«Cuando la gente se da cuenta de estas cosas (de la insuficiencia del mercado, de los límites de la democracia mercantil y oligárquica) deja de ser razonable en el sentido anteriormente dicho y apela a otra razón. Si, además, son tiempos de vacas flacas, y los hombres y las mujeres razonables moran en países en […]
«Cuando la gente se da cuenta de estas cosas (de la insuficiencia del mercado, de los límites de la democracia mercantil y oligárquica) deja de ser razonable en el sentido anteriormente dicho y apela a otra razón. Si, además, son tiempos de vacas flacas, y los hombres y las mujeres razonables moran en países en los que mueren miles de niños al día, en los que se esclaviza a otros, se prostituye a muchos y se tortura al que protesta, entonces (y no es ésta la única situación de injusticia posible en el mundo de hoy) la anterior evidencia histórica se hace menos evidente y el gradualismo propuesto para las actuaciones menos razonable. ¿Se puede acaso graduar la satisfacción de las necesidades básicas, elementales, cuando la gente está a un tris de morirse de hambre? Y ¿por qué sigue conmoviendo y emocionando tanto a las buenas gentes, igual en el Norte que en el Sur, el espíritu de la rebelión, las viejas historias de los hombres y de las mujeres que se alzaron y se alzan contra la desigualdad intolerable?»
Así escribía FFB a principios de los años noventa, mucho antes de nuestra actual crisis [1]. No se podía negar a Marx y a algunos marxistas (a Rosa Luxemburg, a Gramsci, a Lukács, a Korsch, «por no hablar de Brecht y de Benjamin, tan lúcidos en su diagnóstico), el haber apuntado unas cuantas cosas serias sobre «esta seria cosa que es la actitud de los hombres y de las mujeres ante la lucha de clases». Lo que era evidencia histórica y conclusión razonable para unos acababa resultando un hiriente insulto para otros. ¿A qué se debía?
Se debía a que, nos gustara o no, existía «en el Planeta algo así como eso a lo que se ha llamado -a veces también con un poco de petulancia, todo hay que decirlo- lucha de clases a nivel mundial». Cuando Marx y Engels escribieron el Manifiesto, el mundo -incluso para unos alemanes que se querían internacionalistas- era Europa y poco más. Ahora ya era otra cosa: «el mundo son los cinco continentes: vemos en directo -y hasta podríamos vivirlo, si además de ser razonables nos hubiera sido dada la gracia de los sentimientos humanitarios y de la coherencia entre el decir y el hacer- el hambre, la tortura, la desigualdad social, la miseria material y psíquica en África, en Asia, en América Latina…» Y, por supuesto, en los suburbios de las principales ciudades de Europa, de los EEUU de Norteamérica, del Japón. La situación no ha cambiado sustantivamente, o cuanto menos no la hecho en los últimos escenarios indicados.
No pocas personas sensatas y razonables del Norte, prosigue FFB, se hacían la ilusión de que los males del Sur nada tenían que ver con nosotros, «con nuestro mercado, con nuestra democracia mercantil». Concluían, desde esa ilusión, desde esa ideología-falsa-consciencia, que nuestro mercado y nuestra democracia mercantil no sólo no son responsables de tanta miseria y de tanta muerte, sino -todo lo contrario- «que evitan la miseria y la muerte allí donde se instalan». Pero no hacía falta ser historiadores ni grandes analistas, bastaba con fijarse un poco más en las tragedias del mundo «que en los conceptos de democracia y mercado ahistóricamente formulados, para darse cuenta de que las rapiñas de nuestros antepasados colonizadores, las constricciones impuestas por el Banco Mundial y los beneficios de las multinacionales con sede en EEUU, Japón y la CEE (nuestra actual UE por así decir), «tienen tanta relación con la miseria del Sur y con su crisis ecológica como la explosión demográfica que se está viviendo en aquellos países.». Según FFB, la desigualdad social existente en la Europa del XIX hizo nacer el marxismo. «La tremenda desigualdad mundial existente ahora hará nacer otro intento de juntar la explicación del mal social con la exigencia de cambiar el mundo de base.» No parece que anduviera muy equivocado FFB también en este nudo [2].
El instrumental científico y técnico para este nuevo inicio empezaba a estar a punto. «¿Qué nombre se pondrá al nuevo intento? ¿Se seguirá llamando a esto marxismo?» Nuestros jóvenes, señalaba FFB, la llamaban insumisión, y desobediencia civil al espíritu de la rebelión que está en los prolegómenos de la nueva tentativa. «Los campesinos latinoamericanos llaman a la nueva cosa (híbrido de marxismo crítico y de cristianismo inspirado en el Sermón de la Montaña) teología de la liberación». Nombres tal vez parciales y, probablemente, prematuros. No importaba, «Lo que importa es el concepto, lo que importa es que también ahora hay argumentos a favor de un punto de vista que no sea sólo y dogmáticamente liberal.».
Ese era el punto.
Liberales lo éramos todos de salida, al menos aquí, en Europa, comentaba entre paréntesis el autor. De hecho, el mismo Marx también lo era de joven [3]. También Dostoievski «lo que no fue óbice para un clarividente análisis de la paradoja de un liberalismo que conduce al nihilismo en la generación siguiente». Y Chernichenski [4]. Luego, con el tiempo y los años, apuntaba FFB, «unos liberales prefieren el autoritarismo del déspota bondadoso (como los liberales de la Trilateral y no pocos de los científicos liberales que se han planteado en serio la interrelación de los problemas económico-sociales con los problemas ecológicos de este final de siglo)» y otros liberales, FFB toma para si mismo el concepto, «preferimos el igualitarismo social radical, la superación de la forma actual, capitalista, de la división social fija del trabajo. ¿O tendrán que seguir haciendo siempre los mismos, y los hijos de los mismos, las tareas de mantenimiento y limpieza de nuestra pocilga?».
No, por supuesto que no. Por eso había que ser algo más que liberales. «Es posible que esta diferencia de criterio entre sólo liberales y algo más que liberales (libertarios, socialistas, comunistas) no exista ya cuando la llamada democracia del mercado haya logrado dar de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos del mundo entero, de nuestro mundo». Pero mientras tanto, mientras en el mundo existan más desigualdades e injusticias que las que está dispuesta a admitir la filosofía liberal dominante, es de esperar, es de desear, «que los desposeídos, además de interpretar este mundo, sigan pensando en la necesidad de cambiarlo de base, de raíz». La desesperación tampoco era, tampoco es un humanismo rebelde.
Para contestar a la pregunta sobre si se seguirá llamando marxista en los próximos tiempos la racionalización de la pasión de los insumisos y desobedientes que conserven la identidad emancipatoria anticapitalista convenía detenerse a estimar que habían dado de sí los marxismos durante la última década, la década de los ochenta, y si, mientras tanto, habían aparecido en el horizonte «otros paradigmas alternativos que cumplan ya o puedan cumplir el papel educador y liberador que el marxismo ha tenido durante un siglo.» [5]
FFB apuntaba dos consideraciones al respecto.
Una: «el marxismo, los marxismos, no ha(n) desaparecido de la vida científico-académica en este final de siglo. En relación con esto hay que preguntarse si realmente, como ha escrito Francisco Álvarez, se trata de un programa teórico degenerativo, que ha dado ya todo lo que tenía que dar sí. FA parece salvar exclusivamente algunos desarrollos recientes del marxismo analítico, en particular aquellos que se basan en una revisión a la Roemer de la teoría de la explotación». En principio, la idea de FA le parecía muy restrictiva. «Para mantener eso hay que pasar por alto la producción de los historiadores durante la última década, que es notable (y en varios aspectos más apreciable que la de los marxistas generalmente llamados analíticos): E. Hobsbawm, E.P. Thompson, Ste Croix, Ch. Hill, P. Vilar y tantos otros».
En todo caso, proseguía FFB, se podría aceptar una objeción así y continuar manteniendo que el programa teórico marxista era ya degenerativo porque sólo valía para explicar el pasado y no conseguía decir nada de interés sobre el presente (flojera en el análisis económico, sociológico, cultural, político, etc.). Se podría mantener «alguna variante de la idea que ya tuvo Benedetto Croce a finales del siglo pasado, una idea que, en cierto modo, han repetido más tarde Kolakowski y Duverger»: el materialismo histórico, conveniente corregido su determinismo, aún sería útil como hipótesis de trabajo en el ámbito de la historiografía.
El repaso de la producción de los marxistas durante la década de los ochenta obligaba a ampliar «esta opinión generalmente aceptada, por lo menos en algunos campos». sin duda, en el de la antropología; sin duda también en el de la crítica de la cultura, la historia del arte y la crítica artística (Berger, Williams, Jameson, Müller). «No está claro, sin embargo, que haya que considerar degenerativo el programa teórico en economía (en un sentido amplio) y en sociología (también en un sentido amplio). En estos campos lo que ha ocurrido es que la especialización ha desplazado los temas más generales, socioeconómicos y sociohistóricos, del marxismo clásico». Esos temas solían encontrar su lugar en aquellos momentos «en los estudios interdisciplinarios, globalistas y prospectivos».
En cualquier caso, concluía FFB esta primera consideración, «el índice de autores marxistas interesantes y renovadores en el campo de las ciencias sociales sigue siendo notable.»
La segunda consideración tenía que plantearse el asunto de si, en las últimas décadas, había surgido algún paradigma alternativo que ocupara el lugar que ocupó el marxismo durante décadas.
La primera parte de esta consideración obligaba a medirse con el punto de vista según el cual tal cosa no había ocurrido ni tenía por qué ocurrir: «la posmodernidad es consciente de la imposibilidad teórica de una cosmovisión como la que representó el marxismo clásico». La perspectiva posmodernista venía a decir que «no debemos aspirar a un pensamiento fuerte en el sentido de globalizador y con la pretensión de contribuir a transformar el mundo». Lo sensato era conformarse con un «pensamiento fragmentario, débil, minimalista, provisional y siempre revisable». Tal argumentación se basaba mayormente en la crítica a contrario: a partir «precisamente, de las consecuencias negativas del marxismo durante un siglo (dogmatismo, totalitarismo, escolasticismo, teologismo, etc)».
FFB reconocía que la argumentación crítica del posmodernismo tenía fundamento, era atendible. La pregunta que de todas formas había que hacerse era esta: «¿por qué, más allá del diletantismo, se sigue considerando hoy en día como una necesidad algún tipo de enfoque globalizador que permita atender teóricamente a los grandes problemas de la humanidad que están lugar a los grandes conflictos del final de siglo? ¿No significa esa añoranza el reconocimiento de que, a pesar de todo, hace falta algo más que el solo análisis? ¿No quiere decir eso que necesitamos otra vez fundir la inspiración de la Ilustración con la del romanticismo?»
Si se admitía esta consideración, que había sido defendida entre otros por Edgar Morin, «¿acaso no vale la pena seguir planteándose si realmente ha nacido ya otro paradigma de esas características que supere o deje atrás al viejo paradigma marxista, que haga anacrónica la afirmación de Jean Paul Sartre sobre el marxismo como insuperable horizonte teórico de nuestro tiempo?» Se decía a veces que ese nuevo paradigma era el de la complejidad. Se decía, principalmente, en base a consideraciones metodológicas y epistemológicas. En cambio, concluía FFB, «basándose en consideraciones más bien prácticas, o atendiendo a la gravedad que ha cobrado en los últimos tiempos la crisis medioambiental, otros autores postulan que el paradigma ecologista ha sustituido efectivamente lo que representó el marxismo decimonónico en la medida en que el gran problema de nuestro tiempo es encontrar un tipo de economía ecológicamente mantenible».
FFB apuntaba que se tendría que discutir tales puntos de vista (él, como es sabido, abono todo lo que pudo el paradigma ecologista desde un punto de vista marxista-comunista) aunque él no entró en materia en aquel momento, en aquel trabajo sobre las virtudes del marxismo.
Pocos años más tarde, Francisco Fernández Buey nos regalaba su Marx. Un Marx sin ismos por supuesto.
PS: Un paso de un artículo de Sacristán de 1968 que no le pasó por alto a FFB -«Corrientes principales del pensamiento filosófico» (Papeles de filosofía, Icaria, Barcelona, pp. 393-394- era muy apreciado por el autor de Poliética:
«La clasificación de las ideas de los filósofos en ismos -como los tres que van a considerarse seguidamente- no puede contar nunca con el aplauso de los autores así clasificados. No es, ciertamente, un procedimiento que pueda dar en general razón de lo que más debe importar al autor filosófico: por muy dentro que se encuentre de una tradición, el filósofo digno de ese nombre escribe precisamente para alterarla en mayor o menor medida, para añadirle temática, o para rectificar puntos del método en ella, o para someter a examen crítico su modo de validez, su capacidad de evolucionar, etc. De no ser así, no habría nunca producción filosófica que no fuera meramente histórico-didáctica» [la cursiva que acaso FFB hubiera suscrito es mía].
Notas:
[1] mientras tanto nº 52, noviembre/diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.
[2] Entre paréntesis señalaba FFB: «Sobre este punto hay que atender a lo escrito por Inmanuel Wallerstein en The Capitalist World-Economy, Cambridge University Press, l979, y en obras posteriores. Particularmente interesante para la argumentación aquí es el artículo titulado «Marx and History:Fruitful and Unfruitful Enphases», en Thesis Eleven,nº 8, l984, págs. 92-101″. FFB reproducía esta cita Wallerstein:
«Desde l945 se produjo en el campo marxista una retirada tan desordenada como imprevista (motivada por la observación de lo que estaba ocurriendo en los países industrializados) respecto de una de las intuiciones más agudas que Marx haya tenido nunca, la del aumento de la polarización entre clases. Tratándose del largo plazo Marx era mucho más hábil de lo que suele reconocérsele. Se da el caso de que la polarización entre las clases sociales es una hipótesis históricamente correcta, lo cual se puede demostrar empíricamente siempre que se use como parámetro la única entidad que realmente cuenta para el capitalismo: La economía-mundo capitalista. Durante cuatro siglos ha habido en el seno de esta entidad una polarización que no es sólo relativa sino absoluta».
Wallerstein se refería, proseguía FFB, luego brevemente a la forma de calcular la distribución de la riqueza en el sistema-mundo y la duración de la vida, para concluir:
«Si se pudieran obtener cifras comparativas, calculadas para el largo plazo y en ámbito de la economía-mundo, creo que éstas demostrarían claramente que durante los últimos cuatrocientos años ha habido una significativa polarización material en el seno de la economía-mundo capitalista. Para decirlo aún con más claridad: mantengo que la gran mayoría (todavía rural) de la población de la economía-mundo trabaja hoy a un ritmo más duro, durante más tiempo y con una compensación menor que hace cuatrocientos años».
[3] De nuevo entre paréntesis, señalaba FFB: «Wallerstein, en el artículo sobre Marx y la historia que se ha citado hace un momento, replantea el viejo debate sobre los dos Marx en unos términos que me parecen muy apropiados en la situación de ahora. Contrapone a un Marx que se rebela contra el pensamiento liberal burgués (con su antropología fundada en el concepto de naturaleza humana, sus imperativos categóricos kantianos, su confianza en el lento pero inevitable mejoramiento de la condición humana y su preocupación por el individuo a la búsqueda de la libertad) a otro Marx que aceptó el universalismo al aceptar la idea de una inevitable marcha de la historia hacia el progreso, un segundo Marx más aceptable para los liberales. Wallerstein prefiere el Marx «fastidioso» de la polarización social, el Marx que no tuvo dificultad en mostrar cómo los liberales abandonaban sus principios cada vez que veían amenazado el propio orden social, el Marx que recordó a los liberales sus propias palabras, que llevó la lógica del liberalismo a sus consecuencias últimas y que, con ello, hizo digerir a los liberales la misma medicina que ellos prescribieron a los otros: más libertad, más igualdad, más fraternidad.»
[4] Fue traductor de J. S. Mill al ruso, señala FFB. «Y tantos otros, pero crítico observador de lo pronto que degeneró el liberalismo en Europa y en Rusia».
[5] Entre paréntesis, anotaba el autor: «a partir de este punto 23 introducir «marxismos contra la corriente»».
Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia)
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