Una anécdota, a modo de introducción Se trataba de una «ampliada», es decir, una reunión entre miembros de «células» distintas. El responsable del encuentro, sentado ante una mesa, dibujaba sobre un papel el esquema de la defensa circular del «local», las posiciones a ocupar y el plan de retirada escalonada en caso que fuera necesario. […]
Una anécdota, a modo de introducción
Se trataba de una «ampliada», es decir, una reunión entre miembros de «células» distintas. El responsable del encuentro, sentado ante una mesa, dibujaba sobre un papel el esquema de la defensa circular del «local», las posiciones a ocupar y el plan de retirada escalonada en caso que fuera necesario. Luego procedió a la entrega de los «fierros», con la seriedad y marcialidad que la situación demandaba. Como no hubo preguntas por parte de los encapuchados, el jefe político-militar tomó el encendedor y quemó el papel. Esta escena que describo, habría sido una reunión clandestina común y corriente en cualquier casa de seguridad en la capital salvadoreña a principios de la década de los ochenta, si no hubiera sido porque todos los enmascarados se conocían entre sí, porque estaban a miles de kilómetros de distancia de Centroamérica y además, porque las únicas «armas» que había en el «local» eran los cubiertos de acero inoxidable.
Se requería de una gran porción de fantasía, mucha «mística revolucionaria» y buen sentido del humor─ o las tres facultades ─, para explicar racional y dialécticamente estas absurdas medidas de seguridad, tomadas con toda seriedad y de acuerdo a los cánones subversivos, aun cuando aquella sesión de trabajo solidario con la lucha del pueblo salvadoreño se desarrollaba dentro del marco de la legalidad democrática. Por suerte, la capucha ocultó más de alguna sonrisa socarrona. Se trataba evidentemente de un ritual y como tal, cumplía una función de carácter místico, dirigida a mantener ─ artificialmente ─ una actitud «combativa» y fomentar la moral revolucionaria, y ninguno de los presentes se atrevió a cuestionar la «ceremonia» o a señalar que el «rito» es una técnica esencialmente religiosa. Pero el proceso de «proletarización» exigía un comportamiento militante, lo cual implicaba la obediencia ciega, a pesar de la flagrante contradicción entre lo abstracto y lo concreto, es decir, entre el «misticismo revolucionario» y el materialismo dialéctico.
Claro está que la «mística» no es un fenómeno exclusivo de sectas político-militares (el sectarismo), partidos de ultraizquierda o escisiones partidarias marxistas. En efecto, el misticismo, entendido éste como doctrina que admite el enlace directo entre el hombre y Dios, es el medio de comunicación virtual más antiguo de la humanidad. En este sentido, la mística religiosa es una especie de «liquido intersticial» entre los seres humanos en la sociedad, el cual funciona como nutriente y desagüé espiritual.
En el prólogo de la «Contribución a la crítica de la Economía Política», Carlos Marx escribió que: «No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia» y ese pensamiento no solamente se refiere al modo de producción de la vida material del hombre, sino que también abarca el universo de las ideas. En sus tesis sobre «La esencia del cristianismo» del filósofo materialista alemán, Ludwig Feuerbach, Marx señala que «el sentimiento religioso es también un producto social y que el individuo abstracto que él (Feuerbach) analiza, pertenece, en realidad, a una determinada forma de sociedad. Puesto que la vida social es, en esencia, práctica, todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su solución racional en la práctica humana y en la compresión de esta práctica». Este razonamiento materialista dialéctico de Carlos Marx acerca de la religión lo encontramos nuevamente en la «Critica de la filosofía del estado de Hegel» (Zur Kritik der Hegelschen Rechts-Philosophie), esta vez expresado con más contundencia: «el hombre hace a la religión; no la religión al hombre. Pero el hombre no es algo abstracto, un ser alejado del mundo. Quien dice: «el hombre», dice el mundo del hombre: Estado, Sociedad. Este Estado, esta Sociedad produce la religión, una conciencia subvertida del mundo, porque ella es un mundo subvertido. La religión es la interpretación general de este mundo, su resumen enciclopédico, su lógica en forma popular, su point d’honneur espiritualista, su exaltación, su sanción moral, su solemne complemento, su consuelo y justificación universal. Es la realización fantástica del ser humano, porque el ser humano no tiene una verdadera realidad. La guerra contra la religión es, entonces, directamente, la lucha contra aquel mundo, cuyo aroma moral es la religión.»
Si la conciencia social es producto del ser social y todo aquello que produce el hombre es el reflejo de la realidad de la sociedad en que vive, no es extraño entonces, encontrar también en la «ortodoxia» y en la «herejía» marxista muchas taras y prejuicios que emanan de los valores ético-morales y religiosos de la burguesía, camuflados éstos, eso sí, de mística y misticismo revolucionario. Es importante señalar aquí, que la crítica de Carlos Marx en relación a la religión es esencialmente filosófica y cuando él afirma que: «La eliminación de la religión como ilusoria felicidad del pueblo, es la condición para su felicidad real…(y que)…La crítica de la religión, por lo tanto, significa en esencia, la crítica del valle de lágrimas (léase el estado y la sociedad capitalista) del cual la religión es el reflejo sagrado«, está refiriéndose a la religión como instrumento de enajenación de la clase social dominante sobre la clase social explotada (cursiva de C.M y subrayados por el autor). Por lo demás, huelga decir, que toda ideología basada en el miedo y en el terror no puede ser emancipadora. En las obras de los clásicos del marxismo mundial no hay un ápice de crítica al individuo creyente ni discriminación política por razones de espiritualidad. Solamente cuando los individuos desarrollan una conciencia social de clase para sí, en su lucha diaria por resolver los problemas existenciales de la vida real en este «valle de lágrimas», es que se vuelven inmunes contra los efectos narcóticos de la religión. Pero la «toma de conciencia» es un proceso dinámico de desarrollo, el cual no niega en sí la espiritualidad del ser humano, pues es un error confundir religión con espiritualidad. La relación dialéctica espíritu-materia o mejor dicho, la naturaleza del «espíritu» es producto de la actividad sensorial humana, es decir, de la actividad objetiva del hombre en sociedad. Más allá de la interpretación filosófica acerca de la naturaleza del mundo en que vivimos, de lo que se trata, en definitiva, es de transformar dialécticamente las estructuras político-económicas y socio-culturales en la sociedad por y para el bien de la humanidad. Esta es la quintaesencia del materialismo histórico y dialéctico.
La hermenéutica dogmática y mecanicista de los pensamientos de Carlos Marx y de otros teóricos del socialismo científico (Federico Engels, Rosa Luxemburgo, Antonio Gramsci, Leo Trotski, Carlos Mariátegui, et al.) ha contribuido a la falsificación o tergiversación del materialismo histórico y dialéctico y lo que es más grave aún, a considerar estas contribuciones científicas como verdades absolutas. Cuando el materialismo dialectico se convierte en dogma y la lucha de clases en doctrina, se pierde el azimut histórico, situación que favorece las desviaciones político-ideológicas que tarde o temprano desembocan en terrorismo, en el exterminio masivo de la población como el perpetrado por los jemeres rojos de Pol Pot en Kampuchea, en los crímenes cometidos durante el estalinismo y en las purgas internas en la izquierda salvadoreña (Ralph Sprenkels, La guerra como controversia, pag.78). Aunque la política y la religión mantienen una relación simbiótica histórica, no significa que Carlos Marx sea el Mesías, Salvador del mundo material, ni Federico Engels uno de los siete Arcángeles del marxismo ni Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, el apóstol San Pablo.
El «virus del fanatismo político-religioso» parasita, ahí, donde el culto a la personalidad sustituye el debate político, donde la mistificación de héroes incólumes es el germen de mitos y leyendas, donde los lideres fallecidos se declaran solemnemente «santos» de la revolución (canonización de Lenin), donde los juicios sumarios (Roque Dalton) y el asesinato de correligionarios (Bucharin), suplantan la lucha ideológica.
El «misticismo revolucionario» deriva inevitablemente en la fe ciega en la dirigencia, en una actitud devota e irreflexiva; una vez alcanzado este estado de deformación ideológica, la vida y la muerte se confunden tras el oscuro velo del fanatismo. Este es uno de los grandes peligros que corren las organizaciones político-militares o partidos políticos, al confundir la conciencia social revolucionaria con «la mística y el misticismo revolucionario».
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