Durante las décadas anteriores a la Revolución francesa, las monarquías europeas intentaron salvar sus privilegios mediante las reformas que pusieron en marcha los Ilustrados. No fue suficiente. El Antiguo Régimen, que fiaba todo el poder a un monarca absoluto y a sus cortesanos, estaba podrido y su peso era tal que lastraba el desarrollo y […]
Durante las décadas anteriores a la Revolución francesa, las monarquías europeas intentaron salvar sus privilegios mediante las reformas que pusieron en marcha los Ilustrados. No fue suficiente. El Antiguo Régimen, que fiaba todo el poder a un monarca absoluto y a sus cortesanos, estaba podrido y su peso era tal que lastraba el desarrollo y el progreso de ciudadanos y países. En 1789 comenzó el derribo del pasado y la construcción del futuro, pero las revoluciones son un destello, no triunfan en unos meses, pero marcan el camino de la Historia. De aquel mes de julio francés salieron las palabras Libertad, Igualdad y Fraternidad, palabras que por sí solas resumen todavía la ambición más alta del Ser Humano, aunque, ni mucho menos, estén a día de hoy en el código genético de la mayoría de nuestros congéneres.
Contra la Revolución Francesa -igual ocurriría después contra la rusa- los antiguos levantaron cortafuegos, traiciones, guerras e invasiones. La revolución se diluyó en manos de Napoleón, cuando quiso ser Dios, pero quedó el germen. Ya nada iba a ser igual. Tras un siglo XIX convulso se llevó al sufragio censitario, es decir al voto de los que tenían censos, o sea rentas, los demás sólo tenían deberes, después de muchas batallas al sufragio masculino, mucho después, avanzado el siglo XX, al universal: La mujer era, por fin, persona pese a lo mucho que se empeñaron en lo contrario eclesiásticos y filibusteros afines. Empero, la democracia nunca fue un fin, sino un camino, un edificio en constante y perpetua construcción. Pasa con todas las revoluciones -y la democracia lo es-, porque en otro caso dejan de serlo para convertirse en instrumentos de dominio al servicio de unas u otras minorías privilegiadas. Y el sufragio universal conseguido en las calles de toda Europa -la Democracia estadounidense se formó sobre el negocio y la religión-, no consistió nunca en el derecho a votar, a participar en unos comicios, sino que llevó aparejada la conquista de otros muchos derechos políticos, económicos, sociales y culturales. No fue desde luego menor, el derecho a la educación, pues desde los albores del nuevo régimen siempre se consideró la elevación cultural de las masas, que tanto asustaban a Ortega, como necesidad indispensable para que el pueblo y los individuos que lo componen supiesen discernir, evaluar y criticar para ser dueños de sus destinos.
Todo esto, que contamos de manera fugaz, no ocurrió de la noche a la mañana, fue un larguísimo proceso que comenzó el 14 de julio de 1789 en París, continuó con la revolución rusa y todavía no ha culminado ni lo hará nunca, porque su motor es la constante renovación para mejor vivir todos. Nosotros, el pueblo, somos los protagonistas de la historia, pero hay veces en que, dormidos y narcotizados, dejamos que los fantasmas del pasado vuelvan y nos retrocedan a periodos ya superados. Son briznas en el tiempo que pasan y luego quedan en los libros como periodos oscuros. El problema es que, no nos queda otra, medimos el tiempo histórico en relación a nuestras vidas y es muy desagradable que uno de esos retrocesos nauseabundos, ocupen una parte importante de nuestra finitud, amargándonos con mil miedos y amenazas. Estamos en eso, pero también está en nuestras manos salir de eso. Durante el feudalismo, sistema que se basaba en la rendición de vasallaje -obediencia absoluta, sumisión- de unas personas a otras, el miedo esparcido por las huestes salvajes de las órdenes de caballería sacrosantas y desde los púlpitos de esos edificios inmensos construidos con sangre del pueblo en todos los pueblos, mantuvo todo en su sitio: El temor a Dios era tan grande como el temor al señor o al caballero empeñado en apropiarse de lo ajeno, materia o inmaterial, por la fuerza bruta. Con ellos siempre viajaba la cruz. No fue otra cosa el feudalismo que el resultado de la descomposición del Imperio romano, de las instituciones, de la cultura y las ciudades romanas. Nació en los campos en los que la gente se escondió no por miedo a los bárbaros, sino para poder comer. En su huida, aquellos hombres olvidaron a Espartaco, olvidaron que la fuerza del hombre, que el motor de su progreso fue siempre la unión frente al tirano poderoso, nunca ponerse bajo el abrigo envenenado y mortífero de su capa. Ocurrió hace mucho, pero puede que no esté tan lejos.
El siglo XX ha sido uno de los más sanguinarios de la Historia Universal. La lucha por el control de las colonias provocó cientos de enfrentamientos y guerras que acabaron tras la Segunda Guerra Mundial con el establecimiento, en la parte más avanzada del mundo, de un sistema de clara inspiración socialista: La guerra siempre fue uno de los mejores festines para el capital menos cuando terminaba destruyéndolo todo y, por tanto, arruinando el negocio. Lo más lógico, incluso para los capitalistas, habría sido la extensión de ese modelo a otras regiones del mundo, pues habría aumentado el número de consumidores y, por ende, la acumulación de riquezas. No fue así, la lógica y la codicia no se llevan bien. Como el Estado socialdemócrata surgido a finales de los cuarenta -esencialmente por el miedo a la URSS- era intervencionista y regulador, duró lo que duró el movimiento obrero activo y el régimen soviético. Amansado aquél y desaparecido éste, los capitalistas decidieron no sólo regresar al antiguo régimen, sino más lejos, al feudalismo. Puesto que era el Estado quién garantizaba los derechos conquistados y quien cobraba los impuestos para su sostenimiento, había que acabar con él para dejar de pagar impuestos, para recuperar el poder perdido, para apropiarse del Erario, de la caja de caudales con la que se paga Sanidad, Educación, asistencia social, pensiones e infraestructuras de uso común. Durante años se dijo y se repitió hasta la saciedad que el Estado era el causante de todos los males, que era ineficaz e insostenible, que los particulares con posibles y la banca -no hay más que mirar el desfalco que perpetran y pagamos entre todos contra nuestra voluntad- eran los gestores ideales. Y mucha gente creyó la mentira, invirtió en pisos y bolsa -era el capitalismo popular- sus pequeños ahorros y se arruinó. Aún así, en su mentalidad disminuida, continuaron creyendo en la mentira más grande jamás urdida, admirando al enriquecido sin preocuparle un bledo el origen espurio de su riqueza -¡¡yo quiero ser como ellos!!- y mucho menos que estaban, cada uno por su pelleja, cavando su propia tumba y la de sus descendientes.
Hoy el capitalismo, completamente borracho de éxito pero ciego ante su povernir: no hay capitalismo sin consumidores, sigue asaltando la Bastilla de los logros sociales condensados en los restos del Estado socialdemócrata, al que noqueó con alfombras rojas, elixires embriagadores y lujos exóticos para la nomenclatura, y medios de comunicación deseducadores y mariscadas de baratillo para el vulgo. El Estado construido con el esfuerzo de todos para protegernos de los señores feudales, está siendo destruido mediante artíficos contables. Si entre todos consentimos su voladura, tendremos que volver a buscar señor que nos proteja a cambio de entregarle nuestra alma y nuestra hacienda. Entraremos voluntariamente en el NEOFEUDALISMO.
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