Pronto inauguraremos en la fortaleza de San Carlos de la Cabaña, como es costumbre en febrero, una nueva edición de la Feria Internacional del Libro de La Habana. Comenzará la fiesta y volveremos a oír y leer palabras de elogio a: autores, libros, críticos, casas editoras, procesos, versos, diseños, bibliotecas, talleres poligráficos… Yo, de momento, […]
Pronto inauguraremos en la fortaleza de San Carlos de la Cabaña, como es costumbre en febrero, una nueva edición de la Feria Internacional del Libro de La Habana.
Comenzará la fiesta y volveremos a oír y leer palabras de elogio a: autores, libros, críticos, casas editoras, procesos, versos, diseños, bibliotecas, talleres poligráficos… Yo, de momento, siento la necesidad de «lanzarle un piropo» a la que, aun constituyendo una figura protagónica en el proceso literario, recibe solo reconocimientos que, a mi juicio, se ubican en los trasfondos sin color, tal vez como escenografía útil o música incidental: los editores.
Y comienzo con una anécdota: en noviembre de 1998 -año en que asistí a la feria del libro de Guadalajara- alcancé a presenciar, en el auditorio Juan Rulfo, un homenaje al mérito editorial que los organizadores del evento les rindieron al señor Jesús de Polanco. Puedo catalogar de desconcertante lo que allí sucedió, con numerosísimos discursos, floridos y provenientes de voces muy autorizadas, donde quedaba «demostrado» que el señor De Polanco, quien al fallecer hace pocos años era presidente del poderoso Grupo Prisa1, había hecho contribuciones históricas, casi sin antecedentes, al desarrollo de la noble profesión de editor. El único instante sincero, carente de adulación que en la glamurosa actividad vi, provino del propio señor De Polanco, quien aseveró que él «no era propiamente un editor, sino un empresario». Menos mal, porque lo otro casi que impulsaba a renegar del gremio.
Confieso que en mi formación profesional, primero como escritor, después como promotor y por último como editor, siempre me guié por paradigmas que distaban mucho de lo que el señor De Polanco representa. La profesionalidad que encontré en Eliana Ávila -por citar solo un caso- cuando en 1989 editó por primera vez un libro mío para Letras Cubanas, me indujo a pensar que los libros, aunque se escriben con un solo cerebro y un único corazón, acaban siendo hijos de dos. Y que en muchos casos el editor casi podría exhibir, aunque ello nunca suceda, los mismos méritos que injustamente ostentamos en solitario los escritores.
Que uno acaba escribiendo los libros para su editor es cierto. Pero cuando ese editor ha demostrado un profundo conocimiento de la tradición literaria que respalda su trabajo, para nada se hace oneroso el condicionamiento. Confieso sin pudor que no me disgustaría nada escribir un libro de ensayos pensando en Teté Blanco o Alfredo Zaldívar como complemento; y otro de literatura para niños con la intención de que lo adopte, como hijo legítimo, Esteban Llorach (aunque hablo de géneros que no cultivo). Igual de feliz me sentiría si una utópica novela mía recibiera el baño de luz que seguramente le darían Ana María Muñoz Bachs o Eduardo Heras León (o, desde el más allá, José Tajes). Lo mismo uno de poesía -mi género favorito- para que se beneficie con el masaje reconstituyente de las manos de Juan Nicolás Padrón, Raúl Luis, Luis Marré, Jesús David Curbelo o Yamil Díaz. Seguro estoy que los versos ganarían en elegancia y que cada texto, en el difícil algoritmo de la dramaturgia que hila los poemarios, dialogarían unos con otros en fecunda ósmosis. Estos amigos -editores de verdad, y no empresarios- seguramente no le permitirían a ningún hijo bastardo hacer fila en el banquete, de la misma manera que los descuidos en que los escritores algunas veces incurrimos recibirían la esmerada sutura con que ellos remiendan limpiamente la expresión. Para quien sí nunca me imaginé escribiendo un libro fue para el señor Jesús de Polanco, aunque a lo mejor me pagaba más, como bien necesitamos.
No recuerdo que ninguno de los editores de mis doce libros publicados hasta hoy me haya hablado nunca de ventas y ganancias, pues se concentraron muy tenazmente -con mayor o menor acierto- en la sustancia estética de los textos. Esa es una verdad que, como escritor, puedo proclamar a los cuatro confines. Mis queridos editores nunca se dejaron penetrar por ciertas corrientes mercantilistas que, como fantasma de Período Especial trasnochado, tal ensayo de capitalismo, invadieron el universo del libro cubano en determinado momento. El único tema monetario que tratamos fue el de mis derechos de autor, y confieso que siempre fue un trámite rápido, del que salimos ambos como mismo se sale del mal momento de inyectarse un antibiótico.
Cuando inicié mi vida en esta profesión que hoy exalto, dándole vida en 1990 a la editorial Capiro, traía ya sembrada en la ilusión la idea de un montón de libros que le faltaban al espacio cubano para serlo en mejor magnitud y destilar, con mayor fruición, las esencias que lo hacen elocuente e inquietante. Lección aprendida con los grandes maestros: Alejo Carpentier, Samuel Feijoo, Ambrosio Fornet, Herminio Almendros, Roberto Fernández Retamar, José Lezama Lima, Pepe Rodríguez Feo… y conste, para que nadie se disguste, que se me quedan muchos por llamar a filas.
Al amparo de esa filosofía fue que en Capiro gestamos, entre otros, el primer libro de prosas de Carilda Oliver Labra, Con tinta de ayer -un original del que la crítica, con su habitual modorra, aún no se ha percatado-. Bajo el mismo principio encargamos Afilando la punta, al colectivo de dibujantes del suplemento humorístico Melaito -hasta donde sé, el primer volumen de humor gráfico exclusivamente erótico publicado en muchos años-. También se nos ocurrió publicar en forma de libro el grandioso fresco del siglo XX cubano que los editores de La Gaceta de Cuba dieron a conocer por entregas en el dossier titulado «Siglo pasado». Igual el valiosísimo ensayo de Ramiro Guerra titulado El síndrome del placer (Cultura y Sexualidad). Y como última entrega en mi etapa de director de esa casa, la única compilación de décimas humorísticas cubanas hecha en más de un siglo: Yo he visto un cangrejo arando, encomendada al investigador René Batista Moreno para que, con una óptica histórica, recogiera lo mejor de las estrofas escritas (o dichas) con esa intención desde el siglo XVIII hasta los días actuales.
De mis queridos editores aprendí la gran responsabilidad de buscarle, a cada libro, su lector. Y de acercárselo además. De ahí que cada uno de los títulos publicados por la editorial que hasta hace pocos años dirigí haya contado con actividades de las llamadas «lanzamiento» en espacios tan disímiles como la Feria Internacional del Libro, los festivales del libro en la montaña o los poblados extremadamente periféricos que visitamos durante nuestras giras denominadas «El caballero andante», donde un público a todas luces virgen se enteraba, porque en Cuba todo el mundo sabe leer, de que los libros también se escriben (con y) para ellos.
Una simpática anécdota de uno de esos momentos se dio en 1997, en el poblado llamado Palma Sola, del municipio Corralillo, donde los habitantes, enterados de que ese día, por primera vez, se venderían libros en la comunidad y que los escritores estarían presentes, armaron una cola frente al portal de la bodega (sitio donde montamos los andariveles), con sus libretas de abastecimiento en ristre, para reclamar los libros que les correspondían por la cuota. Y hasta algunas discusiones se formaron por el orden de la cola y la validez o no del «Plan jaba» en ese caso. Grande fue el jolgorio cuando supieron que los libros se venden «por la libre» y que cada cual puede adquirir los que desee en las cantidades que el bolsillo (tantas veces magro) sea capaz de franquearles.
Ese día tuvimos más éxito de venta que el que haya alcanzado nunca el señor Jesús de Polanco en los muchos eventos adonde acuden sus libros y autores emblemáticos. Y nuestro éxito no se basa solo en lo mucho que vendimos, sino en lo mucho más que sabíamos que esas personas leerían posteriormente. Y los escritores asistentes se bebieron, como sorbo de miel, las ingenuas prestancia y curiosidad de aquel público de oro. Nadie salió con las bolsas llenas, pero sí con el espíritu engrandecido por la luz humanista que a todos nos colmó.
Ay, mis queridos editores, si aquellos que tanto se empeñan en devaluar nuestra realidad supieran que jamás, como escritor, recibí de ustedes la más mínima alusión a referirme a temas de exaltación política, ni a tono con campañas en contra o a favor de nada o nadie. Y que si algún conato de discusión tuvimos alguna vez por algunas de mis páginas que les parecieron «demasiado críticas», eso murió con mi negativa a modificarlas y la aceptación inmediata de mi criterio sin más «instancias superiores» adonde acudir en aras de resolver el conflicto. Ahí está mi libro Pasando sobre mis huellas (Ediciones Unión, 2002) para dar fe de que dije las cosas que quise y nada sucedió conmigo. Y esta misma columna de Cubaliteraria, en sus anteriores entregas, serviría también para reafirmarlo.
Lo que más me gusta de ser editor en Cuba es la certeza de que pongo mi alma en el carril de la tradición. Una tradición donde me iluminan nombres como el de José Martí, editor de Patria y La Edad de Oro; Nicolás Guillén (director fundador de La Gaceta de Cuba), Manuel Navarro Luna (editor de Orto), Cintio Vitier (editor de La Isla Infinita), Severino Boloña (el gran impresor), Juan Marinello y Jorge Mañach (editores de la Revista de Avance), Miguel Barnet (director de Catauro), Alfredo Zaldívar (fundador de Ediciones Vigía) y muchos otros. Ser editor en Cuba, hoy, implica la posibilidad de soñar con el libro perfecto: aquel que nos ponga en el mundo con todas nuestras luces. Implica también un ejercicio de democracia donde La Voz Única se busca en todas las voces; donde todos los que sienten pasión por la belleza pueden intentar domesticarla y ponerla a latir en tipos de imprenta.
No obstante lo anterior, me gustaría, querido colegas, que en este punto precisamente extremáramos el cuidado y no nos dejáramos cautivar por cifras elocuentes para que hablen, solo con números, de bondades sociales. ¡Ojo alerta, hermanos! La literatura, en su intercambio de sutilezas y esencias, nunca será encasillable en estadísticas. El crecimiento del corpus literario nacional debe darse, sobre todo, en el terreno de una calidad que se lía a patadas con las metas. Así nos lo enseñan los maestros. Así debe ser para que la literatura siga siendo confiable y expresiva en la medida que lo necesita el espíritu de la nación.
Yo sé que difícilmente alguno de ustedes, queridos editores, reciba alguna vez un homenaje medianamente parecido al que le organizaron en aquella elegante feria al señor Jesús de Polanco. Pero quisiera, eso sí, que estas palabras, aspirantes a integrar el rico imaginario de nuestra Feria Internacional del Libro, al menos anticipen el día en que se diga, poco importa en qué sitio del planeta, cuánto de su sangre, su sabiduría, su talento y desvelos subyace en las páginas más amadas de los grandes (y pequeños) libros que expanden desde hace mucho, en la atmósfera de Cuba y mas allá de la frontera, sus esbeltas verdades.