El próximo 9 de noviembre se cumplirán 16 años de la caída del Muro de Berlín. Desde entonces decenas de nuevos muros se han levantado en las naciones desarrolladas para evitar el paso de los migrantes provenientes de países pobres. En la era de la globalización neoliberal hay libertad para que los capitales y las […]
El próximo 9 de noviembre se cumplirán 16 años de la caída del Muro de Berlín. Desde entonces decenas de nuevos muros se han levantado en las naciones desarrolladas para evitar el paso de los migrantes provenientes de países pobres. En la era de la globalización neoliberal hay libertad para que los capitales y las mercancías atraviesen libremente las fronteras, pero no para que la fuerza de trabajo se desplace en busca de empleo.
Pero, a pesar de este designio, cada día miles de personas en todo el mundo emprenden un nuevo éxodo para hacer la vida. Sin papeles que justifiquen su traslado dejan familias, tierra y comunidad a cambio de la ilusión de un futuro mejor. Algunos logran burlar la vigilancia de guardias. Otros chocan irremediablemente contra los diques que protegen las fronteras nacionales de la invasión de los «nuevos bárbaros».
Apenas el pasado 6 de octubre seis subsaharianos fueron asesinados por la policía de Marruecos al intentar saltar junto a una multitud la doble valla fronteriza que separa este país de España. En total 14 migrantes africanos han muerto desde el 26 de agosto en su pretensión de internarse a territorio español. Cientos han resultado heridos. Muchos más han sido abandonados por autoridades marroquíes en el desierto sin agua ni alimentos
Su historia es también la nuestra. En los últimos 11 años, cuando entró en funcionamiento la Operación Guardián, 3 mil 600 indocumentados mexicanos han muerto buscando llegar a Estados Unidos. Unos se han ahogado en ríos, otros han fallecido de sed y calor en el desierto. Muchos cadáveres ni siquiera alcanzan la dignidad de tener un nombre y son, apenas, una cifra más en la danza macabra de la contabilidad que da cuenta de las víctimas.
México, asegura el Banco Mundial en su Reporte mundial 2006: equidad y desarrollo -en el que, probablemente como un gesto de su modestia, no reconoce la enorme responsabilidad que tiene en la hazaña-, es la primera nación expulsora de mano obra en el mundo: 2 millones de personas en el quinquenio 1995-2000.
Luis Téllez, subsecretario de Agricultura de Carlos Salinas encargado de elaborar las políticas para desarraigar a la población, puede sentirse orgulloso. «La migración», decía, «es un fenómeno altamente deseable y es la condición indispensable para lograr la mejoría gradual de las condiciones de vida de la población en general.» Lo más probable es que los familiares de quienes han muerto tratando de cruzar la frontera con Estados Unidos no piensen igual.
La llave que cierra la entrada a muchos la abre a otros. En los países industrializados la clase trabajadora no sólo tiene dos sexos, sino muchas nacionalidades. Dispuestos a trabajar más horas por menos salario y sin seguridad social, los trabajadores sin papeles hacen posible que los países ricos prosperen.
Con frecuencia la policía europea encuentra talleres ilegales en los que trabajan ciudadanos chinos en condiciones cercanas a la esclavitud. Viven y laboran hacinados en pequeños cuartos insalubres. Existen serias evidencias de que son empresarios serios y legales quienes compran los productos elaborados en esas condiciones.
El tráfico de seres humanos se ha especializado también en mujeres. En los caminos de salida de Padua, Italia, las prostitutas esperan a sus clientes. Unas tienen la piel blanca como talco y el pelo rojo pajizo; otras son negras como el azabache. La mayoría vienen de Moldavia y de Senegal. Otras son originarias de diversos países de Europa del este y de Africa. Muchas son víctimas de padrotes y empresas ilegales que las traen al país y les quitan su pasaporte hasta que paguen el viaje.
Los migrantes sirven también para hacer todas aquellas labores que otros no quieren desempeñar. Chiarito Baso, representante del Consejo de Mujeres Filipinas en Italia, acostumbra explicar la situación en la que viven sus paisanos contando una historia: un filipino experto en computación no encuentra trabajo en su país y emigra a Hong Kong. Tampoco allí hay empleos para lo que él sabe hacer. Sin embargo, al visitar el zoológico encuentra que hay una plaza vacante. Pregunta por ella. Le explican que el gorila murió y necesitan a alguien que se disfrace y ocupe su lugar en la jaula. Acepta la chamba. Días después le piden que comparta jaula con un tigre. Tiene miedo, pero no le queda de otra. Accede. Cuando el felino se le acerca, dice en voz alta: «Dios mío, que no me coma, soy filipino, no un gorila». Al escucharlo la fiera le responde: «no te preocupes, yo también soy filipino».
Cuando el auditorio explota a carcajadas, Charito sigue su relato: «Ya los hice reír, ahora los voy a hacer llorar». Según ella, de los 62 mil 595 filipinos legales que hay en Italia, 66 por ciento son mujeres, en su mayoría trabajadoras domésticas. Comienzan a laborar a las 6 de la mañana y terminan a las 12 de la noche. No pueden protestar: el despido implica no sólo perder un ingreso, sino la vivienda. Forman parte de las familias trasnacionales, familias divididas.
En los países desarrollados la hidra envenenada del racismo ha crecido. A pesar de los servicios que prestan, los migrantes no son bienvenidos. Se les acusa de robar empleos y crear inseguridad pública. Se les trata con desprecio y discriminación. El temor a que la diversidad cultural rompa las bases de los estados ricos se ha extendido y se ha vuelto causa para la derecha política.
Durante años se ha asegurado que el paso del nomadismo a la vida sedentaria representó un avance enorme en la civilización humana. La globalización neoliberal, en nombre del progreso, ha dado marcha atrás a ese proceso y ha convertido a los hombres nuevamente en nómadas. ¿Progreso? Que lo digan todos aquellos que tienen que disfrazarse de osos y tigres en cualquier parte del mundo rico; que respondan los hijos y los cónyuges de quienes han fallecido por tratar de ganarse la vida dignamente.