Prenda el televisor a una discusión de C-SPAN o de CNN acerca de la economía global, y probablemente verá la cabeza cuadrada y la cara con bigote del columnista del New York Times Thomas Friedman, el cual seguramente se encontrará expresando entusiasmo por las novedades tecnológicas del mundo comercial. Con la publicación del libro récord […]
Prenda el televisor a una discusión de C-SPAN o de CNN acerca de la economía global, y probablemente verá la cabeza cuadrada y la cara con bigote del columnista del New York Times Thomas Friedman, el cual seguramente se encontrará expresando entusiasmo por las novedades tecnológicas del mundo comercial. Con la publicación del libro récord de ventas The Lexus and the Olive Tree, Friedman llegó a ser el animador principal de la globalización neoliberal a finales de los años 90. Después del 11 de Septiembre, hizo causa común con los militaristas de la Casa Blanca. Se convirtió en uno de los belicistas liberales de alto perfil y apoyó la guerra en Irak, sólo para distanciarse de esa visión más tarde en la época de Bush, volviendo a defender la expansión corporativa en El mundo es plano, su segundo libro-que tuvo mucho éxito-sobre la globalización. Para bien o para mal, sus comentarios son el ejemplo simbólico de cómo los comentaristas de la corriente dominante han tratado de defender el neoliberalismo respeto a los desafíos planteados por los movimientos sociales globales. Además, el fracaso de la guerra en Irak ha renovado el énfasis de Friedman acerca de la globalización corporativa, lo cual puede ser un indicador importante, capaz de prever cómo el partido demócrata–en particular su ala más conservadora «Nueva Demócrata»– construirá un esquema de relaciones internacionales después de la Administración de Bush.
La madrugada inevitable
Según el punto de vista de Friedman, tras la Guerra Fría en el mundo había una sola ideología inexpugnable. «La globalización,» planteó, «es la propagación del capitalismo del mercado libre a cada país del mundo.» Para él eso fue una ventaja absoluta: «Cuanto más una economía se abre al comercio libre y a la competencia, más se hará próspera y eficiente». Se maravilló de que «la computarización, la miniaturización, la digitalización, las comunicaciones por satélite, las fibras ópticas, y el Internet» llevaban asombros incalculables.
Pasaron muchos años antes de que Friedman se convirtiera a la iglesia de la expansión empresarial. Su formación académica no se centró en la economía, sino en los estudios del Medio Oriente. En los años 80, hizo reportajes desde Israel y desde Líbano como corresponsal respetado del New York Times, y le otorgaron dos Premios Pulitzer por sus reportajes. A principios del boom tecnológico en 1994, se encargó de cubrir el cruce entre la política y la ecónomía, y su ánimo sincero por la globalización empezó a crecer. Cuando se volvió columnista principal de asuntos exteriores del New York Times en el año siguiente, tenía una posición ideal para evangelizar sobre cómo los mercado desreglados y la tecnología de última generación reformaban los asuntos globales.
Friedman pretendió ser imparcial hacia la globalización, y que sí era dispuesto a tomar en cuenta sus componentes siniestros. Y cada vez que iba encontrando aspectos negativos, los pasába por arriba, a causa de su ardor miope por las innovaciones tecnológicas. Tal como lo veía él, «Horacio Alger no es un personaje mítico, sino quizás tu propio vecino, que un día fue contratado para ser ingeniero de empresas como Intel o AOL recién nacidas en aquel entonces, y aceptó recibir opciones de acciones como sueldo, que ahora le valen más de $10 millones de dólares. Y ésta es una demostración que puede sugerir un cuadro de la situación menos optimista que pocas veces ha formado parte de las opiniones de Friedman.
Friedman era consciente de que, en los ojos de mucha gente, se veía como un Pangloss contemporáneo que ensalzaba el mejor de los mundos, y en The Lexus and the Olive Tree afirmó que no era un «vendedor de la globalización». Pero esto fue precisamente lo que era. Él, más que cualquier otro portavoz público, fue responsable de describir al neoliberalismo como el avance inevitable y loable del progreso. «Lo que siento sobre la globalización se parece mucho a lo que siento acerca de la madrugada,» escribió. «Aunque la madrugada me guste muy poco, no hay nada que pueda hacer. Yo no hice empezar la globalización, y no la puedo eliminar, no sin pedir un coste muy elevado por el desarrollo humano». Definiendo a la globalización como un fenómeno que se extendía-políticamente, económicamente, tecnológicamente y culturalmente-él afirmó que habría sido ridículo poner resistencia. Entonces, cuando las protestas masivas estallaron en las reuniones de la Organización Mundial del Comercio en Seattle a finales del 1999, él se burló con disgusto de los manifestantes, que constituían «un arca de Noé llena de los defensores de la tierra plana, de sindicatos proteccionistas y de yuppies en busca de una revisión de los años ’60».
Puede ser que piense que la deflación de la burbuja tecnológica que comenzó en el marzo del 2000 habría sofocado el fervor de Friedman, pero estaría equivocado. Según él, cuando se acabó el boom de los años ’90, sólo se allanó el camino hacia avances futuros. «La ruptura económica dot-com», escribió más tarde, «de hecho llevó a la globalización a entrar en Hypermode, obligando a las empresas a externalizar y extranjerizar sus funciones cada vez más, con el fin de ahorrar en un capital escaso.» Como animador, Friedman también entraría en «Hypermode,» pero no antes de que el columnista diera un giro para convertirse en uno de los halcones liberales más destacados del país en la estela de 9/11. Cuando Friedman volvió a tratar la globalización económica con su libro del 2005, El mundo es plano, otra vez se le adoraba. A lo largo de unos pocos años, concluyó, «empezó una nueva temporada: La Globalización 3.0.»
Ahora alimentado por la tecnología inalámbrica y por el microchip cada vez más disminuto, esta etapa del capitalismo redujo el tamaño del mundo del pequeño al minúsculo, y a su vez aplanaba el campo del juego comercial. Hospitales estadounidenses mandaban TAC a la India para ser analizados; y otras corporaciones abrían ahí bulliciosos centros para manejar las llamadas del servicio al cliente, donde capacitaban a sus empleados surasiáticos para hablar con acento norteamericano; columnistas trotamundos podían entregar sus reportajes desde el medio de un campo de golf en China utilizando sus Blackberries. La marcha del progreso volvió a seguir adelante.
Friedman es conocido por su uso de metáforas coloridas para mediar la expresión de ideas complejas. Sin embargo, sus metáforas constantemente están tan mezcladas y confusas que resultan exigir un delicado desenredo lingüístico. En sus dos libros sobre la globalización, Friedman pasa de ver el mundo en 3-D para, curiosamente, aceptar al menos seis dimensiones en su visión. El avance tecnológico, nos dice, ha acelerado tanto que hemos dejado la versión 1.0 y la 2.0 de la Globalización para entrar en la versión 3.0. Friedman introduce diez «aplantadores», cuatro «esteroides,» una «triple convergencia,» más por lo menos siete lanzamientos del «DOScapital». Varios esteroides y aplantadores han multiplicado los efectos de la globalización exponencialmente. El periodista Matt Taibbi, que ha escrito el análisis más hiriente del lenguaje peculiar empleado por Friedman, plantea que «el libro de Friedman es el primero que ha encontrado, en absoluto, en que el lector necesita una calculadora para interpretar las metáforas del autor».
Si alguna vez fueron relevantes las advertencias de Orwell cuando afirma que «la dejadez de nuestro lenguaje nos hace fácil tener pensamientos estúpidos», y que «el caos político del mundo actual está relacionado con la decadencia de la lengua», será por lo de Friedman. La conexión entre la escritura borrosa de Friedman y sus conclusiones cuestionables sobre la economía global se manifiesta como la premisa central de su segundo libro sobre la globalización. Durante una reunión entre Friedman y Nilekani en Bangalore, el ejecutivo de Infosys afirma que «la cancha del juego se está aplastando». Según Friedman, este cliché superado es una revelación. Él lo pasa evaluando durante unas horas, y luego, de repente, decide: «Dios mío, me está diciendo que el mundo es plano!»
Ahora, es un buen tramo usar una de las metáforas deportivas más rutinarias y superponerlas con fin de entender algo como la geografía mundial-y no es claro que Nilekani quisiera crédito para tal hazaña. Pero no sólo la interpretación de Friedman de esta conversación es sospechosa, sino pocas metáforas peores podrían usarse para hablar de un sistema global más integrado y en red que nunca. Después de todo, un planeta plano es notoriamente difícil para darle la vuelta. Sería un mundo en el que, con fin de llegar a China desde Los Ángeles, usted tendría que viajar al este más allá del Atlántico, y luego por toda Eurasia continental, ya que tratar de cruzar el Océano Pacífico significaría navegar hasta caerse por el borde del mundo .
«Friedman es una persona que no sólo habla por malapropismos, sino que las oye también», argumenta Taibbi. Nilekani menciona la igualdad de la cancha, y Friedman le atribuye la idea radical de un mundo plano. «Ésta es la versión intelectual de Far Out Space Nuts, cuando el mecánico de NASA Bob Denver pone en marcha toda una comedia por pulsar «lanzar» en lugar de «almorzar» en una cápsula espacial. Y tras pinchar ese botón, el cohete despega». Todo sería divertido si no ocultara un problema político más profundo: Para los pobres del mundo, el campo de juego está lejos de ser nivelado. Nuestro mundo no es plano.
Vestir la chaqueta de Reagan
Con la ideología del neoliberalismo perdiendo regularmente terreno en los debates internacionales, es importante ver cómo uno de sus defensores principales monta una defensa. En el caso de Friedman, se aferra a principios dogmáticos, mantiene una vista centrada en la alta tecnología, realiza la mayoría de sus entrevistas en el mundo insular del alta sociedad empresarial, e ignora un mundo de pruebas que podrían contradecir su punto de vista. Algunos críticos han aplaudido a Friedman por haber reconocido los aspectos negativos de la globalización en sus libros. Pero para Friedman, esto no incluye la menor consideración de la realidad de la explotación, o de la destrucción del medio ambiente, que han resultado de la expansión corporativa. En cambio, su ebullición al final consiste en dos puntos: que los terroristas también pueden utilizar el Internet, y que muchos países, especialmente los del continente «no-plano» de África, están demasiado atrasados para leer las señales que les permitiría entrar en la «supercarretera de libre comercio» de la alta tecnología y llevarse a la prosperidad. Con respecto a esta última consideración, no es que algo esté realmente mal, sólo que el proceso todavía no ha logrado las distancias y velocidades para que todo el mundo pueda beneficiar.
Huelga decir que Friedman no es una evidencia reveladora. Resulta que su falta de preocupación por el reventar de la burbuja dot-com es típica. De hecho, es prácticamente imposible encontrar alguna evidencia para que él sea escéptico acerca de la grandeza fundamental de la globalización corporativa. En 1999, incluso Business Week argumentó que «La crisis financiera asiática de 1997-99 muestra que la liberalización sin cadenas de los mercados financieros sin la regulación adecuada puede llevar el mundo al borde del desastre». Pero, según Friedman, incluso esta crisis fue positiva. Escribe: «Creo que la globalización nos hizo a todos un favor por hacer fundir las economías de Tailandia, Corea, Malasia, Indonesia, Méjico, Rusia y Brasil en la década de 1990, porque así se pusieron en plena luz muchas de las prácticas y las instituciones podridas en los países que se habían globalizado de forma prematura».
Da golpes a estos países para su corrupción y su amiguismo, sugiriendo que merecían su suerte. Pero cuando habla de «globalización prematura,» no quiere decir que esos países deberían haber sido más cautos acerca de conectar su suerte a los mercados internacionales especulativos. Al contrario, él cree que no hicieron lo suficiente para «reducir el papel del gobierno» y «dejar al mercado con la mayor libertad de asignar recursos». Como solución para los peligros de los mercados no regulados, Friedman propone más desregulación, y como remedio para los excesos del capitalismo sin restricciones, recita aún más exceso. El razonamiento es hermético.
Lo que falta en este relato, por supuesto, es la idea del impacto social de la crisis. Al final, los ricos inversores extranjeros fueron rescatados por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y perdieron poco. Los verdaderos perdedores fueron el número incalculable de familias de la clase media en lugares como Tailandia y Corea, cuyos ahorros fueron erradicados de repente, así como a los pobres en lugares como Indonesia, que pasaron hambre cuando el gobierno redujo las subvenciones a los alimentos. Se requiere un punto de vista muy retorcido para decir que la crisis financiera asiática hizo un favor a esta gente.
Friedman sostiene que la era de Internet ha creado un mundo «plano» con oportunidades para todos. Sin embargo, él admite sin vergüenza que el sistema que describe se basa en el modelo de Reagan-Thatcher del neoliberalismo extremo. Pasa que esto es uno de los métodos más desiguales de la distribución de los bienes sociales que se haya desarrollado nunca. Friedman escribe: «Thatcher y Reagan se juntaron para despojar a enormes partes del poder de decisión económica del Estado, de los defensores de la Gran Sociedad y de la economía keynesiana tradicional, y entregarlos al mercado libre». Los países tienen ahora una sola opción para su política económica: el neoliberalismo. Ellos tienen que desregular y privatizar sus economías radicalmente. Friedman llama a esto la «camisa de fuerza dorada». Se trata de «oro» porque el modelo supuestamente crea prosperidad pandémica. Pero es «una camisa de fuerza dorada» porque obstaculiza la democracia de manera radical.
Sonando mucho a Ralph Nader en 1999, Friedman escribe: «Una vez que un país viste [la camisa de fuerza dorada], sus opciones políticas se reducen a ser Pepsi versus Coca-los ligeros matices del gusto, ligeros matices de la política, ligeras distinciones en el diseño… sin desviar de las reglas de oro básicas. Gobiernos-ya sean dirigidos por los demócratas o los republicanos, los conservadores o laboristas, gaullistas o socialistas, demócratas cristianos o los socialdemócratas-que se desvían demasiado lejos de las normas básicas van a ver que los inversores se les irán huyendo, las tasas de interés subirán, y el valor de las acciones caerán».
La diferencia entre Friedman y Nader es que esta situación le cae favorable al columnista del New York Times. Él no lo condena como un asalto contra la democracia; dice que es simplemente cómo las cosas son. Escribiendo sobre los demócratas, él afirma, «El Sr. Clinton efectivamente secuestró el Partido Demócrata, asignándole una agenda económica republicana-incluyendo el libre comercio, el TLCAN y la OMC para China-conservando gran parte del orden del día social demócrata». Cualquier demócrata que tratara de cambiarlo sufriría la ira de Friedman. En la nueva era global, todos ellos cuya política económica esté a la izquierda de la Ronald Reagan estan simplemente sin suerte.
Sentados en la cumbre del mundo
Los que están sometidos a la globalización empresarial tienen buenas razones para preguntar si la camisa de fuerza es dorada, después de todo. Friedman nos dice que «cada ley de la economía declara que si se promueven el comercio y la integración cada vez más, el pastel global crecerá y se volverá más complejo». Apartando la cuestión de que si alguien quisiera comer un pastel que ha crecido volviéndose «más complejo», los acontecimientos recientes han demostrado que la economía es más complicada de lo que los libros de texto neoliberales sugieren. En realidad, la visión de Friedman cuando habla del hecho de que todo el mundo se beneficia cuando los Países se unen al fundamentalismo del mercado, se basa menos en un análisis meticuloso de las evidencias, que en una fe ciega. En julio del 2006, él hizo una extraordinaria admisión durante una entrevista en CNBC con Tim Russert. Él declaró:
«Tenemos el mercado libre, y lo admito, estaba hablando en Minnesota (mi ciudad natal) y un chico del público se levantó preguntándome, ‘Señor Friedman, hay algún tratado de libre comercio que usted no apoyaría?’
Contesté, ‘No, en absoluto. Añadí, ‘Le puedo decir algo, señor? He escrito un artículo apoyando el TLC, el Tratado de Libre Comercio entre República Dominicana, Centroamérica y Estados Unidos de América. Ni sabía de que iba el tratado, sólo conocía dos palabras: libre comercio».
Que un periodista bien famoso y destacado se complazca manifestando tal ignorancia es una triste declaración para la salud de nuestra política. «Libre comercio» es una expresión increíblemente politizada, de poco significado. El TLC (Tratado de Libre Comercio) incluye disposiciones para proteger el monopolio de los derechos de grandes compañías farmacéuticas en vez de crear «libre» comercio.
Pero el punto más importante es que con el neoliberalismo no gana nadie. Su objetivo de producir un crecimiento del PIB no se realiza absolutamente. De hecho, su mayor logro es obtener inegualdad. Hoy en día la diferencia entre los ricos y los pobres del mundo ha alcanzado proporciones terribles. Un estudio del World Institute for Development Economics Research ha relatado que, en el 2000, el porcentaje de adultos más adinerados en el mundo poseía el 40 por ciento de la riqueza en el mundo, y el 10 por ciento más rico poseía el 85 por ciento. La parte que se situaba más abajo, al revés, posee apenas el 1 por ciento de la riqueza global. En términos de ingresos, los que están arriba están rastrillando mucho más respecto a la época anterior al neoliberalismo. En el 1980, los ejecutivos en EEUU ganaron 42 veces el sueldo de un trabajador medio. Desde el 2001, el ejecutivo medio ha ganado 411 veces más.
La posición de Friedman al respecto es reveladora. Él se describe siempre como una persona normal de Minnesota, que le intenta dar un significado al mundo. La realidad pone las cosas de maneras muy distintas. En julio 2006, la revista Washingtonian relató que en 1970 Friedman se casó con una de las 100 familias más adineradas de América-Bucksbaums-que tenían una fortuna del valor de 2.7 billones de dolares, que venían de los bienes inmuebles. La revista notó que él vive en «una casa sontuosa de 11,400 metros cuadrados, del valor de 9.3 millones de dólares, en una parcela de 7.5 hectáreas, muy cerca del I-495 y del Bethesda Country Club. Dado que estos hiper ricos, los que tienen muchas acciones e inversiones en multinacionales, han beneficiado tremendamente de la globalización corporativa, comentaristas como David Sirota han sugerido que las grandes riquezas de Friedman representan un claro ejemplo del conflicto de intereses para su actividad de periodista. Es como si el multimilionario Richard Mellon Scaife se pusiera a escribir algo sobre la revocación de la tasa del estado sin revelar que él mismo sacó gran provecho de ese cambio político.
De todas formas, la posición de Friedman acerca de la prosperidad global es, sin duda, reflejada en su visión del mundo. Él relata en The Lexus and the Olive Tree que sus «mejores fuentes intelectuales» sobre la globalización son los hedge fund. Ésta es una admisión reveladora. El hedge fund es un fondo de inversiones liberalizado que maneja el dinero de individuos muy adinerados. Sus ejecutivos son entre los más pagados en Estados Unidos. En el 2006, los 25 fondos de cobertura más importantes del País ganaron 240 millones de dólares en exceso cada uno. Esto significa que cada uno ganó 27.000 dólares cada hora, 24 horas al día, si se despertaban o dormían, si estaban en la oficina o en un campo de golf. Los ejecutivos de una empresa y los que administran aportaciones de inversores tienen que estar muy informados acerca de la economía global. Pero si es de allí que se saca la información, sólo se obtiene una visión parcial del mundo. Se obtiene el punto de vista del ganador.
En una crítica elocuente de «El mundo es plano», la eco-feminista india Vandana Shiva escribe.
«Friedman ha reducido el mundo a los amigos que va a visitar, a los ejecutivos que conoce, y a los campos de golf donde va a jugar. Desde este microcosmo de privilegio, exclusión, ceguera, deja fuera sea la belleza de la diversidad y la brutalidad de la explotación y la desigualdad…
Eso explica porque él habla de 550 millones de indios jóvenes que adelantan los americanos en un mundo plano. Cuando todo el sector de la informática en la India contrata sólo un millión de personas sobre más de mil millones. Los alimentos y los cultivos, las telas y la ropa, la salud y la educación no encuentran sitio en la visión de Friedman, bloqueada al sector de la informática. Friedman menciona sólo un 0.1 por ciento y esconde un 99.99 por ciento… En el 99.9 por ciento del que él no habla, hay 25 millones de mujeres que desaparecieron en áreas en expansión de la India, porque el mundo ha vuelto las mujeres en máquinas del sexo. El ocultado 99.9 por ciento está representado por miles de niños de las tribus de Orissa, Maharastra, Rajasthan que murieron de hambre porque el sistema de distribución pública de alimentos ha sido desmantelado para crear mercados de corporaciones agrícolas».
Una carrera para llegar a la cumbre
La globalización corporativa que Friedman defiende presenta cambios alarmantes no sólo para el Sur pobre y globalizado, sino también para los trabajadores de Estados Unidos y Europa. Una de las cosas que Friedman elogia hablando de Reagan y Thatcher es el éxito que tuvieron en desmantelar los sindicatos. Él escribe: «puede resultar que uno de los momentos decisivos en la historia americana, en ese milenio, fue la decisión de Ronald Reagan de despedir en 1981 a todos los controladores aéreos en huelga. «Ningún otro acontecimiento», él observa con satisfacción, «fue más determinante para alterar el equilibrio de poder que había entre la administración y los trabajadores». Repitiendo la lógica de la política de Reagan, él destaca que todo el mundo saca provecho de eso, ya que «más fácil es despedir a los trabajadores, más incentivos tienen los empleadores de contratar personas». Dado que América destrozó sus sindicatos y los Países de Europa del oeste no lo hicieron, él afirma, EE UU ha desarrollado una economía más dinámica.
Lo que Friedman se olvida de subrayar es que los sueldos de los trabajadores en EE UU se han estancado desde el comienzo de los años 70, mientras las horas de trabajo han crecido vertiginosamente. Si se hace una comparación con los trabajadores del Europa del oeste, el americano medio trabaja 350 horas más al año, o sea el equivalente de nueve semanas. Un estudio del International Labor Organization (Organización Internacional del Trabajo) relata que en el 2000 el trabajador americano medio trabajó 199 horas más respeto al 1973. Exagerando estos datos, un grupo de sindicatos y activistas sin fines de lucro celebra el «Take Back Your Time Day», cada 24 de octubre. En ese día, si la cantidad de horas de trabajo fuera al mismo nivel del resto del mundo industrial, los americanos no deberían trabajar hasta el final del año.
Friedman no pronuncia una palabra de protesta acerca de la tendencia de las crecientes horas laborales, de hecho, él elogia este acontecimiento. Él argumenta que las democracias sociales europeas son obsoletas, a pesar de que se trata de Países capitalistas logrados. Estas naciones están procesando con una versión mala de «DOScapital», afirma Friedman, y tienen que ajustarse al estándar estadounidense. No importa que un tipo de economía como la de Suecia ha hecho muy bien en la última década, conservando una cualidad de la vida alta para sus ciudadanos.
Él preserva un resentimiento especial para los franceses, los cuales, escribe, «están intentando preservar la semana laboral de 35 horas en un mundo donde los ingenieros indios están listos para trabajar 35 horas al día. En la que él llama una «carrera para llegar a la cumbre», Friedman pronóstica una década turbulenta para Europa del oeste, ya que el envejecimiento, la economía inflexible–que han crecido acostumbradas a seis semanas de vacaciones y al subsidio de desempleo que es casi como tener un trabajo-se integran a Europa del este, India y China en un mundo allanado… El pequeño secreto es que India le está quitando trabajo a Europa o América no sólo por una cuestión de sueldos bajos. Eso pasa también porque los indios están dispuestos a trabajar duro y pueden hacer lo que sea, desde contestar al teléfono hasta proyectar nuestro próximo avión o coche. No nos están llevando hacia el fondo, nos están llevando a la cumbre… Ya, no es un buen momento para Francia y otros estados para no tener ganas de trabajar duro, justo cuando India, China y Polonia están redescubriendo que pueden trabajar tanto.
No está claro como Friedman interpreta la carrera a la «cumbre» si las vacaciones pagadas, el subsidio de desempleo y los beneficios de jubilación-considerados tradicionalmente señales de la economía civilizada-tienen que ser sacrificados. En El mundo es plano, cita con aprobación un trabajador de Microsoft en China describiendo a unos colegas: «Ellos trabajan de manera voluntaria entre quince y dieciocho horas, y trabajan también en los fines de semana. Trabajan todas las vacaciones porque su sueño es ser contratados por Microsoft».
Que trabajadores indios y chinos quieran venderse como esclavos a Microsoft es, por cierto, una señal discutible de progreso global. Pero Friedman nos dice que ésa es la nueva realidad. Su receta para lograr en este clima es «trabajar duro, ahorrar más, sacrificarse más». Cual es el fin no queda claro. Etiquetas adhesivas nos recuerdan que los activistas del movimiento laboral fueron los «que nos dieron el fin de semana». Según la versión de Friedman, la globalización corporativa es la fuerza que lo borrará. Y deberíamos alegrarnos por eso.
Por último, la «carrera para llegar a la cumbre» es otra de las metáforas improvisadas de Friedman. Analizando la antigua cuestión acerca de la globalización corporativa que crearía una «carrera hacia el fondo», no son los indios o los chinos que hacen la carrera. Es el capital. La desregulación permite a las empresas vagar por el mundo en búsqueda de sueldos cada vez más bajos y criterios ambientales favorables. Cuando los trabajadores empiezan a defender sus derechos, rechazando trabajar durante «35 horas al día», la empresa se puede mudar a otro lugar. Los gobiernos que podrían impedir tales abusos llevan camisas de fuerza. Los sindicatos han sido desmantelados. Lo que Friedman ofrece es un consejo enigmático y aparentemente masoquista: «Cuando el mundo se vuelve plano y te sientes allanado, busca una pala y sepúltate. No intentes edificar muros».
Globalización desde abajo
Un aspecto interesante de la visión de Friedman de la globalización empresarial al final de la época de Bush se basa en que los gobiernos y las instituciones financieras internacionales se han alejado de su visión de un mundo unido. Incluso las empresas se están volviendo menos importantes. En su visión, la nueva época de «Globalización 3.0» es alrededor del indivdualismo. Hoy en día, son los individuos que tienen que demonstrar su autosuficiencia. Él escribe, «cada persona ahora tiene y puede preguntar: Dónde me puedo poner yo, como individuo, en una competencia global y en las oportunidades que se encuentran, y cómo puedo yo, por mi cuenta, colaborar con los demás, a nivel global?»
Es bastante conveniente que aceptar esta idea, hace que uno no se pueda oponer al neoliberalismo. En un mundo de individualismo extremo, nadie en particular es responsable por determinar las reglas del mundo. No tiene sentido protestar contra los gobiernos o contra las instituciones financieras internacionales. La Globalización no se puede parar porque la gente la quiere.
En realidad, estos argumentos no son nuevos. Con pocas pruebas, Friedman ha reivindicado en varias ocasiones que hay una oleada de personas en el mundo en desarrollo que piden una globalización empresarial. Por supuesto, las protestas masivas de la última década parecen desmentir su afirmación. De hecho, él no considera éso como un problema. Él rechaza el activismo por la justicia global argumentando que «desde sus orígenes, el movimiento que surgió en Seattle fue primariamente un fenómeno que llegaba desde el oeste».
La reacción violenta que hay en paises más pobres, afirma, no es política racional, sino simple anarquía: «lo que hemos visto en muchos paises, en lugar de una oposición masiva a la globalización, es simplemente el comportamiento de individuos que se apoderaban de lo que necesitaban, entrelazando sus redes de seguridad social despreocupándose por le teoría o la ideología». En fin, parece que Friedman no pueda aceptar ideológicamente que las personas en el Sur global hayan organizado sus propios movimientos o expresado póliticas coherentes de resistencia.
Hoy en día, larga parte del mundo se está rebelando en contra del neoliberalismo, entonces es cada vez más complicado creer en esta invención. Que Friedman haya siempre fallado en ensuciar la red vibrante de organizaciones que han construido una campaña mundial en contra del Consenso de Washington no es una señal de apoyo extendido a la globalización corporativa. Es una crítica de su reportaje. Mucho antes de Seattle, hubo protestas de millones de personas en todo el sur global contra la camisa de fuerza dorada.
Esas protestas continuaron en el nuevo milenio. En su libro, Globalization From Below, los autores Jeremy Brecher, Tim Costello y Brendan Smith destacan que en sólo dos meses-mayo y junio del 2000-hubo seis huelgas generales contra el impacto del neolibelarismo. En la India, alrededor de 20 millones de agricultores y trabajadores se declararon en huelga, protestando contra la relación del gobierno con el OMC y el FMI. Doce millones de argentinos declararon huelga contra las rígidas políticas fiscales impuestas por el FMI. Nigeria fue paralizada por las huelgas contra la subida neoliberal de los precios del combustible. Corea del Sur exigió la semana laboral más corta y la completa protección de los trabajadores a tiempo parcial y temporal por parte de las leyes laborales del País.
Por último, se empezaron huelgas generales en África del Sur e Uruguay por la creciente tasa de desempleo, provocada por las rígidas políticas del FMI. Todo esto no se tomó en consideración en las observaciones de Friedman.
En realidad, sólo hay indicios de una resistencia masiva. Los suramericanos de hecho no se han juntado a la oleada de apoyo por la ideología liberal. País tras País, desde el 2000 han expulsado los gobiernos conservadores, y han elegido líderes más progresistas, volviendo a dibujar el mapa político de la región. El columnista tiene que comentar todavía.
Hay una manera en la que Friedman coincide perfectamente con las políticas de nuestros tiempos. «Como George Bush, él tiene que ver, de hecho, con la realización de los negocios,» declara Matt Taibbi. «Ya no tienes que preocuparte por convencer a nadie, el proceso termina cuando llevas tu discusión. Las cosas son verdaderas porque tú lo dices. Lo que cuenta es parecer seguro cuando las dices.»
Por mucho que pueda parecerse a Bush en este sentido, de todas formas, Friedman nos comunica algo importante acerca la época post-Bush. Cuando una nueva administración toma el poder, un creciente número de políticos intentará alejar Estados Unidos de un militarismo agresivo de globalización imperial, para volver a un enfoque más suave de gobernar el mundo. Siguiendo a Friedman, muchos intentarán revitalizar la globalización empresarial como modelo para los negocios internacionales.
Ésto es ante todo peligroso en el Partido Democrático. Evitando admitir su complicidad en la guerra, los políticos del ala más conservadora del Partido Democrático hablarán de los problemas causados por el gobierno Bush y de la importancia de restablecer nuestras coaliciones tradicionales. Estos «Nuevos Demócratas» prometen un enfoque nuevo por lo que atañe a los asuntos exteriores. En realidad, están proponiendo algo viejo: un modelo clintoniano de globalización empresarial. Como Friedman, muchos lo considerarán el mejor mundo posible, una orden global excitante e inevitable. Les tocará a los ciudadanos del mundo exigir algo mejor.
— Mark Engler es analista principal de Foreign Policy In Focus y autor de Cómo dominar el mundo: la próxima batalla por la economía global (Nation Books, 2008). Se le puede contactar por medio del sitio Web http://www.