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Religión y política

El Marx sin ismos de Francisco Fernández Buey (XXI)

Fuentes: Rebelión

«De la critica de la religión a la crítica de la política» es el título del tercer capítulo del Marx sin ismos [1]. Está estructurado en los siguientes apartados: «En París» -«[…] el escrito marxiano más representativo del período de París, el que más relevancia iba a tener en este siglo XX y el que […]

«De la critica de la religión a la crítica de la política» es el título del tercer capítulo del Marx sin ismos [1]. Está estructurado en los siguientes apartados: «En París» -«[…] el escrito marxiano más representativo del período de París, el que más relevancia iba a tener en este siglo XX y el que inaugura el interés de Marx por cuestiones económicas, tampoco llegó a ver la luz entonces. Ni entonces ni en vida de Marx. Se quedó en forma manuscrita. Ese texto, también incompleto, se conoce, desde su publicación en 1932, con el nombre de Manuscritos económico-filosóficos o Manuscritos de París»-, «La cuestión judía», «Emancipación política y emancipación humana»Lo más relevante de la argumentación de Marx en este punto es la distinción que establece entre emancipación política y emancipación humana. La emancipación política es, en lo sustancial, emancipación del Estado respecto de la religión, o, mejor aún, de las religiones. La emancipación humana es liberación del hombre de las alienaciones derivadas del modo de vida de la sociedad burguesa, en particular respecto de la doble moral, en lo público y en lo privado, como burgués y como ciudadano, que caracteriza la existencia de las personas en el Estado político»-, «Superar el enfoque teológico-religioso» -«El hilo conductor de la argumentación de Marx es tratar de superar el enfoque sólo teológico-religioso, aunque ilustrado, de la cuestión judía. Pues, en su opinión, este enfoque repite en una forma sólo aparentemente nueva el viejo escrúpulo que en el siglo XVIII se manifestó, sobre todo en Alemania, en la pregunta acerca de quién tiene mejor perspectiva de salvación: si el judío o el cristiano»-, «Judaización de la sociedad cristiano-burguesa» -«Con esta propuesta empieza la segunda parte de su ensayo… Vistas así las cosas, el judaísmo pierde su especificidad religiosa para convertirse en la imagen, en la metáfora, e incluso el paradigma, de la cultura o civilización burguesa. El judaísmo alcanza su apogeo, según Marx, con la maduración de la sociedad burguesa. Pero como la sociedad burguesa ha madurado precisamente en el seno del mundo cristiano, judaísmo y cristianismo se convierten, en última instancia, en dos caras de la misma moneda»-, ¿Fue Marx antisemita?, «De la crítica de la religión a la crítica de la política estatal» y «Enseñar al pueblo a espantarse de sí mismo para darle coraje».

Me detengo brevemente en el penúltimo de estos apartados: ¿»Fue Marx antisemita?».

Atendiendo a la dureza de los adjetivos con los que Marx juzgaba en su escrito el «judaísmo práctico», señala FFB, está más que justificada la pregunta acerca de si el revolucionario de Trevéris fue o no un antisemita. La pregunta había hecho correr ríos de tinta, sobre todo desde los años treinta del siglo XX.. No era fácil contestarla con ecuanimidad cuando, como solía ocurrir, «se tiene la mente dividida entre la valoración de lo que Marx dijo y escribió y el horror en que derivó el antisemitismo de la época del nacional-socialismo». Pero, aun así, señala el autor de Marx sin ismos, se podía y se debía intentar dar a la pregunta una respuesta plausible. Su respuesta era la siguiente: «Marx fue, efectivamente, antisemita aunque no en la acepción que este término ha adquirido desde 1930». La respuesta no pretendía obviar, por otra parte, «las responsabilidades morales, prácticas, de marxistas, o de personas que se han inspirado en la obra de Marx, en el crecimiento del antisemitismo en Alemania y el mundo desde los años treinta». No, en absoluto. Sólo sostiene que ésta era otra cuestión, «distinta de la que aquí se plantea, y que tiene que ser analizada con cuidado en otro marco, en otro contexto histórico».

Era un anacronismo sin fundamento la afirmación de Dagobert D. Runes, editor de un Diccionario de Filosofía muy apreciado por él mismo y también por Manuel Sacristán (este último coordinó su traducción castellana e incluyó unas 20 voces y añadidos propios) que todavía pudiera leerse en la 4ª edición de la traducción norteamericana de La cuestión judía (New York, Philosophical Library, 1960) que «el sangriento sueño de Marx de lograr un mundo sin judíos está detrás de las prácticas terroristas de Torquemada y Tito, de Hitler, de Kruschef y de Mao Tsé Tung». Nada menos. Ese anacronismo metía demasiadas cosas en el mismo saco: 1. La historia del prejuicio antijudío era, como se sabe,, muy anterior a Marx y a los marxismos; «en la época moderna, el antijudaísmo ha estado muy extendido en el seno del movimiento obrero y popular, tanto en la Europa occidental como de la Europa oriental, antes, durante y después de Marx: Fourier, Blanqui y Bakunin, para mencionar tres nombres habitualmente vinculados a corrientes diferentes del movimiento obrero moderno, han compartido el prejuicio antijudío desde puntos de vista que no se dejan reducir en absoluto ni al de Marx, ni al de Torquemada en el siglo XVI, ni al de Hitler en el siglo XX».

La historiografía de las últimas décadas había puesto de manifiesto que el término «antisemitismo» no había sido utilizado en Europa antes de 1880, o sea, como era evidente, bastante después de que Marx escribiera la Judenfrage y, además, sin relación con ella. Era cierto que había habido a lo largo de la historia «un hilo rojo que correlaciona el prejuicio antijudío, la crítica moral-cristiana de la usura, casi siempre identificada con el judaísmo práctico, y la crítica moderna anticapitalista que tiende a identificar judaísmo y dominación del capital financiero a través de las instituciones bancarias». Pero, matizaba FFB, si no se quería caer en la selva de los tópicos, «invirtiendo por retorsión la persistencia del viejo prejuicio», había que distinguir entre las diversas formas históricas del mismo, formas que habían «acentuado alternativamente la diferencia religiosa, la diferencia cultural, los aspectos socioeconómicos y el tema de la sangre.»

Para argumentar con precisión y ecuanimidad la respuesta que se proponía convenía advertir, además, que quedarse en lo que Marx decía en la Judenfrage era muy insuficiente, ·»y que mezclar lo que se dice en este escrito con otras declaraciones de Marx a propósito de los judíos descontextualizamente, sin mención de fechas y momentos, no pasaría de ser una contribución más a la filosofía periodística de la historia que se ha ido imponiendo en estos últimos años». A propósito de Zur Judenfrage se habían escrito cosas inexactas, que tenían poco que ver con el escrito marxiano y que se demoraban a veces en aspectos psicológicos «o en la consideración de lo que pensaban a este respecto amigos, compañeros y correligionarios de Marx». Convenía atenerse a lo que había sido su propia posición. Lo más adecuado era seguir los resultados de una línea de investigación historiográfica que combinaba espíritu crítico, buena filología y método comparativo. «Con matices, y con algunas diferencias que no son ahora del caso, eso es lo que han hecho Maximilien Rubel, Helmut Hirsch y Roman Rosdolsky, los cuales dialogan en esto con historiadores de la cuestión como Salomon F. Bloom, E. Silberner y Werner Blumenberg».

Era cierto que Marx había manifestado en varias ocasiones su repugnancia hacia «la creencia israelita», antes y después de escribir la Judenfrage. Una de esas veces, recordaba FFB, había sido precisamente pocos meses antes de ponerse a escribir sobre la cuestión judía, en una carta a Ruge. Pero esta carta que era, efectivamente, un documento capital para conocer la actitud de Marx y que estaba en la base de su posterior ensayo, «continúa diciendo que él mismo, Marx, está dispuesto a redactar una petición a la Dieta renana en favor de los judíos por sugerencia del presidente de la comunidad de Kreuznach». ¿Lo hizo realmente? No estaba claro. Estaba clara, sin embargo, su motivación en aquel caso: «no iba a hacerlo por simpatía hacia los judíos del lugar ni tampoco porque creyera particularmente justa la petición, sino para echar arena en las ruedas del carro del estado cristiano, porque ‘cada petición en este sentido rechazada por el Estado -son sus palabras- hace aumentar la indignación y suscita protestas».

Esta visión instrumental de una causa que debemos considerar justa -se trataba de la lucha en favor de los derechos de una minoría acosada- estaba en línea con la visión muy esquemática e injusta que Marx había tenido del pueblo judío. «En 1843 Marx se niega a reconocer la especificidad del pueblo judío, su particularidad diferenciada en la sociedad alemana, y luego identifica abruptamente su historia con la historia del dinero y de la mercantilización general de la sociedad capitalista». Este desprecio, apuntaba FFB, fue en aumento con los años. «En El capital Marx ha comparado a los usureros judíos con los dioses de Epicuro que habitan en los intersticios del universo». Por si fuera poco, la correspondencia privada de Marx con Engels y con otras personas estaba plagada de expresiones despectivas hacia los judíos «que ponían de manifiesto la persistencia del prejuicio».

Así, en 1864, ilustraba FFB, en carta a Engels, Marx «calificaba a Ferdinard Lassalle de «itzig», haciendo suyo uno de los términos más despreciativos de los que se empleaban en la Alemania de entonces para calificar a los judíos». Tampoco se podía negar que en ocasiones Marx había defendido reivindicaciones y pensamientos de judíos concretos, «pero esto lo hizo casi siempre condicionándolo a la reinvindicación más general de una humanidad libre». Por ejemplo, en el marco de la Declaración francesa de los Derechos del Hombre (en 1843), o, de igual modo, «en el marco del establecimiento de una sociedad alternativa, comunista, en la que el problema habría de quedar, por hipótesis, subsumido.» En la medida en que Marx consideraba que la emancipación de los judíos es parte, y sólo parte, de la más general emancipación humana, la cuestión judía específica, histórica, se diluía y «el tratamiento político, concreto, racional, del asunto queda velado por la afirmación, varias veces repetida, de aquel sentimiento de repugnancia ante la usura, el chalaneo y el mercantilismo».

Empero, señalaba FFB, hoy ya sabíamos qque la subsunción de un problema sociocultural específico, el que fuera, muy concreto, en el marco más general de la realización de los Derechos del Hombre o de la Sociedad desalienada no resolvía el asunto: lo dejaba abierto. Y lo que era peor: «lo deja abierto como herida que unos, la minoría, seguirán sintiendo en carne propia, y otros, la mayoría, tenderán a ignorar o a negar». Esa ignorancia tiende a coincidir, anotaba FFB, «con prejuicios muy extendidos por abajo, en la base de la sociedad, de modo que, finalmente, la identificación, más o menos inconsciente, de anticapitalismo y antisemitismo puede operar en un sentido directamente contrario al de la emancipación buscada del género humano». La transformación de la repugnancia frente a lo judío en una forma de antisemitismo larvado era ya muy patente en revistas obreras europeas de las décadas que siguieron a la publicación de Zur Judenfrage. Roman Rosdolsky lo había visto muy bien al acuñar, a propósito del antisemitismo de la Nueva Gaceta Renana, un rótulo ajustado: la enfermedad infantil del movimiento obrero.

En efecto, al fijarse exclusivamente en un aspecto la realidad profana del judaísmo contemporáneo, apuntaba FFB, es decir, «en el importante número de judíos entonces relacionados con el comercio, la banca y la industria», una parte del movimiento obrero moderno, en Alemania, y en Francia, en Rusia, y en España, una parte de ese movimiento, había hecho suyo un precipitado argumento inductivo -parte por todo- para identificar judaísmo y capitalismo. Marx no fue ajeno a esta precipitación, que compartió además con Fourier, Proudhon, Blanqui y Bakunin. La mayoría de los estudios historiográficos fiables sobre esa época «ponen de manifiesto que ya para entonces tal identificación generalizadora era inexacta y que el mismo desarrollo del capitalismo en Europa estaba haciendo perder a los judíos el carácter de «pueblo comerciante y mercantil» para convertirlos en una nacionalidad en sentido moderno». Estaba justificado, por tanto, el juicio de Rosdolsky.

Empero, el reconocimiento de la pertenencia a un mismo humus cultural y de la asunción de un prejuicio tampoco tenían por qué obstaculizar «la comprensión de las diferencias particulares, o sea, del particular punto de vista de Marx en el asunto respecto del conjunto del movimiento obrero de la época y de varias de las personalidades que más influyeron en él». El motivo por el que operó como lo hizo, señalaba FFB, «tampoco puede reducirse a una cuestión psicológica, a saber: la tendencia del que ha nacido en el seno de una familia judía a volverse contra los suyos después de abandonar la propia religión o la propia cultura». No. El argumento de FFB: el hecho de que Engels, que no era judío, hubiera compartido en lo esencial el prejuicio de Marx sugería, a contrario, «que tal explicación es insuficiente, unilateral».

Lo específico del punto de vista de Marx era que, al subsumir el problema judío en el problema del capitalismo contemporáneo, captaba sólo un aspecto del proceso y hacía suyo el prejuicio popular. «Pero la crítica histórica, en este punto, tiene que resaltar también la diferencia, a saber: que tratar de superar aquel aspecto profano de «lo judío» generalizado por el capitalismo no implica un ataque particular contra el pueblo judío del tipo de lo que conocemos como antisemitismo desde los años treinta de este siglo». Esta diferencia podía explicar, entre otras cosas, «el vínculo de relevantes personalidades judías al ideario socialista de raíz marxista durante los últimos cien años.» Secundariamente, podía dar cuenta del hecho -«porque es un hecho»- de que el antiseminismo nacional-socialista no hubiera sido sólo antijudío sino también, como era sabido y frecuentemente olvidado, «antimarxista, anticomunista». La crítica histórica, atenta a las diferencias, tenía que moverse en otra dirección.

Formulando la cosa en términos generales, concluía este punto FFB con la intuición política que siempre le acompañaba, se podría decir que «diluir las reivindicaciones de las minorías nacionales en el marco más general de las reivindicaciones sociales» comportaba siempre la negación del problema específico. Concretando al caso de Marx: «la disolución del problema específico de una minoría como la judía en el problema más general de la alienación humana equivalía, en las condiciones dadas, a ignorar o pasar por alto también una injusticia.». Y ese era impropio de un marxista sin ismo como el propio Marx.

«Un humanismo critico pero también positivo» era el título del siguiente capítulo.

Nota:

[1] FFB, Marx sin ismos. El Viejo Topo, Barcelona, 1998, pp. 69-93.

Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia)

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