Acabo de leer una encuesta sobre lo que opinan de las penas carcelarias los ciudadanos españoles. La conclusión es triste. El 82% de esos ciudadanos son partidarios de la cadena perpetua, aunque matizan esta preferencia al dejar en manos de un juez la revisión de la misma cada cierto tiempo. Por su parte algo más […]
Acabo de leer una encuesta sobre lo que opinan de las penas carcelarias los ciudadanos españoles. La conclusión es triste. El 82% de esos ciudadanos son partidarios de la cadena perpetua, aunque matizan esta preferencia al dejar en manos de un juez la revisión de la misma cada cierto tiempo. Por su parte algo más del 26% ven adecuada a la situación la pena de muerte. Resumamos: la ciudadanía consultada se decanta por un notable endurecimiento de la ley penal, incluyendo en ese endurecimiento la rebaja de la mayoría de edad a los dieciséis o, más aún, a los catorce años. Por otra parte la delegación de la responsabilidad social en los jueces es materialmente absoluta. Estos ciudadanos se lavan las manos y renuncian a la acción política dejando a los tribunales todo el poder para que gobiernen literalmente la sociedad por medio de la represión más elemental. Es decir, deciden que sean los castigos los que moldeen la vida, con abdicación de su obligación social y moral de abrir caminos innovadores. Hace ya largos años que la existencia ha perdido matices muy apreciables y está poblada mayoritariamente por quienes viven agobiados por su miedo a la libertad, como advertía Eric Fromm. Es cierto que la libertad es muy complicada y dura de ejercer, pero la grandeza humana radica sólo en ella. El hombre tiende a la dignidad por naturaleza -soslayo ahora lo que debemos entender aquí por «naturaleza»- y no puede haber dignidad sin convertir la vida en un constante ejercicio de libertad creadora; de libertad como soberanía sobre uno mismo y sobre el medio que habita. Minuto a minuto hay que decidir entre una vida con libertad o una existencia inane merced a la sumisión. Los jueces no deben ocupar nunca el escenario.
Conste que no estoy ahora hablando de innecesariedad de la ley penal. El nihilismo en este campo es, como todas las otras aplicaciones del nihilismo, una forma de obviar el compromiso con los demás. Intuyo simplemente que la ley penal represiva, tal como ahora se entiende, acabará por desaparecer para instaurar otros métodos de corrección aceptables respeto a quienes dañan al prójimo. El logro de esos métodos figurará entre los más importantes objetivos de una nueva democracia. Pero hoy por hoy no tenemos a mano más que leyes penales represivas muy groseras de trazo. Esas leyes, muy al contrario de lo que pregonan quienes las recomiendan, no producen ni un individuo mejor ni transforma la condición moral de los condenados, suponiendo que los condenados posean una moral corrompida, cosa que no se da, por ejemplo, en quienes padecen prisión por sostener su poderosa decisión política. Me parece, además, que esto de la mejora de la condición moral del penado tampoco es el objetivo de los actuales códigos, más orientados a atemorizar a la ciudadanía que vive la llamada vida corriente que a los encarcelados. La cruel represión carcelaria, tal como se practica ahora, aterra a los que no han delinquido. El temor al horrendo y posible castigo, sobre todo en unos momentos en que las leyes son vaporosas, hace vivir a los ciudadanos tenidos por libres una existencia repleta de autocensura y con un techo vital verdaderamente bajo. Lo cierto es que la violencia carcelaria, tan impúdicamente exhibida, convierte a los ciudadanos calificados como normales en ciudadanos intelectual y moralmente anormales. La prevención del delito por temor a la cárcel deja exangüe a la sociedad. Pero ¿qué es lo que desea el poder sino reinar sobre una sociedad encogida y sin sentido de si misma?
Una de las deleznables finalidades perseguidas por los que se han apropiado de la soberanía consiste en mechar el espíritu social con un destructivo temor a la libertad. Para lograr tan perverso fin se ha sustituído la libertad creadora, que se apoya siempre en el colectivo social, por una pseudo libertad individual que únicamente conduce a la evasión mediante mil actividades absolutamente vacuas. La encuesta a la que nos hemos referido trasluce de modo transparente esa evasión. Los jóvenes encuestados, sobre todo, si realmente han sido seleccionados honestamente, recurren a la práctica de una misérrima libertad personal para delegar en los administradores de la ley la función de hacer una sociedad a medida. Solicitan esos jóvenes leyes duras y jueces inmisericordes sin darse cuenta que tanto esas leyes como esos jueces serán usados por el poder y las clases a las que el poder sirve de una forma extensiva y obscena. Al parecer una parte de la juventud ha decidido que el orden sólo consiste en la represión material y no en su fabricación moral por el colectivo. El orden, claro está, como una concepción exclusiva de orden público. Esto es tan meridiano que basta para explicar la ausencia de una libertad noble el modo en que acaecen se las elecciones, reducidas a la concesión de un salvoconducto de soberanía que previamente ha manipulado el poder. Mucha gente joven, alojada en naciones arrogantes y halagadas como básicas para la gobernación humana -esas naciones que se creen destinatarias de la historia- vota lo que le dicen que vote y no tiene una sola tentación de innovación. Huyen esos jóvenes del esfuerzo de crear la convivencia y de decidir el futuro social. No les interesa el asunto. Lo grave es que luego se derraman en críticas ante los bienes que esperan inútilmente a cambio sin considerar ni un minuto que el agua solo surge de una fuente en cuyo hallazgo se ha invertido un poderoso esfuerzo. Esos jóvenes que huyen todos los días hacia la inanidad de si mismos son los que luego reclaman penas perpetuas y aún ejecuciones mortales. Han decidido que la sociedad sólo consiste en llegar al día siguiente con la misma botella repleta de tentaciones y un cómodo vaso para vaciarla con la mayor urgencia. No he visto a esos jóvenes de la encuesta marchar en una manifestación por la libertad de un pueblo o redactar un manifiesto en pro de la justicia social. Son jóvenes de selecto máster universitario y futuro repleto de padre con posibles.
Solicitar cadenas perpetuas y otros castigos por el estilo sin añadir nada más a la escuálida petición, como sería la verdadera transformación social, desemboca en un albur del que sólo tiene la llave quien desde el poder se ha empeñado en vaciar al ser humano de su potencia creadora para dejarlo en consumidor de cosas y de frases hechas. Son peticiones -y ojo, porque la encuesta no sólo se abastece de jóvenes- en las que se pudre la voluntad y la dignidad. Se decía en tiempos de la democracia burguesa y en el marco jurisprudencial que más valía absolver a cien culpables que condenar a un inocente. Con ello se invitaba a una dignidad que aunque fuera débil era una forma de dignidad. Pero tal dignidad también se ha esfumado con la destrucción de esa clase de apariencia liberal que todos los días, aunque usase con determinación la Guardia Civil para perseguir trabajadores, trataba de pulir su superficie más visible para no darse asco a si misma. Como señala Burckardt en sus «Reflexiones sobre la historia universal» cuidaban al menos la estética. Y esa estética, amén de valores más sustanciales, se destruye solicitando la condena a un dolor permanente vivido sin esperanza de superación alguna. A mi me repugnaría que por halagar mi sed de venganza alguien muriese por sed de libertad. Ni me creo tan importante como presuntamente justo ni creo que el condenado deba sufrir un castigo inhumano por ser presuntamente perverso. Las penas han de tener también su sentido de la prudencia. Sí, hay que proteger al ciudadano de la injuria inferida por otro ciudadano, pero se debe velar para que el delito no encubra jamás ni venganza en su corrección ni ira en su administración. La muerte legal también mata la libertad posible.