En vísperas del ascenso al poder de Obama, Heinz Alfred (alias Henry) Kissinger confiesa la «gravedad» de «las crisis financiera e internacional», que «constituyen una oportunidad única para la diplomacia creativa», cuando el «colapso (sic) financiero representa un golpe mayúsculo a la posición de Estados Unidos» (International Herald Tribune, 12/1/09). Comenta que las «prescripciones para […]
En vísperas del ascenso al poder de Obama, Heinz Alfred (alias Henry) Kissinger confiesa la «gravedad» de «las crisis financiera e internacional», que «constituyen una oportunidad única para la diplomacia creativa», cuando el «colapso (sic) financiero representa un golpe mayúsculo a la posición de Estados Unidos» (International Herald Tribune, 12/1/09).
Comenta que las «prescripciones para un orden financiero mundial» de Estados Unidos «generalmente no han sufrido desafíos», mientras sus «juicios políticos seguido han sido controvertidos».
A diferencia de antaño, «ahora se ha difundido la desilusión (sic) con el manejo de Estados Unidos» en materia financiera, cuando la «magnitud de la debacle imposibilita al resto del mundo refugiarse más detrás del predomino de Estados Unidos o sus fracasos (sic)».
Pregona que «cada país tendrá que revaluar su propia contribución a la crisis prevaleciente» en forma «independiente» (sic), en la medida de lo posible, con la salvedad de confrontar la realidad de que sus «dilemas pueden solamente ser controlados por la acción común».
¿Quién define la «acción común»? ¿No será que el insolvente Estados Unidos busca que lo rescate parasitariamente el «resto del mundo», as usual?
Resalta lo expresado siempre por Bajo la Lupa: el verdadero poder de Estados Unidos se finca(ba) más en su dominio financiero que en su poder económico, militar o cultural (v. gr. el espejismo del «poder blando» de Joseph Nye, cuyo corolario es la intoxicación propagandística por el cine de Hollywood).
Así las cosas, es urgente que el BRIC (Brasil, Rusia, India y China), al unísono con Europa continental, se consagre de tiempo completo a estructurar un nuevo paradigma financiero multipolar más armónico para la humanidad.
Nadie se salvará, incluyendo los «países más ricos», quienes «confrontarán recursos reducidos»: cada uno «tendrá que redefinir sus prioridades nacionales» y un «orden internacional surgirá», siempre y cuando «emerja un sistema de prioridades compatibles».
¿Y si resulta que las «prioridades nacionales» son «incompatibles» e «irreconciliables» con la otrora superpotencia unipolar? Pues entonces advendrá el «caos» y la «fragmentación desastrosa», para no decir la guerra, cuyo espectro deja entrever, en caso del retorno del mercantilismo decimonónico.
Expone la instantaneidad de las comunicaciones y la simultaneidad del colapso del sistema financiero internacional (nota: provocado por la banca anglosajona) con varias «crisis políticas en el globo».
Comenta la «estrecha correlación de las crisis financiera y política», ya que el auge «exuberante» de la globalización financiera fracturó la «organización económica y política del mundo».
Confiesa que el colapso financiero «expuso el espejismo» (¡súper-sic!) de la globalización económica y sus pretendidos «axiomas» sobre el «mercado global autorregulado».
¿A poco Kissinger se comió esa historieta? ¿No fue, acaso, la globalización financiera el óptimo método de control y dominio del «resto del mundo» por el unilateralismo de Estados Unidos, carente de «acción común»?
Muy a destiempo, ahora nos sale con la «ausencia de instituciones globales»? ¿Y los disfuncionales FMI, Banco Mundial, OCDE, BID y tutti quanti, no constituyeron, acaso, las correas de transmisión del poder unilateral de la globalización financiera de Estados Unidos?
Acepta que los «rescates» han sido de corte «nacional» más que «global». Pues sí: el nacionalismo y el regionalismo son inversamente proporcionales a la globalización financiera de Estados Unidos.
Pontificador cual es su costumbre, aboga por «reglas generales» para instaurar el nuevo orden internacional con el fin de «armonizar los sistemas político y económico» en una de dos maneras: «creación de un sistema político internacional regulatorio con el mismo alcance del mundo económico; o reducción de las unidades económicas a un tamaño manejable por las estructuras políticas existentes, que llevaría a un nuevo mercantilismo quizá (sic) de unidades regionales».
¿La deglución darwiniana de los pequeños por los gigantes significará la «reducción de unidades económicas»?
Su preferencia: algo parecido a «un nuevo Bretton Woods», donde el «papel de Estados Unidos será decisivo (sic)».
A no ser por la vía militar, ¿de cuándo acá un país insolvente impone su cosmogonía reduccionista?
Si se reconcilian la política y la economía (la añeja «economía política» de la escuela francesa), ¿dónde quedarán, entonces, las depredadoras finanzas anglosajonas?
El casi nonagenario Kissinger, muy cercano a Israel, mueve el petate del muerto del «terrorismo jihadista», que deberá «configurar la preocupación común de la mayoría (¡súper-sic!) de los países», al unísono de la crisis económica, para forjar «una estrategia común», que deberá incorporar «nuevos temas como la proliferación nuclear, la energía y el cambio climático», que «no tienen solución nacional ni regional».
Queda claro que Estados Unidos buscará imponer con subterfugios, eufemismos y neologismos la agenda global, para sacar ventaja competitiva de su tecnología de punta.
Acepta que la «Alianza Atlántica dependerá más de políticas comunes que de los procedimientos acordados» y evoca el carácter «conflictivo» y «sustancial» de la relación con Europa, por lo que se inclina por una nueva alianza en el Pacífico, donde China sería uno de los pilares con Estados Unidos para establecer un «nuevo orden económico global».
Evita abordar el «nuevo orden político», cuando sus ausencias freudianas evocan más de lo perceptible: nunca cita a Rusia, ni el papel que devengaría con Europa en el nuevo orden «político». En este contexto, Kissinger fractura su pretendido «nuevo orden mundial» al impulsar la alianza económica con China, mientras oculta la dimensión geopolítica euroasiática (v. gr. Rusia y Europa continental).
Recuerda que la relación con China se inició como «un diseño esencialmente estratégico para compeler a un adversario común» (léase: Rusia).
Advierte que el crecimiento económico de China por debajo del umbral permisible de 7.5 por ciento al año puede provocar «desafíos» a su «estabilidad política». De allí induce la necesidad de elevar la relación entre Estados Unidos y China a «un nuevo nivel», con el fin de «configurar relaciones transpacíficas para diseñar un destino común, como fue realizado con las relaciones transatlánticas en el periodo de posguerra, con la salvedad de que ahora los desafíos son más políticos y económicos que militares».
Coloca en la «alianza económica transpacífica», cuyos dos pilares son Estados Unidos y China, a Japón, Corea (nota: ¿será la Corea unificada?), India (sic), Indonesia, Australia y Nueva Zelanda, lo cual transluce un nuevo condominio geoeconómico entre la anglosfera y el «patio trasero chino», más India e Indonesia. Como que suena muy forzado.
En el nuevo orden mundial de Kissinger, sea político o económico, no existe Latinoamérica.