«Es el momento del ateísmo.» Así lo afirma David Steinberger, director ejecutivo de Perseus Books LLC, que recientemente ha fichado a Cristopher Hitchens para que edite un libro de lecturas ateas, que se publicará este otoño. El libro seguirá a God is Not Great («Dios no es grande») de Hitchens, el último de una retahíla […]
«Es el momento del ateísmo.» Así lo afirma David Steinberger, director ejecutivo de Perseus Books LLC, que recientemente ha fichado a Cristopher Hitchens para que edite un libro de lecturas ateas, que se publicará este otoño. El libro seguirá a God is Not Great («Dios no es grande») de Hitchens, el último de una retahíla de libros críticos con la religión que se han convertido en modestos superventas en los últimos años. En junio de 2007, había en imprenta 296.000 ejemplares del libro de Hitchens; 500.000 de The God Delusion («La ilusión de Dios») de Richard Dawkins; y 185.000 de Letter to a Christian Nation («Carta a una nación cristiana») de Sam Harris. El anterior libro de Harris, The End of Faith («El fin de la fe») se mantuvo, en 2004, durante treinta y tres semanas en la lista de superventas del New York Times.
¿Cómo pudo ocurrir tal cosa en un país en el que mayorías de más del 80% afirman creer en Dios, Cristo y los milagros? De acuerdo con algunos libreros, el deseo de «conocer al enemigo» es parte de la razón por la cual los libros se han vendido incluso en el Cinturón Bíblico. Pero puede que esté actuando también otra dinámica. Dawkins sugiere que lo que John Stuart Mill escribió en el siglo XIX sigue siendo cierto en la actualidad. «El mundo se asombraría si supiera cuán grande es la proporción de sus más relucientes ornamentos, de aquellos que más se distinguen incluso entre el pueblo por su sabiduría y virtud, que son completos escépticos en materia de religión». Pero en una cultura muy religiosa, declararse ateo puede ser tan difícil como era confesarse homosexual hace cincuenta años. Hoy en día, tras el movimiento del orgullo gay, el 55% de los que responden a una encuesta de Gallup declaran estar dispuestos a votar por un candidato homosexual: un porcentaje inferior al de los que votarían por un católico, una afroamericano, una mujer, un mormón o un septuagenario, pero más elevado que el 45% que votaría a favor de un ateo. Dawkins, entre otros, confía en ayudar a inspirar un movimiento de orgullo ateo, formando una masa crítica que animaría a los no creyentes a salir del armario.
El argumento central de Dawkins es una variación sobre el argumento del diseño, que él ve como «fácilmente, el argumento más popular de los que actualmente se ofrecen a favor de la existencia de un Dios». La complejidad organizada de la naturaleza no podría haberse creado por azar. Del mismo modo que al encontrar un reloj inferimos la existencia de un relojero, al encontrar ojos, alas o sistemas digestivos deberíamos inferir un hacedor de la naturaleza. En su anterior libro El relojero ciego, Dawkins admira el asombro de William Paley, el teólogo del siglo XVIII que formuló este argumento, prefiriéndolo antes que la respuesta displicente de quienes no ven ninguna necesidad de explicar la naturaleza. Pero, por supuesto, Dawkins y la ciencia moderna dan una respuesta distinta de la de Paley. Si bien las mutaciones genéticas se producen por azar, en ocasiones una mutación mejora la aptitud. Los individuos con estas mutaciones tienden a dejar más descendencia, con lo que aumenta la proporción de la mutación en el banco de genes. A lo largo de un gran número de generaciones, una sucesión de mutaciones seleccionadas por la naturaleza dan lugar a adaptaciones complejas y a la apariencia de diseño.
Así pues, el argumento a partir del diseño falla; cierto, es extremadamente improbable que la complejidad organizada apareciera por azar, pero es que no fue así. Todo esto sólo muestra que la existencia de Dios no ha quedado probada. Pero Dawkins aspira a más, a demostrar la inexistencia de Dios, modificando el argumento para aplicarlo a Dios. Un ser capaz de crear la naturaleza debe tener a su vez una complejidad organizada, y es muy improbable que ésta hubiera surgido por azar. Así pues, Dios, o al menos un Dios creativo como el de Abraham, probablemente no existe. Pienso que Dawkins tiene razón cuando afirma que no hay ninguna buena respuesta a este argumento, porque pone de manifiesto el doble estándar que es esencial para todas las versiones del creacionismo o del «diseño inteligente»: hay que explicar la naturaleza, pero Dios no necesita explicación alguna. El reciente libro de Victor Stenger estudia de manera exhaustiva los conflictos entre la ciencia moderna y la hipótesis de Dios.
Estos asuntos están relacionados con la cuestión de si las creencias religiosas son ciertas, pero otro tema es dirimir si son nocivas. Es una cuestión independiente. Una opinión común, lo que Daniel Dennett llama la «creencia en la creencia», es que incluso si una religión dada no es cierta, inspira cosas buenas y por eso merece ser preservada. Harris y Hitchens nos recuerdan, sin embargo, las atrocidades inspiradas por la religión, a lo largo de la historia y hasta la actualidad: por no citar más que uno de los innumerables ejemplos, la inmolación, tras unas torturas indescriptibles, de los acusados de herejía durante la Inquisición. A quienes desestiman estos hechos calificándolos de perversiones del judeocristianismo, Harris les contesta señalando que, por el contrario, obedecían a mandatos de las escrituras tales como los siguientes:
Si oyes decir que en una de las ciudades que Yahveh tu Dios te da para habitar en ella, algunos hombres, malvados, salidos de tu propio seno, han seducido a sus conciudadanos diciendo: «Vamos a dar culto a otros dioses», desconocidos de vosotros, consultarás, indagarás y preguntarás minuciosamente. Si es verdad, si se comprueba que en medio de ti se ha cometido tal abominación, deberás pasar a filo de espada a los habitantes de esa ciudad; la consagrarás al anatema con todo lo que haya dentro de ella. Amontonarás todos sus despojos en medio de la plaza pública y prenderás fuego a la ciudad con todos sus despojos, todo ello en honor de Yahveh tu Dios. Quedará para siempre convertida en un montón de ruinas, y no volverá a ser edificada. (Deuteronomio 13: 12-16)
La Biblia tiene muchos pasajes como éstos. Dios ordena la muerte de los homosexuales, los adúlteros, las novias que no son vírgenes, aquellos que desobedecen a los sacerdotes, los que trabajan el sabbat, los niños rebeldes, todos los primogénitos de Egipto, los que obstaculizan a los hebreos o aquellos cuyos antepasados lo hicieron, los anteriores habitantes de la tierra prometida, y aquellos que desobedecen a Dios, entre otros. No hay clemencia para mujeres y niños. (Por ejemplo Éxodo 12:1-30, 32:1-28; Levítico 20:1-16; Números 31:7-18; Josué 6:1-21, 10:28-43; Samuel 15:1-33.). Esto parece suficiente para descalificar las escrituras como la mejor fuente de inspiración moral, por más que existan muchos pasajes excelentes.
A menudo se considera que el Nuevo Testamento es más amable que el Viejo. Pero parece ser que Jesús aprueba toda la ley hebrea (Lucas 16:17, Mateo 5:17-18). Los evangelios tienen sus propias manchas, entre ellas el representar a los judíos como responsables colectivamente de la muerte de Jesús (por ejemplo Mateo 27:25), lo cual inspiró pogromos durante siglos. Y luego está el infierno: como señaló Bertrand Russell, este concepto solo ya descalifica al cristianismo como religión amable. Incluso aquellos que llevan unas vidas moralmente ejemplares, pero que no aceptan al Salvador, están destinados al fuego eterno. El perjuicio es real, aunque el infierno no lo sea. Dawkins nos habla de Jill Mytton, un psicoterapeuta especializado en ayudar a las personas aterrorizadas por el pensamiento del infierno, con frecuencia siendo niños. Mytton sugiere que el daño psicológico es tan grave como los abusos infligidos por los sacerdotes pedófilos.
La mayoría de los devotos son personas decentes, no se creen todas las escrituras (o en los EE. UU. no saben mucho de ellas, de acuerdo con las encuestas), reconocen los abusos de su fe, en el presente y en el pasado, y a menudo apoyan una reforma desde dentro. Así, Leora Tanenbaum, en su reseña de Hitchens, descalifica sus argumentos contra la religión diciendo que están «basadas en el mínimo común denominador». Y cuando las personas religiosas hacen cosas malas, no podemos asumir que es debido a su religión, como tampoco podemos asumir que cuando los ateos hacen cosas malas es por culpa de su ateísmo. Un candidato al menos igual de válido es la naturaleza de la persona: en general, las personas buenas hacen cosas buenas y las malas, cosas malas.
Ahora bien, aquí llegamos al meollo de la cuestión. Dawkins cita lo que añade Steven Weinberg: «Pero para que la gente buena haga cosas malas, hace falta la religión.» El Papa, ¿condena el uso del condón en África, a pesar de las muchas vidas que salvaría, porque es mala persona? Los muchos fundamentalistas estadounidenses que ven con buenos ojos la guerra nuclear porque presagiaría el Segundo Advenimiento, ¿lo hacen porque son malas personas? Los cruzados, muchos de ellos pobres, que sacrificaban su sustento y se endeudaban por la causa, ¿eran simplemente malas personas? Aquí el problema es que la fe tiene el poder de imponerse por encima de la evidencia y del sentido común. Ésa es la esencia de la fe.
Los moderados renuncian a una parte de su religión como reconocimiento de la modernidad. Pero entresacar pasajes de las enseñanzas religiosas no es seguir una religión, del mismo modo que el que elige qué leyes cumplir y cuáles no, no es un ciudadano respetuoso con la Ley. Son los extremistas los que están siguiendo la religión. Y lo que queda después de que uno ha entresacado determinados pasajes y rechazado los demás, no se puede considerar una fuente de moralidad, puesto que esta misma selección debe hacerse en función de una concepción del bien y del mal que ya se tiene previamente. Este sentido del bien y del mal es algo que uno da por supuesto en un adulto normal, independientemente de sus convicciones religiosas. Como plantea Hitchens, ¿no es insultante suponer que los hebreos, antes de recibir de Dios los mandamientos, no sabían que robar está mal?
Mientras tanto, argumenta Harris, la moderación religiosa, en la medida en que insiste en la tolerancia, legitima el extremismo. Si se deben respetar todos los tipos de fe, eso incluye la fe de aquellos que creen que habría que ejecutar a homosexuales y adúlteros (como hacen los cristianos reconstruccionistas), o que las viudas hinduistas deberían inmolarse, o que las musulmanas solteras que van a ser madres deberían ser lapidadas. En una sociedad civil, podemos intentar controlar estos extremos mediante leyes y castigos penales. Pero la tolerancia religiosa significa que no podemos llegar a la raíz del problema: no podemos desacreditar las creencias en las que se basan estas actuaciones. De hecho, desde el punto de vista del creyente, el caso es impecable. Si Dios lo ordena, se debe hacer.
Harris, Dawkins y Hitchens han sido objeto de numerosas reseñas, pero tengo la impresión de que estos puntos centrales a penas se han tratado. Una crítica común, por ejemplo por parte de Terry Eagleton, es que Dawkins pasa por alto muchas variantes de la creencia cristiana. Pero cualquier variante que plantea un Dios intervencionista está sujeta a los argumentos de Dawkins; si hay una variante que no lo hace, no es eso de lo que habla Dawkins. Por tanto, la crítica no tiene sentido. También son típicas las críticas como las que hace Tanenbaum: afirmar, sin más, la existencia de creyentes moderados es fácil, pero no es más que repetir lo que se ha concedido e ignorar el argumento sobre ellos.
Yo, por mi parte, estoy básicamente de acuerdo con el caso hasta ahora. Pero no deberíamos ceñirnos a la religión. La gente tiene fe en muchas otras cosas aparte de Dios: en sus corredores de bolsa, en su equipo de fútbol, en sus amigos. Por supuesto que esto no siempre es nocivo, y puede ser beneficioso. A través de la fe en sí mismo, un alcohólico en fase de recuperación puede hallar la fuerza de voluntad que necesita. Su historia tal vez indique que no será capaz de recuperarse, pero para tener alguna oportunidad necesita creer en que será capaz.
Pero consideremos ahora la fe en el país y en sus dirigentes políticos. Russell escribió una vez sobre un amigo griego que había analizado las motivaciones interesadas de todas las naciones que participaban en la Primera Guerra Mundial, salvo Grecia, país que, sin duda alguna por su parte, no tenía más que nobles intenciones. Si no nos vemos reflejados en esta historia, se debe a nuestras propias orejeras nacionalistas: la fe en lo que el país hace bajo su liderazgo político, lo cual recuerda la frase «Dios y la nación». Esto es nocivo, pues es parte de lo que alimenta la guerra. Es una fe que nos predispone a seguir a nuestros líderes sin exigir pruebas de que la guerra es necesaria, como requiere la democracia.
Y no sólo ocurre entre la gente inculta. Comencemos con Sam Harris. Harris piensa que su crítica de la religión es especialmente urgente porque los terroristas podrían acceder a armas de destrucción masiva. Y él está convencido de que estos terroristas están motivados por la religión, en particular el Islam. Así pues, su crítica, por lo demás ecuménica, incluye un capítulo dedicado a «El problema del Islam». Desde su punto de vista, el problema es que el Corán ordena repetidamente la muerte de los no creyentes y promete recompensas celestiales a quienes lleven a cabo las órdenes. Esta es la razón por la cual «debemos enfrentarnos ahora a terroristas musulmanes en cualquier parte del mundo, más que a los jainistas». Daniel Dennett tiene una visión similar. (Hitchens es un caso especial complicado.)
Harris se sitúa fuera de lo común con su énfasis en los motivos religiosos del terrorismo. El punto de vista ortodoxo es el expresado, por ejemplo, por Louise Richardson, quien admite que la religión es un posible factor, en parte porque promueve una visión del mundo maniquea en la cual los terroristas son buenos y sus objetivos malos. Pero añade que ésta «nunca es la causa única del terrorismo; más bien, las motivaciones religiosas se entretejen con factores económicos y políticos», y en términos generales con «las tres R»: revancha, renombre, reacción. Consideremos las bombas de Londres en julio de 2005. De acuerdo con la primera asignación, plausible, de responsabilidad, las bombas fueron una respuesta al apoyo británico a los EE. UU. en Irak y Afganistán. A los sospechosos los había inducido, supuestamente, la cobertura televisiva de los civiles muertos en Irak. Eso concordaba con la valoración de la inteligencia británica antes del atentado, en el sentido de que la intervención británica en Irak aumentaba el riesgo del terrorismo en suelo británico. El Informe Nacional de Inteligencia de EE. UU. también ha señalado que la ocupación de EE. UU. motiva a los terroristas. Así pues, esto apoyaría esencialmente el argumento de la primera «R» de Richardson, la revancha.
El reconocer la venganza como motivo no justifica el terrorismo, pero nos invita a ampliar nuestra condena. El número de víctimas civiles a causa de la invasión y ocupación de Irak anda por los cientos de miles, de acuerdo con un estudio publicado en The Lancet, y una proporción en declive, pero considerable, de estos muertos (de un tercio a un cuarto en un período de tres años) se atribuyen directamente a los golpes militares de EE. UU. Como ha explicado Nick Turse, el público sabe poco acerca de los ataques sistemáticos por parte de las Fuerzas Aéreas de EE. UU. en los centros de población iraquíes, debido al secreto que guarda el Pentágono y a que se informa poco de ellos. En Afganistán, incluso Hamid Karzai ha denunciado los bombardeos regulares de la OTAN en zonas civiles; el número total de muertos no se conoce, pero hace cinco años había varias estimaciones que hablaban ya de miles. Otro conocido motivo de queja en el mundo islámico fue que EE. UU. promoviera de manera agresiva y consciente las sanciones contra Irak, que desempeñaron un importante papel en las muertes de cientos de miles de niños, de acuerdo con varios estudios.
Nuestras víctimas superan, con mucho, las del 11 de septiembre. Pero Harris se une a la corriente dominante de los intelectuales occidentales ayudando a que aumente el número de muertos, asegurándose de que no nos avergoncemos. Él niega la «equivalencia moral» entre nuestros actos y los de los terroristas, y no lo hace negando los hechos: acepta que «sin duda, hemos hecho cosas terribles en el pasado [e] indudablemente estamos preparados para hacer cosas terribles en el futuro», y menciona el genocidio de los nativos americanos, la esclavitud, los bombardeos de Camboya, el apoyo a las dictaduras, etc. Sin embargo, Harris traza la habitual distinción entre nosotros y los terroristas: somos un «gigante con buenas intenciones». No matamos a los inocentes adrede. Si tuviéramos una «arma perfecta» que no produjera daños colaterales, razona, la emplearíamos para matar sólo a los malvados, mientras que los terroristas la emplearían para matar a inocentes.
Aquí se plantean dos problemas. En primer lugar, imaginemos que un hombre quema una casa sabiendo que hay gente dentro. Su propósito no es matar a la gente, sino que quiere asegurarse que la casa no se emplee para tráfico de drogas. ¿Es él menos culpable que una persona cuyo objetivo es matar a la gente? Se diría que no. Esto queda reflejado en el derecho criminal de EE. UU., según el cual «a sabiendas» y «a propósito» son estados moralmente equivalentes a lo que se denomina «mens rea» (mente culpable). Así pues, en ambos casos se puede condenar por asesinato al pirómano. Nótese también que si el primer hombre pudiera decir, sin faltar a la verdad, que habría echado mano del «fuego perfecto» para salvar a las víctimas, eso no reduciría su culpa. Provocó, a sabiendas, un fuego real, y es responsable de ello.
Este argumento de Harris aparece en el contexto de una crítica a Chomsky. Anticipando la respuesta de Chomsky (correctamente, en mi opinión) de que, independientemente de la intención, somos responsables de las consecuencias probables de nuestros actos, Harris replica que ésta es una norma poco razonable, citando a los fabricantes de montañas rusas, bates de béisbol y piscinas, quienes sin duda son inocentes a pesar de los daños potenciales que pueden derivarse del uso de sus productos. Que juzgue el lector si lanzar bombas de 200 kilos en zonas residenciales que se sospecha albergan a insurgentes es algo que se parece más al pirómano o al fabricante de piscinas. Para eliminar el sesgo, deberíamos imaginar que los aviones a reacción iraquíes bombardean regularmente los barrios de California persiguiendo a los sospechosos de ocupar Irak, tras una invasión ilegal de Irak por parte de EE. UU.
Y esto nos lleva al segundo problema que presenta el apelar a nuestras buenas intenciones. ¿Qué pruebas hay? Harris acepta el registro histórico, que incluye muchos casos en los que ni siquiera se puede decir que la matanza de inocentes fuera un daño colateral, como los bombardeos de saturación en Laos, Camboya, Vietnam, el patrocinio de los escuadrones de la muerte en Guatemala, El Salvador, Nicaragua y otros lugares de América Latina, el derrocamiento de gobiernos elegidos democráticamente y el apoyo a las dictaduras en Chile, Irán, Guatemala, Haití y muchas otras. Aquí, los civiles fueron el objetivo, por razones expuestas en nuestros propios documentos de seguridad nacional: promover gobiernos que sirven a nuestros intereses económicos y estratégicos, desestabilizar a los que no, y combatir a los insurgentes, en parte cortándoles la ayuda para los ciciles. En el caso de Irak, recomiendo el libro Crude de Sonia Shah, en el cual nuestros intereses en el petróleo quedan todo lo patentes que deben estar (unos intereses a los que sirve una ley pendiente de Irak, redactada bajo supervisión de EE. UU., que otorgaría gran parte del control del petróleo iraquí a empresas extranjeras).
Los americanos que ven buenas intenciones en las intervenciones de EE. UU. lo hacen por ser americanos. Ante hechos similares perpetrados por nuestros enemigos, no tenemos dudas sobre nuestros juicios morales: no nos planteamos las buenas intenciones de Irak cuando invadió Kuwait ni las de la Unión Soviética cuando instauró un gobierno títere en Afganistán, e hicimos bien. Análogamente, los extranjeros a menudo no llegan a captar nuestra benevolencia. Por ejemplo, una encuesta de la BBC de enero de 2007 determinó que en 18 países fuera de EE. UU., solamente el 29% de los que respondieron a las preguntas opinaban que los EE. UU. desempeñan en el mundo un papel fundamentalmente positivo. A la hora de exaltarnos a nosotros mismos (con la ayuda de los medios de comunicación), no diferimos del patriota griego al que se refiere Russell.
He aquí, pues, la fe nacionalista de Harris. No es la fe de aquellos que niegan los hechos históricos, o no son conscientes de ellos. Es más fuerte. Porque como intelectual, él acepta las pruebas, que luego hay que invalidar. Esto, como hemos visto, es la esencia de la fe. E igual que ocurre con la fe religiosa, viene acompañada de la ilusión maniquea. En este sentido, la opinión de Harris de que «tenemos que enfrentarnos a los terroristas musulmanes en todos los rincones del mundo» no es tan distinta de la de Bush, que no es distinta de la de Bin Laden, salvo que el bando bueno y el malo están intercambiados. La explicación del registro histórico de EE. UU. es, no que somos malvados, sino que perseguimos nuestros propios intereses. Como todo el mundo; pero nuestro registro es peor porque tenemos más poder para hacerlo.
Así pues, y porque éste es nuestro país, las críticas deberían comenzar en casa. Por ejemplo, si a Harris, Dennett o a cualquier otro americano le preocupa que las armas nucleares puedan caer en manos de los terroristas, deberían trabajar para cambiar la política de EE. UU. Los expertos nos dicen que las técnicas nucleares no son ningún secreto, y se pueden obtener de fuentes públicas, incluido Internet. Lo que se necesita es el control del material nuclear, como conseguiría el Tratado de Reducción de Materiales de Fisión. Al cual se oponen los EE. UU. EE. UU. rechaza negociar una zona libre de armas nucleares en todo Oriente Próximo (porque incluiría a Israel), como reclama la Resolución 687 del Consejo de Seguridad de la ONU. Al mantener su arsenal nuclear y desarrollar armas de la siguiente generación, EE. UU. está violando el Tratado de No Proliferación Nuclear. Socavando los acuerdos internacionales e interviniendo militarmente cuando lo considera conveniente, EE. UU. motiva a quienes podrían utilizar armas nucleares como venganza o en defensa propia, sean o no terroristas. Y todo esto supone para la civilización una amenaza mucho más grave que el Corán.
Traducido por Anahí Seri y revisado por Miguel Montes Bajo