Comprendo perfectamente que son cosas que puede que nada tengan que ver. Que ellos (porque casi todos eran hombres) no son responsables de la cocina de la cumbre. Que quizá pueda ser demagógico lo que les escribo. Pero déjenme decir que el menú de la cena de los dirigentes del G8 que se acaban de […]
Comprendo perfectamente que son cosas que puede que nada tengan que ver. Que ellos (porque casi todos eran hombres) no son responsables de la cocina de la cumbre. Que quizá pueda ser demagógico lo que les escribo. Pero déjenme decir que el menú de la cena de los dirigentes del G8 que se acaban de reunir en Japón me parece una expresiva paradoja, una imagen que explica bien lo que ocurre en el globo en que vivimos, en donde los líderes disfrutan de solemnes viandas mientras que la mitad de la población mundial se muere de hambre.
Al mismo tiempo que los grandes líderes cenaban «Maíz relleno de caviar» (solo como entrante, of ocurse!) cientos de millones de personas tienen que dejar de adquirir cereales porque los especuladores han decidido que su subida de precios como consecuencia de la derivación de la producción hacia los biocombustibles es, para colmo, una buena oportunidad para resarcirse de las pérdidas en los mercados financieros.
Y mientras tomaban unos delicados «Bulbos de azucena y ajedrea» también millones de agricultores doblaban la espalda en los empobrecidos campos del tercer mundo para cultivar flores o frutas de primor con destino a los países ricos, plantaciones que el Fondo Monetario Internacional les impuso para sustituir a las que antes se destinaban a alimentar al mercado interno de sus naciones. Provocando así a continuación un efecto inevitable de desabastecimiento, costosas importaciones a renglón seguido y hambre y pobreza en la población, aunque grandes beneficios para las multinacionales y los consumidores ricos.
Es posible que todo esto sea solo una metáfora pero lo cierto es que mientras que los líderes cenaban sofisticados platos el hambre se extiende en el planeta y las cifras de personas desnutridas alcanzan cifras cada vez más altas año tras año. Hablaron de sus asuntos pero entre ellos no estaba Africa, ni las hambrunas, ni el incremento brutal de las desigualdades, ni los efectos criminales de la especulación y la financiarización de la economía sobre la vida de las personas. Solo hablan, por lo que se sabe, de lo que a ellos les interesa, de su riqueza y de cómo aumentarla.
Que los dirigentes de los países más ricos sean los únicos que se han arrogado el derecho a decidir el futuro del planeta es ya una buena expresión de los males que padecemos, de la enfermedad que nos corroe, del vicio que nos destruye.
Porque los ricos no lo son por designio divino sino por su capacidad de destrucción y por su barbarie, por su poder ilegítimo, por el expolio que llevan a cabo y por su complicidad con los intereses más malvados del planeta.
No tienen excusa posible. Ni siquiera se trataría de darle vuelta completamente a la tortilla sino de que fueran ínfimamente generosos.
Las Naciones Unidas vienen solicitando para afrontar los más graves problemas de la humanidad cantidades que equivalen al 5 o 6% de lo que ganan las 300 personas más ricas del mundo. Con menos del 1% del PIB de los países acomodados del mundo sería suficiente para que ningún niño muriera de sed (como les ocurre a más de 4.900 al día), para que todas las personas tuvieran educación, para que todos los seres humanos estuvieran suficientemente alimentados, y dispusieran de viviendas decentes y una mínima atención sanitaria.
No se trata, pues, de que haya escasez de recursos y de que la solución sea imposible. No es eso. Se trata de repartir, incluso mínimamente. Los líderes mundiales podrían haber decidido, por ejemplo, que el gasto militar de quince días de cada gobierno, se hubiera dedicado a resolver estos problemas. ¡Hubiera sido suficiente! E incluso aún dispondrían, como dice Eduardo Galeano, de 350 días o más para que sigamos matándonos entre nosotros.
Pero ni a eso son capaces de renunciar. No porque no tengan recursos sino porque no tienen voluntad. O quizá mejor, porque seguramente tienen miedo de que todos los seres humanos tengan comida, vivienda, agua limpia, educación y salud. Porque entonces se pondrían a pensar y su tiempo como líderes, y el tiempo de sus aliados y cómplices estaría ya contado.
¡Ojalá se indigestaran para siempre!
Juan Torres López es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga (España). Su web personal: www.juantorreslopez.com