Pocos días después de que la extrema derecha que gobierna en Washington, celebrase su victoria en las elecciones norteamericanas, se iniciaba la sangrienta operación contra Faluya, preparada de antemano en los despachos del Pentágono. La presión de los sectores más derechistas de los Estados Unidos y de sus cómplices en el mundo, que siguen insistiendo […]
Pocos días después de que la extrema derecha que gobierna en Washington, celebrase su victoria en las elecciones norteamericanas, se iniciaba la sangrienta operación contra Faluya, preparada de antemano en los despachos del Pentágono. La presión de los sectores más derechistas de los Estados Unidos y de sus cómplices en el mundo, que siguen insistiendo que, puesto que ha vencido, Bush tiene razón, se ha convertido en la siniestra carnicería de Faluya. La victoria electoral de Bush ha sido limitada, pero suficiente para sus fines. Debe recordarse que, atendiendo a que casi la mitad de los ciudadanos norteamericanos se abstuvieron de votar y que una cuarta parte lo hizo por el otro candidato, a Bush lo ha apoyado poco más del 25 por ciento del total de los electores norteamericanos. Esa parte del pueblo americano, que se horrorizó con los atentados de las Torres Gemelas y que comparte la visión imperialista y religiosa del presidente norteamericano, no se conmueve ahora por la matanza de Faluya ni por los bombardeos sobre poblaciones civiles, porque considera que sus soldados están combatiendo contra terroristas, como repiten con insistencia sus medios de comunicación.
Ahora, alardeando de su renovada victoria, como si el mundo ignorase que el aval de los sufragios populares no justifica nunca el crimen, e ignorando los cien mil muertos que la invasión estadounidense ha causado ya en Iraq, esos sepultureros que acompañan a Bush se disponen a culminar, en unos meses, la aplicación del modelo afgano para Iraq. Bush ha ofrecido a sus compatriotas, y, a través suyo, al mundo, la fantasía de un poder fuerte que se hará respetar en el planeta, que impondrá la fe y la seguridad de una nación cristiana que cree tener en sus manos el destino de la humanidad, y ese discurso, en el desolado inicio del siglo XXI, con la crisis de su hegemonía acechando, era el que anhelaban muchos norteamericanos. Apoyando a Bush, han sancionado la continuación de una política imperial que va a seguir sembrando la desolación. Porque no hay duda de que, empantados en Iraq, donde la resistencia ha conseguido destruir el esquema previo elaborado en los despachos del Pentágono, Washington no está luchando contra el terrorismo sino que intenta acabar a sangre y fuego con las protestas y con la resistencia iraquí e imponer el modelo afgano.
No les va a resultar sencillo, aunque presenten a Afganistán como la prueba de su esfuerzo y de su política: tres años después de la invasión de Afganistán, la normalidad en ese país sigue siendo una quimera. Sin embargo, Washington ha conseguido algunos de sus objetivos: el control militar y estratégico de Afganistán, y la imposición de un régimen cliente, con la resignada aceptación de las más importantes potencias mundiales, desde Francia y Alemania, hasta China y Rusia, pasando por el propio Irán de los ayatolás. Para los propósitos norteamericanos, no importa que la vergonzosa victoria del dictador impuesto Karzai haya sido obtenida, recuérdese, en un país ocupado militarmente, donde las opciones de izquierda no es que no puedan presentarse a las elecciones, es que deben actuar en la más rigurosa clandestinidad, y donde la menor sospecha de oposición implica la muerte: Karzai y los señores de la guerra tienen en sus manos todos los mecanismos de poder, aunque eso no excluya las luchas de banderías entre ellos, siempre bajo la atenta supervisión norteamericana. Todos los parámetros democráticos han sido violados en esa mascarada infame que han sido las elecciones de las que se enorgullecen Kabul y Washington.
Pero esa victoria vergonzosa de Karzai, forzada por el miedo y la desesperanza, ha sido aceptada por la ONU y por los organismos europeos, que apuestan por lo que consideran es un mal menor, creyendo que el poder vicario de Karzai pacificará el país y abrirá una etapa de normalización, que, en el futuro, permitirá la reconstrucción económica. Es un espejismo, pero el circunstancial triunfo del proyecto norteamericano para Afganistán fortalece las tesis de los sectores más duros del Pentágono y del gobierno norteamericano para la reestructuración estratégica de todo Oriente Medio y Asia central. Porque no debe olvidarse, además, que en las mesas del Estado Mayor norteamericano esperan los planes preparados para Irán, Siria y Palestina; algunos, todavía imprecisos, sujetos a la evolución de los acontecimientos, otros, como la cuestión palestina, dependientes del chantaje del gobierno israelí de Ariel Sharon.
Ese modelo afgano es, también, la apuesta de Washington para Iraq. Los pasos necesarios para su triunfo son conocidos: primero, se organiza la aniquilación y el asesinato de toda oposición de izquierda y de los sectores patrióticos que combaten la ocupación, imponiendo el terror sobre la población civil y, si es necesario, la destrucción parcial de las ciudades; después, se inicia el establecimiento de un gobierno títere, y, finalmente, tras un período de transición que consolide a sus protegidos, se procede a la organización de unas elecciones fraudulentas -apenas votos sobre los cementerios- que legalicen ante la opinión pública mundial y ante los organismos internacionales la nueva situación, y que permita al nuevo régimen cliente recibir el apoyo de las instituciones internacionales y de los gobiernos más relevantes.
Los preparativos para Iraq siguen su curso. Mientras Bush continua bombardeando Faluya, Mosul y otras ciudades iraquíes, se está organizando la Conferencia Internacional sobre Iraq, que se celebrará en Sharm el-Sheikh, en Egipto, los días 22 y 23 de noviembre. Washington ha conseguido que asistan muchos gobiernos que criticaron la invasión de Iraq, y el objetivo de la diplomacia estadounidense es arrancar compromisos para estabilizar la situación y, como afirman sus portavoces, iniciar la reconstrucción del país. En la planificación que ha hecho Washington, incluye arrancar contribuciones financieras, envío de soldados «para proteger las elecciones y la democracia», y la aprobación a posteriori por la ONU de la guerra preventiva lanzada contra Iraq. También, la aceptación resignada de las más importantes potencias mundiales del dominio norteamericano sobre Iraq, del establecimiento definitivo de bases militares, y el reconocimiento del régimen tutelado que surja de esas elecciones falsarias que preparan para el próximo mes de enero.
Es evidente que los diarios bombardeos sobre las inermes ciudades iraquíes no parecen el camino más adecuado para reconstruir, pero eso no importa en la Casa Blanca. Tampoco ha importado en Afganistán. Tres años después de la invasión de Afganistán, el país continúa viviendo en una siniestra edad media, sus ciudades son montañas de escombros donde los ciudadanos afganos deben vivir en agujeros inmundos, y la feroz represión (iniciada tras la caída del último gobierno progresista, continuada por los señores de la guerra aliados de Washington, después por los talibán, y, de nuevo, ahora, por los mismos señores de la guerra que entraron en Kabul con Karzai), no ha terminado. No es tan virulenta como en el pasado por una simple razón: la mayoría de los sectores de izquierda, empezando por los comunistas afganos, han sido ya exterminados. El Pentágono y el Departamento de Estado norteamericanos, más allá de pequeñas diferencias de matiz, pretenden conseguir algo semejante en Iraq: por eso bombardean Faluya.
Washington ofrece la democracia, y el escalofriante cinismo de sus dirigentes, que no pueden alegar ignorancia sobre la comisión de crímenes contra la humanidad que sus tropas están protagonizando en Faluya o en Bagdad, en Samarra o en Mosul, es un aviso para navegantes: tanto para otros países de la zona, como para países latinoamericanos que vayan demasiado lejos en su desafío al gobierno norteamericano: recuérdese Panamá, donde sus bombardeos sobre la población civil causaron miles de muertos. Ahora, Estados Unidos ha impedido a la Cruz Roja, incluso, la entrega de alimentos y medicinas en Faluya para los ciudadanos hambrientos, y, mientras los cadáveres se amontonan en las calles, y sus soldados, entrenados para matar, son capaces de pisotear hasta a las víctimas, la resistencia iraquí, en una lucha desigual, con un precario armamento contra toda la orgía armamentística norteamericana, ha conseguido detener nuevas agresiones. No hay duda: la aplicación del modelo afgano exige el aniquilamiento de todos los sectores de oposición al gobierno títere y a las tropas de ocupación.
En Palestina, donde intentarán repetir el esquema afgano, en un escenario más complejo por su carga histórica, es el ejército israelí quien está cumpliendo el papel de ángel exterminador de la resistencia, con asesinatos casi diarios y, también, con el bombardeo de poblaciones civiles, en un calculado juego que consideran será aceptado (u olvidado, en el fárrago diario de catástrofes) tanto por la opinión pública internacional como por los principales actores políticos. Por su parte, Washington, que cuenta con sus propios peones entre las fuerzas palestinas, intentará dirigir la transición tras la muerte de Arafat a través de una mezcla de amenazas y promesas, como ocurrió en Oslo, jugando la carta del ansia de paz y libertad de la propia población palestina, desesperada por una larga ocupación que no lleva trazas de terminar, con el objetivo de crear un Estado palestino disminuido dirigido por personas cercanas a Washington: cuentan para ello con la ambición de algunos dirigentes palestinos, con el vértigo de la traición y con el peligroso realismo de otros, que creen que la nueva Palestina sólo será posible bajo la protección de Washington.
En la recomposición estratégica de Oriente Medio, casi aniquilada la resistencia en Afganistán -que no tiene nada que ver con las esporádicas acciones de los talibán- y paralizadas en las mesas del Pentágono las operaciones contra Irán y Siria, mientras el foco de crisis de la península coreano adquiere una dimensión distinta, la prioridad para Washington es imponer ese modelo afgano de transición en Iraq. Por eso muere Faluya. Tras la matanza de Faluya, está el modelo afgano y está claro que la ferocidad militar norteamericana no piensa detenerse ante ningún obstáculo: por si algunos atribulados ciudadanos dudaban sobre las intenciones de Washington, las decenas de miles de muertos que sus soldados ya han causado en el país deberían abrirle los ojos.
Mientras el mundo asiste a la matanza, mientras la resistencia intenta evitar ese modelo afgano preparado para los iraquíes, Bush canta victoria sobre los cadáveres abandonados de Faluya, sobre las ruinas de la ciudad aplastada sin piedad por sus bombarderos de combate. Ni él ni sus generales lo saben aún, pero el camino de la derrota está empedrado de victorias.