Fue Marx quien nos dijera que la religión es el opio del pueblo. Probablemente tal afirmación tuviera cierta validez en las condiciones políticas, económicas y sociales de la Europa del siglo XIX. Pero es, cuando menos, cuestionable que en la actualidad dicha proclama siga teniendo una vigencia ideológica plena. Y para muestra un botón; Marx […]
Fue Marx quien nos dijera que la religión es el opio del pueblo. Probablemente tal afirmación tuviera cierta validez en las condiciones políticas, económicas y sociales de la Europa del siglo XIX. Pero es, cuando menos, cuestionable que en la actualidad dicha proclama siga teniendo una vigencia ideológica plena. Y para muestra un botón; Marx achacaba a la religión un carácter adormecedor de la voluntad revolucionaria de las masas, y, sin embargo, hoy día, en pleno auge del laicismo, y tras haber pasado por un periodo histórico de evidente cariz revolucionario, las masas de las naciones europeas han retornado al más absoluto adormecimiento revolucionario. Es decir, aunque Dios está cada vez más alejado de la vida pública, aunque «su» presencia en la conciencia de los individuos y «su» capacidad para regir la vida de los sujetos tiende a desaparecer, el espíritu revolucionario de la mayoría social explotada ha vuelto a niveles similares a los habidos en cualesquiera de los momentos históricos donde el aspecto religioso era tanto el ámbito central de la sociedad, como la estructura psicológica fundamental del pensamiento humano. Así, aunque los proletarios somos cada vez menos religiosos, seguimos sin poder tener el control de los medios de producción, y ello no es material suficiente para elevar el nivel de conciencia revolucionaria de la población, lo cual, como digo, denota que la máxima marxiana de la religión como opio del pueblo, en algo falla al ser aplicada al análisis dialéctico de la realidad de nuestros días.
Si bien es cierto que en pleno proceso de desarrollo del capitalismo liberal, los obreros europeos encontraban en la creencia en un más allá el más efectivo consuelo a la bestiales condiciones de vida que habían de hacer frente, y que de aquí se puede derivar cierto grado de comodidad con la vida llevada, que se acaba transformando en un conformismo y que genera un adormecimiento general contra las injusticias sufridas por causa de la acción de los detentadores del poder político y económico, no es menos cierto que, a luz de una comparación con la situación actual, no parece ser el elemento religioso el causante principal del desarrollo de una mentalidad sumisa y alienada entre la mayoría social explotada, no al menos desde su vinculación con la posición de la masas en la lucha de clases. Si la lucha de clases es ya en sí misma una invitación ideológica a la actitud revolucionaria, puesto que, por mera lógica, el explotado siempre debe tender a querer revelarse contra su injusta situación en el orden social, por esta misma razón, el explotador debe querer tener siempre justo lo contrario, es decir, un sistema global de adormecimiento generalizado de la masa, que aplaque los potenciales sentimientos revolucionarios de esta, permitiéndole a él seguir con sus privilegios. En esta dinámica dialéctica, la religión, como elemento cultural que es, ha sido uno, tal vez el más efectivo y duradero, de los sistemas de adormecimiento revolucionario de las masas, pero no el único. De ahí, que cuando el mundo de lo religioso deja de ser el eje central de la vida del hombre tanto en su vertiente de ser social, como en su aspecto de ente consciente de su propia existencia, no necesariamente esto conduce a la maximización del cariz revolucionario de una clase social explotada, ya que la clase explotadora tenderá a buscar otros modos alternativos de adormecimiento, que de tener éxito en su tarea vendrían a sustituir a la religión en el ámbito de la sumisión y la alienación. Efectivamente, como podrán deducir ya, unos de estos modos ha tenido un éxito fulgurante en nuestra actual civilización occidental. Este modo no es otro que la sociedad de consumo, nuestro particular e histórico opio del pueblo.
Podríamos pensar que la sociedad de consumo ha llevado implícito un aburguesamiento de la sociedad en su conjunto, lo cual significa el acomodo de las clases explotadas a un sistema económico que los sigue explotando, pero que los ha dotado de los medios económicos y los derechos sociales y laborales suficientes como para que ellos mismos crean poder auto reconocerse en el plano de los privilegiados, y no en el campo de los explotados. Y sin duda este proceso es una de las causas que explicarían el adormecimiento actual de las masas, pero, de nuevo, no el único ni, me atrevo a decir, el más importante. De ser así, y una vez que nos hemos despegado del aroma opiáceo de lo religioso, lo económico-estructural sería el único argumento que justificaría el adormecimiento de los ciudadanos, y, sin embargo, siguen siendo mayoría las masas de obreros y trabajadores de clase baja y media-baja, y nada hace pensar que el contenido ideológico-revolucionario de estos sectores sociales, sea mayor que el de las clases medias y medias-altas, teniendo en cuenta, por supuesto, que en todo este amplio espectro social de clases medias y bajas, encajaría actualmente lo que Marx llamó proletariado. El proletario de hoy no es más revolucionario cuanto mejor es su estatus económico dentro del orden social capitalista con su auto desarrollado sistema de clases (bajas, medias y altas). Todo lo contrario, el sentimiento revolucionario propio de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI en la sociedad occidental, a menudo surge de jóvenes de clase medida acomodada, que descontentos con su existencia pretenden sublevarse contra el sistema que los esclaviza. El movimiento Hippie de los años 60 y 70, el espíritu revolucionario de Mayo del 68, los movimientos ecologistas, pacifistas y demás segmentos «istas» de la izquierda de hoy, mayormente están inspirados en unos valores liberales propios de las clases medias, estando compuestos además mayoritariamente por jóvenes de clase media, incluso burgueses, que no encuentran acomodo en el sistema actual y que no se sienten identificados con las injusticias que, tanto a nivel personal como colectivo, este implica. No necesariamente son personas con un contenido teórico-ideológico desarrollado, aunque normalmente suelen ser sujetos descontentos con el mundo que los rodea y las perspectivas de vida que les plantea. De este modo podemos decir que, por tanto, la principal semilla revolucionaria de la actualidad parece ser más una cuestión de sentido de la vida, que una perspectiva de clase social explotada. De aquí que, como no podía ser de otra manera en virtud de las relaciones dialécticas establecidas entre las clases explotadoras y las explotadas, el adormecimiento de las masas de hoy se relacione con una cuestión de sentido: la sociedad de consumo y sus valores inherentes como dadores de sentido de la existencia.
Los sujetos que nos desarrollamos en sociedades dominadas por este sistema, crecemos entre una multitud de estímulos mediáticos y publicitarios que van determinando el sentido de nuestras vidas, el cómo debemos vivirlas para que estas dejen de ser absurdas y se conviertan en útiles moral, social y culturalmente. Nacer, crecer, estudiar una carrera, buscar un trabajo, enamorarse y formar una familia, tener hijos, comprar una casa y un coche y, tal vez, una mascota. Ver la televisión, fútbol y programas basura del corazón, siempre con la idea de dar un pelotazo que nos haga ricos y que nos permita codearnos con lo mejor de la sociedad. Y todo ello aderezado por una buena dosis de respeto a la norma social establecida, una actitud que se identifica siempre con el civismo y el buen hacer. Así nuestra aspiración es una vida cómoda y acomodada, y creemos que lo único que dota de sentido a nuestras vidas es luchar por ello. Los padres se quedan tranquilos cuando sus hijos cumplen los deseos implícitos en la sociedad que ellos mismos le han proyectado a manera de exigencias. Nuestra vida carece de autonomía, como carecía de autonomía la vida del sujeto que se desarrolla en el mundo conforme a las ordenes de Dios, nuestra vida solo satisface las ordenes morales, sociales y culturales que se nos inculcan sistemáticamente desde los medios de comunicación y los poderes establecidos. Es esa continua delimitación de conceptos, qué tiene sentido y qué no, que diariamente se nos ofrecen a través de los medios de comunicación y la publicidad (es decir, la diferenciación entre «normales» y «radicales», o «normales» y «violentos», o «normales» y «extravagantes», o «normales» y «peligroso», «normales» y «ricos y pobres», en definitiva, «normales» y el resto de todos los estereotipos que nos invaden, lo que condiciona nuestra actitud de sentido ante la vida. Se una persona normal y guardarás las apariencias, evitarás las críticas y regañinas de tus conciudadanos y familiares, nos dicen. De alguna manera nos hacen ver que ahí reside el sentido de nuestras vidas, en ser personas «normales» (ya se sabe: trabajo, casa, familia, hijos, coche, hipoteca, no sacar los pies del tiesto y mucha comodidad y conformidad, sobre todo conformidad). La idea que fluye es que si quieres tener una vida estable y cómoda no te queda más remedio que adaptarte a la normalidad, y si quieres ganarte el respeto moral de tus congéneres no te queda más remedio que respetar su normas morales y sociales, sin entrar a valorar si estas son erróneas o acertadas, si se desprenden de una relación de clase o no. Así, en la sociedad de consumo ese es el sentido de nuestras vidas, la normalidad, ser normales, hacer y decir lo que la mayoría hace y dice, es decir, no cuestionar el sistema y dejarse arrastrar por las falsas necesidades y las comodidades. El mercado hace lo demás, pone a tu alcance todo tipo de productos para llenar tu vida de posesiones y argumentos. Ahora, como antes lo fuera la idea de Dios, de la cual se hacían brotar las normas morales, la idea de ser una persona «normal», con una vida cómoda y estable, se pretende establecer en el centro mismo de nuestra mente, presidirla y lreinarla, para organizarla social y culturalmente. Todo lo de afuera, todo el sistema se confraterniza para hacer girar nuestra vida en torno a esta idea, desde las primeras enseñanzas de nuestros padres o el sistema educativo, a los millones de estímulos mediáticos y publicitarios que recibimos a diario. Y el sujeto se abre al mercado y su opulencia y se cree lleno, privilegiado y nada explotado. De ahí su adormecimiento. Para que luchar contra corriente por algo tan complicado como cambiar un sistema político y social injusto, aunque se sea consciente de su injusticia, cuando puedo luchar a favor de corriente por abrirme un hueco en él y adaptarse a sus bonanzas y «privilegios». Por eso podemos decir que lo que antaño fuese la religión, lo es ahora la sociedad de consumo en su vertiente socio-cultural, es decir, el opio del pueblo.
De esta manera religión y sociedad de consumo ocupan un mismo papel dentro del entramado de relaciones de explotación dadas, ayer como hoy, en el sistema capitalista. Pero, ¿existe algún elemento común entre ambos ámbitos de dominio más allá de su vinculación semejante de finalidad para un mismo medio? Es decir, ¿comparten ambos campos socio-culturales algún elemento intrínseco? O, hablando a las claras, ¿hay algo que determine finalmente, como condición necesaria y suficiente, qué pueda ejercer como «opio del pueblo» y qué no? Pues bien, la respuesta parece ser afirmativa, ya que según se desprende del análisis de ambos ámbitos, tanto la religión como la variante social de la sociedad de consumo, comparten su condición inherente en el orden social establecido en sus respectivas épocas de ejercer como respuesta a la cuestión del sentido de la existencia. Tanto una como otra sirven al sujeto para dar una finalidad a su vida que les guíe en la existencia mundana, y les llene su día a día. La religión apunta al hombre hacia el más allá, la sociedad de consumo lo idealiza en el «más acá». En tiempos de Marx los obreros que creían en una vida después de la muerte llena de placer y gozo, aceptaban de buen grado su condición de desfavorecidos sociales, ya que todo aquello tendría un fin y después les llegaría su recompensa por tanto sacrificio. Actualmente, Las clases no propietarias de los medios de producción, tendemos a creer en las bondades de la sociedad de consumo, y con ello aceptamos de buen grado nuestro papel en la sociedad, ya que tenemos suficientes argumentos materiales a nuestro alrededor para confiar en nuestra progresión dentro del sistema, o, cuando menos, en nuestra consolidación dentro de una sociedad opulenta que nos llena con sus manjares mediáticos y publicitarios; pan y circo. De aquí, de la comparación establecida entre ambos periodos históricos, que podamos creer que el espíritu revolucionario de una masa social explotada se vea apaciguado cuando a la consciencia de los sujetos que la conforman llegue un mensaje de sentido, una finalidad vital que llene sus vidas y los guíe en su camino por la existencia. Es decir, cuando las clases dominantes establecidas sean capaces de anclar el desarrollo y mantenimiento de sus privilegios sobre la base de un sistema socio-cultural que logre llenar de sentido la vida de los sujetos explotados en, y a pesar de, su condición de desfavorecidos, las masas responderán con un adormecimiento revolucionario. Se puede tener a las masas explotadas y hambrientas y a la vez contentas, todo depende del grado de éxito que en ese momento determinado tenga la cuestión de sentido de la existencia propuesta por el sistema socio-cultural aceptado por las clases dominantes como medio más efectivo para el mantenimiento de su estatus. Cuando un hombre encuentra el sentido de su vida a través de vincularse al orden social establecido y lo que este le ofrece, dejará en un segundo plano su condición social, o, mejor dicho, aunque sea consciente de que está sufriendo una injusticia, la justificará y aceptara como una variante más del sentido que le es propio como ser existencial. Por ello, los momentos más potencialmente revolucionarios, no son, lejos de los que se pueda creer desde una perspectiva marxiana clásica, los momentos de mayor penuria en la condición económica de las clases explotadas, si no los momentos donde la cuestión de sentido entra en crisis, donde los sujetos de una sociedad se revelan, es decir, ya no aceptan como eficientes, los criterios socio-culturales de sentido impuestos por las clases dominantes. Cuando la vida del hombre carece de sentido, mejor dicho, cuando el sistema socio-cultural impuesto ya no es capaz de satisfacer las exigencias de sentido vital de la mayoría de sus ciudadanos, entonces la revolución está próxima, es inminente. Mientras las clases desfavorecidas encuentren acomodo en el sistema social que los explota, y ello quede justificado por una cuestión de sentido, ya pueden ser periodos de hambre y penuria, que pocos serán los cambios en el sistema económico y social imperante, ya que, lo que más atormenta al hombre no es el hambre, que es ley de la naturaleza buscar comida cuando no se tiene, si no el desconocer la finalidad de su existencia. Sociedades tan profundamente injustas en su raíz de clase como son las sociedades de castas, mantienen sumisos y adormecidos a sus miembros más desfavorecidos en virtud de una finalidad metafísica que da valor a la vida de estos individuos, llenando de sentido su existencia. ¿Alguien duda de qué si entrara en crisis el fundamento metafísico que sostiene estas relaciones de clase tan profundamente injustas y desiguales, la revolución social sería inminente en tales sociedades? ¿Habría algún otro motivo para impedir que surgiera un deseo radical de cambio entre los elementos más desfavorecidos? Así pues, desde una perspectiva de clase, podemos decir que el gran triunfo del capitalismo en el siglo XX, por encima de cuestiones materiales, fue generar un sistema socio-cultural (la sociedad de consumo) capacitado para, en apariencia, dotar de sentido la existencia del sujeto. Y a partir de ahí mantener sumisa y adormecida a la masa que, pocos años atrás, fue un hervidero revolucionario, como demuestran los diferentes procesos acaecidos en la historia del hombre desde la revolución francesa en adelante, y, especialmente, en las revoluciones socialistas del siglo XX.
Es además bastante significativo, que el periodo que va desde la caída de la religión como centro de la vida pública y privada del hombre hasta la consolidación de la sociedad de consumo entre las masas occidentales, haya sido el periodo histórico donde más y más rápidos cambios sociales se han producido en el orden social e internacional vigente. Donde mayores y más enconadas luchas se han dado por motivos de clases sociales, y donde más alternativas de sentido han tenido los sujetos al alcance de su mano durante bastantes años. En apenas 200 años hemos visto como se pasaba de un sistema social dominado por lo religioso y de clases sociales cerradas, a un sistema fruto de la sublevación de la burguesía al orden social que les imponían los nobles, y de este a una enconada lucha entre la burguesía y la clase proletaria que nace a partir de la acción de esta primera. Finalmente hemos llegado a un sistema de clases sociales semiabiertas, donde existe la ilusión de poder variar de una clase hacia otra, pero donde, en la práctica, el mantenimiento del estatus sigue siendo una cuestión de herencia. Un sistema donde las relaciones de explotación se siguen dando, aunque la tendencia generalizada entre las propias clases explotadas sea creer que ocurre justamente lo contrario. Queramos o no, es imposible desligar este proceso histórico acaecido en la época contemporánea de su relación con el proceso de crisis de lo religioso, es decir, con lo que Nietzsche llamara «La muerte de Dios». Las revoluciones burguesas solo se pueden entender desde los valores ilustrados que las promovieron, unos valores que fueron el primer gran ataque de la modernidad contra el fundamento de Dios como dador de sentido del mundo y del sujeto. Mientras Dios regía las relaciones de clase, y los pequeños propietarios de las ciudades medievales aceptaban su ley -su voluntad- sin rechistar, los privilegios de los nobles eran aceptados de buen grado, ya que era Dios quien en última instancia los determinaba. Después las propias reformas religiosas dentro del cristianismo fueron poco a poco castigando el orden social imperante, dotando de argumentos a las nuevas clases emergentes para revelarse contra el poder establecido por voluntad divina, que ya no aceptaban como tal. Por eso el protestantismo, como bien analiza Weber, es un factor clave en el desarrollo del capitalismo. Y con la ilustración llegó el triunfo de la razón sobre la fe, y de ahí el triunfo de las revoluciones burguesas con todo su amplio calado entre las masas populares, burgueses y no burgueses. La herida de Dios estaba sangrando a borbotones y su capacidad de influencia, aunque todavía efectiva en muchos países, era cada vez más remota y, sobre todo, más cuestionada desde la consciencia de toda clase de hombres y mujeres, especialmente de los más desfavorecidos. De ahí que con los sucesivos ataques que desde todo tipo de ámbitos intelectuales Dios estaba sufriendo, la religión dejará de ser un elemento central en la vida de los seres humanos, hasta el punto de que una buena parte de los hombres y mujeres de los países occidentales, ya no encontraban en Dios el sentido de sus existencia, generando, probablemente, la más amplia crisis de sentido existencial que jamás haya tenido la humanidad, al menos en Europa. Muchos son los filósofos que coinciden en otorgar al nihilismo un papel central en el análisis de la sociedad moderna. Dios deja de ser la estructura cognitiva central en la mente del sujeto, la idea sobre la que el sujeto ancla el sentido del mundo y, más aun, de su propia existencia. Dios se desploma de su trono en la mente de los individuos. De igual manera que las revoluciones burguesas triunfantes hacen de los reyes simples ciudadanos incapaces de regir el poder y elaborar las leyes, la muerte de Dios es una revolución interna del sujeto que hace de la idea de Dios, antaño reina y señora de la mente, una más entre muchas, que carece de poder alguno para legitimar la vida del individuo y, por supuesto, carece de valor para explicar el sentido del mundo y de la vida. Este es el panorama que se abre ante los ojos de los hombres en la modernidad, un panorama de lucha y conflicto. Donde antes había estabilidad, ahora solo hay conflicto y duda. Donde antes se hacía residir el sentido de la existencia en la idea de Dios, ahora hay un vació que el hombre necesita llenar de alguna manera para no desesperarse. Dios como Almohada, Dios como colchón donde hacer reposar la cabeza para descansar cómodamente. Es lo que se busca, y si no es Dios esta almohada, que sea cualquier otra cosa, pero lo que el hombre no puede aguantar es la idea de la nada, la idea de la absurdez y el sin sentido de la vida. Por eso la modernidad es una etapa de lucha, de enfrentamientos, de conflictos. Conflictos internos del sujeto que se reflejan en el mundo externo. De las ruinas de Dios surgen por doquier todo tipo de sistemas alternativos de sentido a los que el sujeto puede agarrarse. El Marxismo, el socialismo utópico, el anarquismo, el totalitarismo, el nacional-fascismo, los nacionalismos democráticos, el capitalismo y sociedad de consumo, etc, sistemas sociales todos ellos que responden a la necesidad del hombre de vivir por y para una meta, de encuadrarse bajo un parámetro superior de sentido que lo saque de la desesperante vida sin rumbo, sin meta, sin finalidad. Así la modernidad es el reflejo de la muerte de Dios y la lucha del hombre por escapar de la crudeza existencial que ello conlleva. Mientras el hueco dejado por Dios en las mentes de los hombres estuvo vacante, hubo luchas y enfrentamientos, la gente creía en las ideologías y las buscaba, estaba incluso dispuesta a dar su vida por ellas. Por ello la semilla revolucionaria estaba ampliamente difundida entre las masas. Pero el desarrollo del siglo XX, fundamentalmente después de la victoria de los aliados en la segunda guerra mundial, y en especial con el final de la guerra fría y la caída del muro de Berlín en 1989, un nuevo sistema de esclavitud moral, social y cultural, introducido en la mente de los sujetos como un sistema de sentido general de la vida, se ha apoderado del poder de esclavizar las consciencias. Este sistema, como ya he dicho, es el sistema consumista-capitalista. Y aquí es donde el adormecimiento de las masas, aún cuando Dios sigue muerto, resurge de sus cenizas para consolidar el, hasta ese momento cuestionado, sistema político, social y económico imperante. Todo perfecto, salvo porque, nuevamente, cada vez son más los individuos que se sienten perdidos y desvalidos entre la masa; individuos que no llegan a encontrase a sí mismos dentro de la sociedad de consumo o que se sienten vacíos en la finalidad de su existencia, es decir, que no logran dar sentido a sus vidas a través los valores propios de la sociedad de consumo imperante. Y, esto, de la misma forma que antaño lo fuera la muerte de Dios, es la principal semilla revolucionaria de la actualidad en el mundo occidental, en auto denominado primer mundo.
Pero esto no debe extrañarnos, en un mundo donde lo que prevalece es la razón, es la propia razón la que hace aguas cuando pretende explicar al hombre el sentido de su existencia. La razón sirve al hombre para estudiar y conocer el mundo que le rodea, incluso para ejercer un dominio sobre él, pero la razón, ni aún cuando pretendidamente sea manipulada, no puede explicar al hombre el sentido de su existencia. El sentido de la existencia del hombre trasciende lo racional, y no se puede anclar en razonamientos complejos. Lo visceral, lo metafísico, lo espiritual, lo más profundamente subjetivo, lo consciente y lo inconsciente, todo interviene en la vida de un hombre y de nada de ello puede prescindir. Por ello, cuando una sociedad ilustrada ha creído poder idear un sistema de adormecimiento de la masa basado, no en aspectos de fe, no en aspectos de lejanos mundos oníricos, sino en el aquí y en el ahora, en lo más patente de la vida racional, por más que haya generado un sistema perfeccionado, el propio uso de la razón le hace tambalearse. De momento, la crisis existencial de muchos individuos de esta sociedad consumista está derivando en trágicos efectos como el aumento de las enfermedades mentales de carácter depresivo y neurótico, también en un aumento desalentador del número de suicidios, y, ¡oh, curioso!, en un retornar de lo religioso. Pero también ha generado un aumento de la concienciación de los individuos contra las injusticias y demás perjuicios del sistema. Esperemos, convencido estoy de ello, que el próximo paso en esta cadena de retornos sea acabar con el adormecimiento producido por los efectos opiáceos de la sociedad de consumo, es decir, una vuelta de las masas a las ideologías y los ideales revolucionarios, pero esta vez para que sea de una vez y para siempre, hasta que la palabra explotación desaparezca del vocabulario práctico de los seres humanos.
Ya saben, sean realistas, pidan lo imposible. Y si eres adicto al opio, y lo sabes, no te preocupes, poco a poco intenta quitarte. Yo estoy ya en ello.
Pedro Antonio Honrubia Hurtado. Estudiante de Filosofía de la Universidad de Granada. [email protected]