«Aquí cabemos todos o no cabe ni Dios.» (Víctor Manuel: Esto no es una canción)
La jornada de reflexión responde a un cierto reflejo en el protocolo electoral del ritual religioso en general y del católico en particular. Veo en ella la traslación al ejercicio del derecho al voto del requerimiento de purificación en los preliminares de la toma de contacto con lo sagrado.
Al igual que se exige al parroquiano que va a comulgar que antes haya pasado por el confesionario para venir a la comunión con su cuerpo espiritual limpio de pecado, el votante que entra en el colegio electoral dispuesto a depositar su voto en la urna llega supuestamente, tras la jornada de reflexión, ya purgado de todos aquellos pensamientos impuros que pudieron serle instilados en el transcurso de la campaña electoral.
Se le ha dejado un día entero en ayunas de propagandas tóxicas, de mensajes compulsivos que le pueden llevar a tomar una decisión espuria de la misma índole que las que toman los borrachos inmersos en lo más alto de su melopea etílica. Entonces –parece ser– que es a lo largo de ese día sin que nadie nos diga en ningún foro público ni desde ninguna tribuna a quién hay que votar si no queremos que caiga sobre nosotros el cielo con todos sus masivos cuerpos celestes, es entonces –digo– que se podrá abrir un hueco en nuestras atribuladas conciencias la verdadera voz de nuestro auténtico y diáfano yo para decirnos en la más absoluto intimidad de cada uno qué papeleta queremos en el sobre.
Todo muy increíble. No sé yo cuántos de nosotros llega a la víspera de la celebración de unos comicios sin tener ni idea de a quién votar; y no sé yo si de estos serán muchos los que resuelvan sus dudas mediante un ejercicio consciente y disciplinado de reflexión. Por eso creo, como he dicho, que se trata de un reflejo institucional idiosincrático de una sociedad que, institucionalmente, tiene en su ADN un buen puñado de genes inoculados por siglos de férrea tradición católica, en la que la conciencia personal, la culpa, la meditación (no en el sentido zen del concepto), el ejercicio espiritual (siempre debidamente guiado por alguien de moral intachable) son ingredientes imprescindibles para quien aspire a hacer un correcto uso del libre albedrío, ese don concedido por Dios a sus desorientadas criaturas.
No soy yo un feligrés de la democracia cuya conducta se compadezca con todo lo anterior. Confieso –mea culpa, y dándome golpes en el pecho– que mi voto lo tenía decidido desde hace mucho. La jornada de reflexión, por tanto, me sobraba. La empleé en visitar Málaga con mi esposa. Tras una sabrosa comida y un agradable paseo nos fuimos al cine, al Albéniz. Afortunadamente aún quedan en algunas ciudades cines como este, comprometidos con ofrecer al público los productos de mejor calidad del séptimo arte, esas películas que las salas así llamadas comerciales, las que sobreviven en simbiosis con los grandes centros comerciales, los ahora llamados shopping centers, desprecian por considerarlas mercancía poco atractiva para el gran público por entender en fin que son poco rentables. Ellos se lo pierden.
Pues bien, tuvimos la suerte ese sábado previo al domingo electoral de encontrarnos en la cartelera malagueña con una de esas películas que los críticos a menudo suelen catalogar como «pequeñas», en el sentido de que no son grandes producciones y sus historias carecen de ínfulas épicas y en su elenco actoral no consta ningún nombre de los que son considerados famosos. Pero qué gran película vimos. Se titula Te estoy amando locamente.
Ojalá que resista todavía en los pocos cines donde se haya alcanzado a estrenar. De obligado visionado para cualquiera mínimamente comprometido con los procesos políticos que tengan por objetivo primero y último el avance en libertad y derechos para todos los ciudadanos de un país, pertenezcan a las mayorías acomodadas como a las minorías que tienen que vivir en condiciones incómodas. Obligado verla para refrescar la memoria que nos hace sabedores del país del que venimos y al que no queremos volver. Antipática, consecuentemente, para todos los que bregan por censurar la memoria histórica o sesgarla a conveniencia de sus intereses ideológicos que disimulan tras el supremo fin de la defensa de la patria (o de la Constitución convertida en dogma inapelable, que para el caso es lo mismo). Por eso derogar el sanchismo, ese mantra que se ha convertido en leitmotiv de la propuesta de campaña del Partido Popular, tiene como uno de sus elementos nucleares la derogación de la Ley de Memoria Democrática.
Se nos quiere desmemoriados, adanes amnésicos carentes de las claves necesarias para poder juzgar con criterio los acontecimientos del presente; que tengamos siempre como referente inmovilizador esa Arcadia en la que reinan la moderación y la estabilidad que siempre pone en peligro la izquierda, ideales supremos para quienes desean seguir con sus negocios sin que les molesten las aspiraciones de progreso de la gran mayoría. Nuestro filósofo José Ortega y Gasset subrayó la relevancia de esa perspectiva histórica al acuñar la noción de razón histórica en una época de la máxima convulsión para nuestro país, la comprendida entre el conocido como desastre del 98 y la imposición del régimen franquista por la fuerza de las armas y la persecución política, todo, claro está, en aras de la salvación de la patria. No hay ejercicio de la racionalidad sin tener en consideración lo que la historia nos muestra, que no es otra cosa que nuestro lugar en el devenir de las comunidades humanas. Anular esa dimensión histórica supone hurtarnos un conocimiento imprescindible para garantizar la genuina libertad de elección.
Hay que agradecerle al joven director malagueño Alejandro Marín que, a través de Te estoy amando locamente, nos permita colocarnos precisamente en perspectiva histórica. Algo que está ausente en el día a día de nuestras apresuradas vidas en las que todo parece transcurrir en un presente atemporal y en las que los sucesos se siguen los unos a los otros a velocidad de vértigo para una sociedad con memoria de pez y con una atención sujeta a mil y una distracciones; una sociedad que, de esta forma, se convierte en presa fácil para manipuladores de toda laya.
Todos necesitamos un ejercicio así de anamnesis, continuamente, y sin duda más las últimas generaciones que no han podido tener experiencia de unos tiempos en los que el poder político no admitía ni la diversidad de opciones ideológicas ni la discrepancia. Es esto lo que se ve muy bien reflejado en la película a través del colectivo homosexual y transexual, una minoría implacablemente perseguida desde las instancias institucionales en 1977, año en el que se desarrolla la historia que nos narra el filme. Ciertamente Franco había muerto, estábamos en los inicios de la Transición, pero persistían leyes como la de peligrosidad social que penaba las conductas no acordes con el rígido modelo moral de la España ultraconservadores que ganó la Guerra Civil. Como se dice en un momento de la película: las cosas estaban cambiando, pero no habían cambiado del todo. Mensaje que se repite al final del metraje, porque sigue estando vigente en nuestros días.
Vi la película sobrecogido, con un pellizco en el estómago todo el rato. No podía evitar pensar en lo mucho que nos jugábamos al día siguiente, el domingo 23 de julio. Su visionado no paraba de suscitarme paradojas si me ponía a comparar los dos años, 1977 y 2023. Saltaba a la vista lo mucho que habíamos ganado en el camino, ante todo, por supuesto, nuestra democracia, catalogada como democracia plena mal que le pese a aquellos agoreros de parte que quieren propalar la engañifa de que este gobierno ya en funciones nos arrastra a un estado totalitario. Dejamos atrás la amenaza golpista y se venció a la alimaña etarra. Pensé en los colectivos principales que habían salido ganando sin discusión posible con el cambio, a saber, las mujeres y la minoría etiquetada LGTBI+, en gran medida gracias a una evolución moral que ha ido de la mano de una progresiva secularización; pensé en que poco a poco hemos construido una infraestructura del bienestar social cuyos pilares son una sanidad pública universal y una educación pública.
Pero al mismo tiempo había algo de amarga melancolía en el contraste que se formaba en mi conciencia entre los países correspondientes a cada uno de esos dos años. Porque en la España de 1977 había un proyecto colectivo con el que estaba ilusionada la inmensa mayoría de la ciudadanía, a pesar de las muchas dificultades y de las resistencias de los guardianes de las esencias franquistas, a pesar de los puristas de la izquierda más radical. Había una querencia de futuro mejor que se respiraba en el aire y que estallaba en múltiples manifestaciones que se fusionaban en un deseo alegre de libertad.
Entonces la libertad era el valor que identificaba a la izquierda, era la condición necesaria para crear lo que estaba por venir. La democracia ilusionaba. Nada de eso hay ahora. La libertad es un valor conservador que sirve de coartada para justificar la contumaz oposición a cualquier avance que se pretenda en pos de la igualdad y la justicia. Toda ley que pretenda la extensión de derechos o la promoción de condiciones que permitan poner coto al poder de quienes se encuentran en situación de privilegio debido a imponderables históricos, económicos y sociales se señala alarmantemente como el principio de la pendiente que nos llevará ineluctablemente por el camino de la servidumbre totalitaria. Esta es la justificación ética, y en gran medida la clave del éxito actual, de la derecha al tiempo que la raíz del rechazo visceral que se ha conseguido implantar contra ese engendro abstracto pero efectivamente repugnante para tantos que es el socialcomunismo.
La democracia ya hace tiempo que no ilusiona a una parte muy significativa de la ciudadanía porque la política ha mutado en una actividad mayormente retórica que requiere la inversión de mucho esfuerzo para alcanzar a transformar la realidad a favor del bien común. La palabra «política» ha terminado por sufrir una degeneración semántica que la identifica mayormente con el bla-bla-bla de la trifulca mediática, siendo la desconfianza y la incredulidad los sentimientos que más inspira. Los políticos son la casta como dijo aquel, una clase que juega con otras reglas distintas a las del común de los mortales, inútiles que viven a nuestra costa incapaces de resolver los problemas que ellos mismos multiplican por su mala cabeza.
Te estoy amando locamente nos recuerda el valor de la política genuina, inspirada por principios éticos, la que toma su impulso de la voluntad colectiva que persigue la mejora de la vida de todas las personas. En este caso, ilustrada a través de la lucha de una minoría por entonces social e institucionalmente maltratada. Su libertad y su avance en derechos no sólo ha mejorado sus condiciones concretas de vida, sino que también ha elevado los mínimos éticos de nuestra sociedad entera. Por eso entonces, y así se declaraba en las pancartas de las primeras manifestaciones por los derechos LGTBI+, se tenía claro que su lucha era la misma que la de los trabajadores, porque a fin de cuentas se trataba de lo que siempre se trata, de pedir justicia, igualdad y libertad para todo ser humano. Es lo que muestra también la película británica Pride, en la que se cuenta cómo por esos mismos años de los setenta, ante la agresión neoliberal thatcheriana asociaciones homosexuales y sindicatos se hermanaron en una lucha común. Mucho me temo que hoy esa hermandad reivindicativa se haya resquebrajado transida de las tensiones dogmáticas que tienen su origen en la trampa del sectarismo identitario.
La tentación es grande. Cuando uno ve una película como la de Alejandro Marín tan sobresaliente en el plano cinematográfico como inspiradora en el político, que nos traslada fielmente a esa época de efervescencia reivindicativa y de posibilidades reales de transformación, cautivadoramente romántica en lo que tiene de heroísmo ciudadano, y ante el panorama que se nos presenta en el que son innegables las poderosas fuerzas que se resisten a que sigamos caminando hacia delante de acuerdo con los valores que la historia demuestra que mejor sientan a la humanidad y que nada tienen que ver con lo que representa la derecha extrema y la extrema derecha en nuestros días, cuando uno es testigo de la indiferencia y hasta la apatía de una parte significativa de sus conciudadanos es inevitable que te invada la melancolía y la nostalgia y quieras volver a ese país que fuimos cuando se daba a luz a nuestra democracia. Pero, al mismo tiempo, al término de la proyección era más consciente que a su inicio del enorme valor que tiene lo logrado desde aquel 1977, para todos los españoles, no sólo los que pertenecen a alguno de los grupos más discriminados por aquel entonces. Por eso se mantiene mi alma en vilo tras los resultados del 23J embargada por la incertidumbre de que en algún momento podamos volver a aquel país.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.