Una obra que no cabía en los cajones clasificatorios de nuestros saberes académicos, señalábamos, era siempre incómoda y problemática. Ante ella cabían dos actitudes: la de los devotos y la que consistía en agarrarse «a los cajones y despreciar el saber incómodo». Ninguna de estas dos opciones fue la opción de FFB. Así lo señalaba […]
Una obra que no cabía en los cajones clasificatorios de nuestros saberes académicos, señalábamos, era siempre incómoda y problemática. Ante ella cabían dos actitudes: la de los devotos y la que consistía en agarrarse «a los cajones y despreciar el saber incómodo». Ninguna de estas dos opciones fue la opción de FFB. Así lo señalaba en el prólogo de su Marx sin ismos. La primera actitud convertía al clásico «en un santo de los que ya en su tierna infancia se abstenían de mamar los primeros viernes (aunque sea un santo laico)»; la segunda ninguneaba, de hecho, al clásico «y recomienda a los jóvenes que no pierdan el tiempo leyéndolo». Si el clásico tenía que ver, además, con la lucha de clases y había tomado partido en ella, como era el caso de Marx, la cosa se complicaba. «Los hagiógrafos convertirán la Ciencia de Nuestro Héroe en Templo y los académicos le imputarán la responsabilidad por toda villanía cometida en su nombre desde el día de su muerte. Por eso, y contra eso, recordaba FFB, «Bertolt Brecht, que era de los que hacen pedagogía desde la Compañía Laica de la Soledad, pudo decir con razón: Se ha escrito tanto sobre Marx que éste ha acabado siendo un desconocido.»
¿Qué decir entonces de un conocido tan desconocido sobre el que se ha dicho ya de todo y, además, todo lo contrario? Al tan simple como lo siguiente: que lo mejor era leerlo, «como si no fuera de los nuestros, como si no fuera de los vuestros», como se leía a cualquier otro clásico «cuyo amor el propio Marx compartió con otros que no compartían sus ideas: Shakespeare, Diderot, Goethe, Lessing, Hegel». Tratándose de Marx, y en este país de todos los demonios y de todas apariencias en el que estábamos y estamos, convenía precisar un poco más: «leerlo, no «releerlo», como se pretende aquí siempre que se habla de los clásicos».
Para releer de verdad a un clásico había que partir de una cierta tradición en la lectura. En el caso de Marx, aquí, en España, entre nosotros, no había apenas tradición. «Sólo hubo un bosquejo, el que produjo Manuel Sacristán hace ahora veintitantos años. Y ese bosquejo de tradición quedó truncado». Y muy prematuramente: Sacristán falleció en 1985, a punto de cumplir 60 años. Hablando de Marx, casi todo lo demás habían sido lecturas fragmentarias e intermitentes, «lecturas instrumentales, lecturas a la búsqueda de citas convenientes, lecturas traídas o llevadas por los pelos para acogotar con ismos a los otros o para demostrar al prójimo, con otros ismos, que tiene que arrepentirse y ponerse de rodillas ante eso que ahora se llama Pensamiento Único». Marx sin ismos, pues, esa era la intención del libro: «entender a Marx sin los ismos que se crearon en su nombre y contra su nombre».
¿Quién había sido Marx entonces en opinión de FFB? Marx fue, de entrada, «un revolucionario que quiso pensar radicalmente, yendo a la raíz de las cosas», un ilustrado crepuscular, un ilustrado opuesto a toda forma de despotismo «que siendo, como era, lector asiduo de Goethe y de Lessing, nunca pudo soportar el dicho aquel de todo para el pueblo pero sin el pueblo«. Marx fue también un ilustrado con una acentuada vena romántica, «en muchas cosas emparentado con el poeta Heine, pero que nunca se dejó llamar «romántico» porque le producía malestar intelectual el sentimentalismo declamatorio y añorante». Marx fue de joven un liberal que, con la edad y viendo lo que pasaba a su alrededor «se propuso dar forma a la más importante de las herejías del liberalismo político del siglo XIX: el socialismo». Marx se hizo socialista y quiso convencer a los trabajadores de que el mundo podía cambiar de base, «de que el futuro sería socialista, porque en el mundo que le tocó vivir (el de las revoluciones europeas de 1848, el de la liberación de los siervos en Rusia, el de las luchas contra el esclavismo, el de la guerra franco-prusiana, el de la Comuna de París, el de la conversión de los EE.UU. de Norteamérica en potencia económica mundial) no había más remedio que ser ya -pensaba él- algo más que liberales». Desde esa perspectiva, la idea central que Marx legó al siglo XX y a siglos posteriores, se podía expresar así: «el crecimiento espontáneo, supuestamente «libre», de las fuerzas del mercado capitalista desemboca en concentración de capitales; la concentración de capitales desemboca en el oligopolio y en el monopolio; y el monopolio acaba siendo negación no sólo de la libertad de mercado sino también de todas las otras libertades». Lo que se llamaba «mercado libre» llevaba en su seno la serpiente de una contradicción explosiva, una nueva forma de barbarie. Rosa Luxemburg había traducido plásticamente esta idea en una disyuntiva (excluyente desde luego) muy del gusto de FFB hasta el final de sus días: (eco)socialismo (bien entendido y practicado) o barbarie.
Como Marx era muy racionalista, proseguía FFB, como aspiraba siempre a la coherencia lógica y como se manifestaba casi siempre con mucha contundencia apasionada, no era de extrañar que su obra estuviera llena de contradicciones y de paradojas. Como usaba mucho en sus escritos la metáfora aclaradora, y abusaba además de los ejemplos, «tampoco es de extrañar que algunos de los ejemplos que puso para ilustrar sus ideas se le hayan vengado y que no pocas de sus metáforas se le hayan vuelto en contra». Así, apuntaba el no platónico profesor de filosofía política, era el mundo de las ideas.
Algunas de esas contradicciones llegó a verlas el propio Marx. Una de ellas, «la más honda, la menos formal, la más personal», la vio incluso con humor negro: «Nunca se ha escrito tanto sobre el capital -dijo el autor de El capital- careciendo de él hasta tal punto». Otras de esas contradicciones le hicieron sufrir hasta el final de su vida: «Él, que no pretendió construir una filosofía de la historia, y que así lo escribió en 1874, tuvo que ver cómo la forma y la contundencia que había dado a sus afirmaciones sobre la historia de los hombres hicieron que, ya en vida, fuera considerado por sus seguidores sobre todo como un filósofo de la historia». No lo era. Así se expresaban FFB, Sacristán y otros compañeros suyos en la carta de redacción de mt en el primer aniversario del fallecimiento de Marx:
[…] También es verdad que, si Marx puede ser de todos, será porque esté más o menos exorcizado y ya no se teman de él efectos maléficos. Pero la exorcización de Marx es un asunto complicado, y decir que ahora ya se ha conseguido es caer en un error: como notó Gramsci, ya en otras ocasiones anteriores se ha creído a Marx exorcizado. Gramsci pensaba en los grandes burgueses rusos de finales del siglo pasado y comienzos de éste, para los cuales, decía, El Capital debió de ser libro de cabecera, puesto que con su esquema de filosofía de la historia les prometía el indefectible adviento de un capitalismo perfecto. Pero aquellos grandes burgueses se equivocaron al creerse al pie de la letra las leyes y necesidades que encontraron categóricamente enunciadas en El Capital y en otros escritos del Marx que se podría llamar clásico. Exactamente igual se equivocaron los bolcheviques, que creyeron también en todas aquellas necesidades y determinaciones infalibles. Si el error de los primeros se inscribió principalmente en los hechos, pues ellos nunca pudieron presidir un capitalismo inglés en Rusia, el de los segundos tiene además documentación autógrafa de Marx: las cartas, hoy célebres pero entonces desconocidas, a Otetschestwennyje Sapiski [Anales de la Patria] y a Vera Sassulich, en las que Marx relativiza lo más especulativo de su sistema, limitándolo a los países de la Europa Occidental, y, sobre todo, renuncia explícitamente a la filosofía de la historia. Al final de su vida, Marx no pronosticaba nada «necesario» ni «determinado» ni a los primeros ni a los segundos; por lo que se puede suponer que su pensamiento acabó desembocando más allá de las confortadoras seguridades con que lo exorcizaron burgueses y déspotas. Cuando se lee a Marx sin seguir creyendo en más de una «necesidad histórica» de la que se desprendían previsiones de cumplimiento dudoso, cuando no claramente contradichas por los hechos, ¿qué valor se aprecia principalmente en sus escritos? Ante todo, el de ser lugares clásicos de la tradición revolucionaria. La obra de Marx se coloca en la sucesión de los que, en nombre de Dios o de la razón, han estado en contra de la aceptación «realista» de la triste noria que es la historia de la especie humana, vuelta tras vuelta de sufrimientos no puramente naturales y de injusticias producidas socialmente. Dentro de esa tradición, Marx se caracteriza por haber realizado un trabajo científico fuera de lo común. Pero, precisamente, no hay trabajo científico cuyos frutos estén destinados a durar para siempre, como no sea en las ciencias que no hablan directamente del mundo.
Por lo demás, Marx que despreciaba todo dogmatismo, que tenía por máxima que había que dudar de todo y que presentaba la crítica como forma de hacer entrar en razón a los dogmáticos, «todavía tuvo tiempo de ver cómo, en su nombre, se construía un sistema filosófico para los que no tienen duda de nada y se exaltaba su método como llave maestra para abrir las puertas de la explicación de todo.» Este Marx (sin ismos) tenía algo de paradójica grandeza y de conflicto interior no asumido apuntaba FFB: «creyó que la razón de su vida era dar forma arquitectónica a la investigación científica de la sociedad, pero dedicó meses y meses a polemizar con otros sobre asuntos políticos que hoy nos parecen menores. Creyó que la historia avanza dialécticamente por su lado malo (e incluso por su lado peor), y tal vez acertó en general, pero no pudo o no supo prever que la verdad concreta, inmediata, de esa razón fuera a ser otra forma de barbarie. ¿Acaso podemos, entre humanos, hablar de progreso tan en general?».
Marx amó tanto la razón ilustrada que se propuso -y propuso de paso a los demás- un imposible: hacer del socialismo (o sea, de un movimiento social, político, de un ideal) una ciencia. Cuando el siglo XX estaba acabando, FFB se preguntaba si no hubiera sido mejor conservar para eso la vieja palabra de «utopía», seguir llamando al socialismo como lo llamaban el propio Marx y sus amigos cuando eran jóvenes, y como él mismo y Sacristán nombraron durante décadas: pasión razonada o razón apasionada. Empero, en un siglo tan positivista y tan cientificista como el que Marx maduro inauguraba, tampoco podía resultar extraño identificar la ciencia con la esperanza de los que nada tenían. Hasta es posible -conjeturaba brillantemente FFB- «que por eso mismo, por esa identificación, los de abajo le amaran luego tanto» [2].
Notas:
[1] FFB, Marx sin ismos. El Viejo Topo, Barcelona, 1998.
[2] Era seguro, añadía, que por eso «casi todos los poderosos le odiaron y aún le odian (cuando no se quedan con su ciencia y rechazan su política)». Marx quería el comunismo «pero no lo quería crudo, nivelador de talentos, pobre en necesidades». Aunque su tono a veces profético, «como el del trueno, parecía negar el epicúreo que había en él. ¿Será el escándalo moral que produce la observación de las desigualdades sociales lo que hace proféticos a los epicúreos?». Marx estableció sin pestañear que «la violencia es la comadrona de la historia en tiempos de crisis; pero al mismo tiempo criticó sin contemplaciones la pena de muerte y otras violencias». Del mismo modo, Marx postuló que la libertad consiste en que el Estado deje de ser un órgano superpuesto a la sociedad para convertirse en órgano subordinado a ella, «aunque al mismo tiempo creyó necesaria la dictadura del proletariado para llegar al comunismo, a la sociedad de iguales». El Marx que se leerá en el siglo XXI «nunca hubiera llegado a imaginar que un día, en un país lejano cuya lengua quiso aprender de viejo sería objeto de culto cuasirreligioso en nombre del comunismo, o que en otro país, aún más lejano, y del que casi nada supo, se le compararía con el sol rojo que calienta nuestros corazones». Aquel tono profético con el que a veces trató de comunicar su ciencia a los de abajo «tal vez implicaba eso. O tal vez no». Quizás, apuntaba FFB, «el que esto haya ocurrido fue sólo la consecuencia de la traducción de su pensamiento a otras lenguas, a otras culturas. Toda traducción es traición. Y quien traduce para muchos traiciona más.»
Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia)
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