sucedió con el partido Baaz en Irak y Siria. En Irán, como señala la profesora M. Jesús Merinero, «el fiqh se ha convertido en herramienta de combate para los inmovilistas», que pretenden que sea la «única norma indiscutible», contrariamente a lo que dispone la Constitución iraní de que la «ley pertenece al dominio del Estado» y «nadie puede invocar únicamente la sharia». De nuevo, pues, la religión al servicio de la política.
El debate sigue abierto y no faltan los pensadores musulmanes que abogan por una revisión crítica de la historia del islam, que cuestionan la autenticidad de los hadits y proponen una reinterpretación de las reglas jurídicas contenidas en el Corán de acuerdo con las circunstancias actuales y el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales. Es un debate vivo en medios del islam europeo, que no muestra ninguna incompatibilidad con el Estado de derecho y democrático, y, en menor medida, en medios reformistas de países islámicos. En este sentido, Tariq Ramadan subraya tres cuestiones: a) el concepto de sharia no se entiende ni se aplica de la misma manera en todos los países musulmanes; b) los castigos corporales incorporados al código penal se fundamentan en una lectura sesgada de los textos, no tienen su origen en la religión, sino en una tradición «paternalista» común a otros países y, en los países de la península Arábiga, se aplican sobre todo a los inmigrantes musulmanes pobres y «no a los ricos, a menudo corruptos, que roban al pueblo y vienen a Occidente a depositar su dinero»; c) no hay una sola lectura de los textos sagrados, y lo que no se puede permitir es que las lecturas más sesgadas se utilicen para legitimar actos como los atentados del 11-S.
Para acabar, dos consideraciones y una paradoja. Por un lado, la experiencia histórica occidental es única y, por lo tanto, irrepetible. No obstante, los caminos hacia la modernidad política pueden -y deben- ser distintos según el contexto histórico y cultural. Por otro, Occidente mantiene una política exterior basada en el cinismo, ya que se lamenta del poco respeto a los derechos humanos y a los valores democráticos en los países musulmanes, mientras mantiene estrechas alianzas con regímenes teocráticos y dictaduras que conculcan reiteradamente dichos derechos y valores. Por último, Turquía tiene una Constitución laica y está gobernada por un partido islamista. Y, si el Ejército no interrumpe el proceso político, puede cumplir las condiciones para ingresar en la Unión Europea mucho antes que algunos de los países cuya adhesión ya ha sido aprobada.
En conclusión, como sostiene Burhan Ghalion, «el verdadero mal que aqueja a las sociedades musulmanas no procede del islam, sino de su política» y de las políticas de Occidente hacia los países musulmanes. O, si se prefiere, en palabras de Charfi, «Dios no es fanático, sino los ulemas de ayer, así como los ulemas y los integristas de hoy». Integristas que, manipulando otros mensajes religiosos, se han apoderado del poder en el corazón del Imperio.
EL PAÍS Opinión – 16-11-2003
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