«Un fantasma recorre Europa…», así se indicó, es el título del sexto capítulo de Marx sin ismos [1]. El capítulo, tal vez uno de los más excelentes del libro, presenta como se apuntó los siguientes apartados: «Un texto excepcional», «Un clásico para los de abajo», «En la tradición liberadora, más allá de la utopía», «Un […]
«Un fantasma recorre Europa…», así se indicó, es el título del sexto capítulo de Marx sin ismos [1]. El capítulo, tal vez uno de los más excelentes del libro, presenta como se apuntó los siguientes apartados: «Un texto excepcional», «Un clásico para los de abajo», «En la tradición liberadora, más allá de la utopía», «Un texto perturbador», «Manifiesto, no catecismo», «Dar nombre a las cosas», «1848», «Partido», «Democracia y revolución». Se ha comentado el penúltimo apartado; me centro ahora en «Democracia y revolución», términos que algunos, hasta no hace demasiado tiempo, considerábamos un oxímoron cuando una simple una insuperable contradicción.
La otra gran palabra cuyo significado convenía precisar en este contexto, señala FFB, es «democracia». ¿Era Marx demócrata? Si lo era, ¿en qué sentido lo era? A estas dos preguntas responde el autor de Por una universidad democrática en este apartado, el último del capítulo.
Sobre este nudo se había discutido al menos tanto como acerca de las convicciones de Marx sobre el judaísmo. No de manera inocente ni políticamente plana. En muchos casos, desde luego, la discusión estaba mediatizada por el significado que nosotros nos hemos acostumbrado a dar a palabras como «democracia» y «demócrata» en la segunda mitad del siglo XX (y en lo que llevamos del siglo XXI) y «por las declaraciones explícitas de muchos comunistas de este siglo en el sentido de que, socialmente hablando, hay o puede haber otra cosa mejor que la democracia política representativa». La «dictadura» del proletariado por supuesto.
Se debían aclarar, pues, preliminarmente dos cosas. Una, elemental pero muy necesaria: «que el concepto de democracia en el lenguaje y la práctica políticas de 1848 (no sólo en el lenguaje y la práctica de Marx) tiene muy poco que ver con la concepción formal y normativa de la democracia imperante en este fin de siglo». Dos: no menos elemental pero conceptualmente más importante aún: «la dictadura proletaria, de la que Marx empezó a hablar en 1849, no es una forma de estado, ni un régimen político que se oponga a la democracia». Nada de eso. ¿Qué era entonces? «La postulación de una situación transitoria en un proceso revolucionario inspirada en el modelo jacobino francés.»
Lo que entendíamos actualmente, de manera habitual, por democracia no existía en 1848 en ningún país [2]. Allí donde existía el sufragio, éste no era universal; la elección de los representantes de la parte de la ciudadanía no era directa; los poderes judicial y legislativo estaban mediatizados por otros poderes materiales; los textos constitucionales no habían sido votados por el pueblo; la alternancia no estaba garantizada. Por lo general, señala FFB, «los partidos democráticos y las personas demócratas de la época se autodefinían así con la consideración de que en sus países no había democracia o los parlamentos y constituciones existentes, bajo la monarquía absoluta o constitucional, no merecían el nombre de democráticos hablando con propiedad». La mayor parte de los demócratas franceses había compartido con Marx la idea de que la monarquía parlamentaria de Luis Felipe no era una democracia. Del mismo modo, los demócratas alemanes de 1848 habían compartido con Marx la idea de que el sistema representativo al que aspiraba la burguesía alemana no era democrático. Muchos trabajadores y sufragistas, cartistas o no, habían compartido con Marx la idea de que el sistema parlamentario inglés, «al excluir del mecanismo electoral a la clase obrera y a las mujeres, sólo podía ser considerado una democracia demediada».
Los partidos y las personas demócratas de la época compartían, además, otras dos convicciones: 1) democracia y revolución eran inseparables, «sin revolución no había democracia porque en ninguna parte los derechos son otorgados a los de abajo sino que se conquistan», y 2) sólo había tres ejemplos contemporáneos en los cuales inspirarse -y aún con reservas en esa inspiración- en asuntos democráticos Suiza, Inglaterra y Estados Unidos.
También Marx había expresado estas convicciones. En 1847, por ejemplo, había alabado «la democracia suiza al tiempo que llamaba la atención acerca de los peligros por los que ésta estaba pasando». En 1848, «discutiendo con burócratas prusianos y liberales alemanes que después de la revolución defendían una democracia restringida», había señalado las diferencias de esta propuesta, típicamente alemana, con la monarquía parlamentaria inglesa y con la federación de estados unidos de Norteamérica. Pero, ahí empezaban las diferencias con los demócratas que sólo eran liberales, «ya antes de 1847 Marx había llamado la atención acerca de los límites de estas otras democracias (particularmente la inglesa y la norteamericana) en el plano social«. Así, en 1848, insistiría en esa misma línea «polemizando con los liberales alemanes que ponían como modelo la democracia belga de la que él mismo, siendo refugiado político, había sido expulsado [OME 10, 194]».
La convicción de que democracia y revolución eran inseparables y la observación-creencia de que las democracias entonces realmente existentes presentaban algo más que un déficit en la cuestión social, apuntaba FFB, llevó a Marx a una conclusión que le alejaba definitivamente del liberalismo político del momento. La conclusión marxiana:
En el futuro, sólo la participación directa del proletariado en los asuntos políticos (¡directa!), ésta por vía revolucionaria, podía garantizar realmente la democracia. Tal conclusión, añade el autor de «Nuestro Marx», admitía matices: «siendo la democracia el gobierno del pueblo y siendo el proletariado la mayoría del pueblo en aquellos lugares en los que, como Inglaterra, ya se había consumado la revolución burguesa, se podía prever algo así como una consolidación/ampliación de la democracia por vía relativamente pacífica, a través de la universalización del sufragio». En cambio, donde el proletariado no era todavía mayoría y además reinaba el absolutismo político, la democracia tendría que ser conquistada por vía revolucionaria por el proletariado (en alianza con la burguesía). Habría otras precisiones que hacer. La más importante en este contexto era que «al calibrar la importancia del proletariado, tanto por el número como por su función en la sociedad», Marx había deducido-inferido que, en general, «la conquista de la democracia empezaba a identificarse con la configuración del proletariado como clase social y con la conquista del poder político por esa clase.». Ni más ni menos
Por eso, señalaba FFB, en el Manifiesto se identifica la elevación del proletariado a clase dominante con «la conquista de la democracia» [OME 9, 156]. La tesis la ha desarrollado con rigor y documentación Joaquín Miras entre nosotros. Si nos regimos por el lenguaje de hoy en día, sostenúa FFB, «habría que decir que las medidas que Marx propuso para caracterizar la conquista de la democracia son de dos tipos: profundizadoras de anteriores conquistas de la revolución francesa unas (educación general pública y gratuita, imposición progresiva, limitación del derecho de herencia) y socializadoras otras (estatalización de la banca, del crédito y de los transportes, nacionalización de las fábricas)». Medidas propias, resumía FFB, de lo que actualmente llamamos un estado social de derecho unas y propias de lo que sería un estado socialista otras. Si se prefiere otro lenguaje, sostenía también FFB, «también se podría decir que éste era un programa democrático radical, el propio de la extrema izquierda política del momento. Pero lo esencial no es eso».
Lo esencial en este nudo es que el Manifiesto no decía nada o casi nada acerca de la forma política de esa democracia. Sólo hablaba de que para conquistar la democracia haría falta la revolución y algunas «intervenciones despóticas». Ninguna de las medidas que se proponen en el Manifiesto tiene nada que ver «con la organización política del Estado; son medidas de tipo económico-social, y, por consiguiente, sólo políticas en sentido derivado.» La comparación de las diez medidas propuestas en el Manifiesto con las 17 reivindicaciones de la Liga, contenidas en un documento firmado por K. Marx, F. Engels, K. Schapper, H. Bauer, J. Moll y W. Wolff, al comienzo de la revolución del 1848 [OME 9, 225-227] era instructiva. Varios estudiosos habían escrito que aquellas medidas y estas reivindicaciones eran prácticamente las mismas, pero el lector atento -FFB lo era desde luego- «se da cuenta en seguida de que eso es inexacto». Las dos diferencias más significativas: se refieren al derecho de herencia y a la justificación de la necesidad de un banco estatal. Ya no se hablaba de «abolir» sino de «restringir» el derecho de herencia; y se especificaba, por otra parte, «que la nacionalización de la banca no sólo tiene como objetivo minar la dominación de los grandes financieros sino vincular también a la revolución los intereses de los burgueses conservadores».
La diferencia más importante estaba en todo caso en lo que el documento en cuestión añadía a lo dicho en el Manifiesto: el nuevo documento sí especificaba algo en el plano político y sobre la organización del Estado:
En primer lugar propugnaba que Alemania fuera una república «única e indivisible»
En segundo lugar, exigía el derecho a voto y a ser elegido para todos los mayores de 21 años.
En tercer lugar reivindicaba que el principal aparato estatal, el ejército, fuera popular y el servicio regular en él compatible con la producción.
En cuarto lugar proponía la remuneración de los representantes populares con la intención de que los obreros pudieran entrar en el parlamento.
En quinto lugar establecía la gratuidad de la justicia
En sexto lugar propugnaba la igualación de los sueldos de los funcionarios del Estado
En séptimo y último lugar proclamaba la total separación de Iglesia y Estado, de modo que «los sacerdotes de las distintas confesiones fueran remunerados opcional y voluntariamente por la comunidad a la que pertenecieran.»
Tal era la democracia, concluye FFB, que quería Marx, como comunista, en 1848. En lo que había escrito durante los avatares de ese año y el siguiente «no ha añadido nada sustancial en lo referente al contenido socioeconómico de la democracia». Pero, en cambio, sí había precisado todavía algunas cosas más en el plano político. Estas por ejemplo: «se ha ratificado en la defensa de la libertad de prensa frente a la censura encubierta o indirecta [OME 10, 114]; ha defendido la constitución, frente a las interpretaciones restrictivas de la misma, como una consecuencia del movimiento revolucionario; y ha perfilado su opción republicana criticando también la monarquía constitucional». En este caso, además, apuntaba FFB, con la gracia del lenguaje esópico que requerían las circunstancias [OME 10, 320]:
Los reyes constitucionales son irresponsables, con la condición de no merecer la confianza… en el sentido constitucional, naturalmente. Sus acciones, sus palabras sus gestos no les pertenecen a ellos mismos, sino a los ministros responsables. […] Después de haber creado el mundo y los reyes por la Gracia de Dios, éste dejó la industria menor en manos de los hombres. Las «armas», inclusive, y los uniformes de teniente se fabrican de manera profana, y el modo de fabricación profano no crea a partir de la nada, como la industria celestial. Requiere materia prima, instrumentos de labor y salario, cosas todas ellas que se reúnen bajo el sencillo nombre de costos de producción. El estado se procura estos costos de producción mediante los impuestos, y éstos se producen mediante el trabajo nacional. Por lo tanto, en el sentido económico sigue siendo un enigma cómo rey alguno pueda darle nada a pueblo alguno. El rey sólo puede dar lo que se le da a él. Eso, en el sentido económico. Pero los reyes constitucionales surgen precisamente en el instante en que se está hallando el rastro de estos secretos económicos. Por eso, los primeros motivos precipitantes de la caída de los reyes por la Gracia de Dios fueron siempre… cuestiones impositivas . […] Seguid, por ejemplo, la historia inglesa a partir del siglo XI y podréis calcular con bastante exactitud cuántos cráneos partidos y cuantas libras esterlinas costó cada privilegio constitucional.
Siguiendo en el plano político, y definiéndose en el debate del momento sobre las dimensiones territoriales y la forma de estado que más convenía a Alemania, Marx había ido madurado su argumentación contraria al federalismo. Había subrayado las diferencias de partida (histórico-culturales) entre Alemania y los Estados Unidos de Norteamérica y se había manifestado a favor de un estado republicano unitario aduciendo, de un lado, motivos económicos y geopolíticos pero rechazando, por otra parte, el nacionalismo patriótico de los partidarios de la Gran Alemania. En su crítica de la solución federal para el estado alemán, señala FFB, había tres aspectos que valía la pena considerar. El primero era el jacobinismo de Marx («que quedará patente también en su concepción de la inevitabilidad del terror en la primera fase de la revolución»). El segundo, era la rusofobia («compartida, por cierto, por la mayoría de los demócratas europeos contemporáneos suyos): la defensa del estado unitario alemán la hizo Marx en nombre de la democracia y la civilización europeas contra la barbarie que representaba el absolutismo zarista» (Marx era en esto un discípulo de Michelet). Y el tercero, la importancia concedida a la comparación Europa-Estados Unidos de América: «Marx pensó que el equivalente del federalismo norteamericano sólo podía ser una Europa federal y que para llegar a eso antes había que crear estados unitarios donde no existían (Alemania e Italia)».
Se podía concluir, por tanto, en este contexto, que lo que diferenciaba a Marx de los demócratas liberales contemporáneos suyos eran dos cosas: 1) la primacía que Marx daba al contenido social de la democracia y 2) su insistencia en la necesidad del despotismo y de la violencia en la conquista de la misma. Esta diferencia «se hacía mayor cuando se pasa de considerar el qué de la democracia a considerar el cómo». Lo que hacía problemática la concepción marxiana de la democracia ya entonces es precisamente ese cómo, apuntaba FFB.
Sobre el cómo (acerca, pues, de la posibilidad de consolidación de las conquistas revolucionarias), Marx había escrito mucho en aquellos meses y había consolidado su pensamiento de una forma casi definitiva. Tanto como para atreverse a declarar lo siguiente, ampliamente conocido y citado, en carta, ya en 1852:
No es mérito mío el haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni el haber descubierto la lucha entre las clases. La novedad que yo he añadido ha sido demostrar: 1ª que la existencia de las clases está vinculada a ciertas luchas definidas, históricas, vinculadas al desarrollo de la producción; 2ª que la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado; 3ª que esta dictadura es sólo el período de transición hacia la supresión de todas las clases y hacia una sociedad sin clases.
Hoy en día, apuntaba FFB, «cuando uno llega ahí cierra el libro». Se pregunta, acaso, «a lo sumo, cómo pudo un hombre inteligente, culto e informado tratar de hacer compatibles los dos conceptos contradictorios por antonomasia de la teoría política: «dictadura» y «democracia»». Intentemos, pues, prosigue FFB; al llegar aquí aquella forma de captatio benevolentiae que propuso el poeta Brecht en los versos de «Techo para una noche» (No cierres todavía el libro / tú que lo estás leyendo). Había que intentar leer a este Marx con el mismo criterio histórico-crítico y la misma distancia con la que se leía las páginas (tremendas, adjetivaba FFB) de El príncipe de Maquiavelo «al tiempo que nos preguntamos por qué este patriota republicano, culto y renacentista, derrotado además en la vida política, da tales consejos a un príncipe». Lorenzo de Médicis ya no existía; el fantasma del comunismo parecía entonces haberse evaporado. Se imponía el intento. También en este caso, añadía FFB, «se trata de palabras de un derrotado en las luchas políticas de su tiempo.».
La pregunta formulada por FFB: «¿por qué un hombre que defiende la democracia política y social, que en lo filosófico se considera un humanista, que se ha manifestado a favor del sufragio universal, que ha combatido las limitaciones a la libertad de prensa en varias circunstancias, que ha criticado con palabras durísimas el burocratismo estatalista, que quiere una república constitucional para Alemania, propugna al mismo tiempo una dictadura?». ¿Cómo podía superarse esa aparente contradicción? La respuesta de FFB:
En 1848-1849 Marx no empleaba ese término para caracterizar un régimen político determinado. FFB precisaba un poco más: el término «dictadura» aparecía en los artículos y documentos de la Nueva Gaceta Renana cuando Marx percibía que «la contrarrevolución avanza, que la libertad de prensa vuelve a ser limitada, aunque de otra manera, que las medidas impositivas que se están proponiendo dejan en pie muchas de las anteriores relaciones feudales, que los demócratas con quienes ha estado trabajando vacilan y que la burguesía de su país deja que el poder del monarca aún impere por encima de la voluntad expresada en las asambleas populares». En esa situación, cuando Marx es consciente de que el doble poder que caracteriza las fases revolucionarias se estanca en Alemania, que el gobierno legalmente establecido detiene a los dirigentes de los trabajadores «y se imponen cambios que dejan en pie muchas cosas esenciales del antiguo régimen y se desvía la atención del pueblo con proclamas patrióticas que incitan a la guerra contra las nacionalidades que quieren liberarse mientras se secretea diplomáticamente con el absolutismo ruso», entonces, y sólo entonces, sostiene analíticamente FFB, él mismo vuelve sobre los acontecimientos de la revolución francesa de 1789-1793 y compara: la alianza para hacer la revolución democrática con la clase que está propiciando todo eso deja de parecerle factible. Ya no. Lo dicho y defendido en el Manifiesto tiene que corregirse. Escribe Marx ahora: «En Alemania la burguesía se humilla para que no triunfe el pueblo. En toda la historia no se exhibe cosa más ignominiosamente lamentable que la actuación de la burguesía alemana».
La comparación entre las revoluciones de Francia y Alemania había reafirmado, desde noviembre de 1848, el jacobinismo de Marx. Marx piensa en Robespierre y en Marat. En un primer momento, prosigue FFB, «dictadura» es, en ese contexto, «un término situacionista cuya connotación principal sería la siguiente: necesidad de la violencia revolucionaria, en Alemania, para resolver una situación de doble poder que se estanca y que está paralizando la revolución democrática». Pero Marx, a continuación, generaliza y vincula esta idea a otra que le ha estado rondando por la cabeza desde unos años atrás: la de revolución permanente.
En una primera acepción, este concepto dice: «si la revolución se para, se pierde; su contenido social decae y la contrarrevolución se impone». En una segunda, el concepto, tal como fue formulado por Marx entonces, se podía expresar esquemáticamente así: «para que la revolución democrática se imponga tiene que hacerse social, ampliar su contenido socializador, duplicarse, hacerse doble, y para eso el espíritu revolucionario tiene que permanecer».
En ese punto el pensamiento de Marx volvía a enlazar con el jacobinismo francés para generalizar ya con toda contundencia [OME 10, 345-348]. FFB citaba este texto marxiano:
Las carnicerías sin resultado que se han producido desde los días de junio y octubre, el aburrido festín de sacrificios que se ha desarrollado desde febrero y marzo, el canibalismo de la propia contrarrevolución, convencerá a los pueblos de que sólo hay un medio para abreviar, simplificar y concentrar los criminales estertores agónicos de la antigua sociedad y los sangrientos dolores de parto de la nueva sociedad: el terrorismo revolucionario.
«A los pueblos», en general, era mucho decir, mucho generalizar, comentaba FFB. El propio Marx iría introduciendo muchos matices sobre el significado del terrorismo, sobre la violencia política, sobre la posibilidad de llegar al socialismo en determinados países, en los que el proletariado era mayoría, a través del sufragio universal. El activista socialista no demediado añadía:
No seré yo, cómodamente instalado aquí, delante del ordenador, y en una Europa capaz de tolerar lo intolerable mientras denigra a Robespierre y a Marat y vuelve a ensalzar a reyes y monarcas absolutos, quien enmiende la plana a Marx diciendo cómo hay que comportarse, alternativamente, en situaciones de doble poder, cuando revolución y contrarrevolución se entrelazan y uno no es allí mero observador. Lo que sí diré es que la lectura del Manifiesto comunista y del conjunto de artículos escritos para la Nueva Gaceta Renana invalida todas las interpretaciones de Marx que hacen de él sólo un científico social y todas las interpretaciones de Marx que hacen de él sólo un filósofo. Por lo demás, cuando Marx escribía estas cosas, algunas de ellas tremendas, desde luego, ya no era «un joven»: era un hombre de treinta años, con dos hijos, responsabilidades familiares e intelectualmente muy formado.
Si lo que dijo e hizo había sido un pecado, no era un pecado de juventud precisamente, concluía el profesor de filosofía política de la Universidad (pública) Pompeu Fabra.
Tocaba ahora hablar de economía y de crítica de la cultura.
Notas:
[1] FFB, Marx sin ismos. El Viejo Topo, Barcelona, 1998, pp. 145-170.
[2] Escribe FFB entre paréntesis: «A saber: sufragio universal, división de poderes, existencia de un parlamento, existencia de una carta constitucional mayoritariamente aprobada y alternancia en la gobernación.» No es una definición maximalista como es obvio.
Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia)
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