«Quien maneje los medios de comunicación tendrá el poder» alertaba sabiamente cuatro décadas atrás el padre de la semiótica, el italiano Umberto Eco. En las sociedades modernas, masificadas e industrializadas como lo han pasado a ser prácticamente todas en la aldea global, salvo pequeños grupos que se mantienen alejados de esa tendencia mundial, algunos viviendo […]
«Quien maneje los medios de comunicación tendrá el poder» alertaba sabiamente cuatro décadas atrás el padre de la semiótica, el italiano Umberto Eco. En las sociedades modernas, masificadas e industrializadas como lo han pasado a ser prácticamente todas en la aldea global, salvo pequeños grupos que se mantienen alejados de esa tendencia mundial, algunos viviendo incluso aún en el período neolítico resguardados en selvas tropicales de muy difícil acceso, esta verdad es cada vez más irrefutable: el manejo de las poblaciones que realizan las élites del poder no se basa tanto en la capacidad militar sino en la manipulación cultural, ideológica. Los medios de comunicación son el instrumento idóneo para la tarea. En un sentido es más «letal» un televisor…que una bomba inteligente.
Lo que la población piensa, o más bien: repite, está prefabricado por las usinas mediáticas, a punto que según estudios de la empresa encuestadora Gallup -de origen estadounidense y nada sospechosa de «comunista» precisamente- un 85 % de las opiniones de un adulto medio urbano proviene de lo que recibió de la televisión. Y más de tres cuartas partes de esas imágenes audiovisuales que circulan en el planeta se generan en Estados Unidos. Aunque parezca patético, ese es el mundo que se vende como «democrático»: las supuestas «verdades» con que nos movemos son lo que algunos grupos (en general de adultos varones y blancos) fría y calculadamente deciden en algún escritorio desde un lujoso pent house ante abultadísimas chequeras.
Venezuela no podría ser la excepción a esta tendencia. Más aún: la cultura dominante que aquí se generó durante décadas, manejada por los grupos de poder locales en connivencia con el imperio del Norte, hizo de la manipulación mediática un poderoso entramado en que se hacía aparecer a todos, beneficiados y no beneficiados con la renta petrolera, como miembros de un país feliz. Los petrodólares compraron la paz social durante varias décadas del siglo XX. La compraron, o más precisamente: la tuvieron alquilada. Pero esa ilusión de armonía ocultaba bajo la alfombra la verdadera cara de la moneda: enormes sectores sociales siguieron en la exclusión pese a la supuesta bonanza y a la fantasía televisiva de ser el país con mayor número de Miss Universo. Cultura del petróleo… y del plástico.
Pero llegó la Revolución Bolivariana de la mano del presidente Hugo Chávez, y los tradicionales grupos de poder -los nacionales y los de Washington- pusieron el grito en el cielo. La historia había cambiado. Como ya es sabido: a toda revolución le sigue inexorablemente una contrarrevolución. Las maniobras para desestabilizar y/o derrocar el proceso de cambios en marcha se tornaron virulentas. No hubo por parte de la oposición, al menos hasta el momento, grandes acciones militares directas como en otras experiencias revolucionarias, pero el intento de desgaste de la revolución fue hasta ahora -y todo indica que seguirá siéndolo- continuo, además de insidioso, maquiavélico. Los medios de comunicación comerciales juegan un papel principalísimo en todo ello.
De hecho puede decirse que en Venezuela esta contrarrevolución no se viabiliza por medio de partidos políticos ni grupos sociales sino justamente a través de medios comunicacionales, y la televisión en principal. Siguiendo las enseñanzas del «inventor» de las técnicas de desinformación mediática, hoy día ya generalizadas por todo el mundo, el alemán Paul Joseph Goebbels -ministro de propaganda del régimen nazi- la consigna con que la derecha antipopular comenzó a atacar al proceso de transformación en curso fue mentir. «Miente, miente, miente, que algo queda», era la consigna del jerarca nazi: no otra cosa fue lo que durante estos años de revolución han estado haciendo los medios de comunicación de la oposición, tanto dentro del país como hacia fuera, creando la imagen de una dictadura sangrienta que debe ser derrocada en nombre de la defensa de la libertad. Y una de las grandes mentiras tejidas para crear ese descrédito fue -y sigue siendo- el tema de la supuesta violencia cotidiana que azota al país.
Tanta es la fuerza con que se presenta esa tesis que además de los sectores no alineados con la revolución (aristocracia y buena parte de la clase media, que suman alrededor de un 35 % de la población nacional) incluso muchos bolivarianos, incluidos cuadros orgánicos del gobierno, terminaron por entrar en esa matriz mediática impuesta. De ahí que, en muy buena medida, la percepción generalizada en Venezuela al día de hoy hace aparecer la violencia cotidiana, la criminalidad, como el principal problema del país. «Miente, miente, miente, que algo queda»… por algo Goebbels ganó tanta notoriedad.
No hay ninguna duda que en Venezuela, como en cualquier sociedad industrial moderna, con grandes ciudades creadas al ritmo de intensas migraciones internas y -esto es lo decisivo- con crónicas situaciones de injusticia social, con amplios sectores sociales marginados de los beneficios del desarrollo, la criminalidad sube siempre. Eso no es novedad, se repite por igual en cualquier sociedad. Ahora bien: los medios de comunicación que adversan la revolución presentan la inseguridad ciudadana, la violencia criminal como algo «desbordado», «un monstruo que se escapó de las manos». Se llega a decir, sin la más mínima seriedad científica, que «Caracas es la ciudad más peligrosa del mundo»… Una vez más: «Miente, miente, miente, que algo queda».
Abordar los problemas sociales como el de la violencia es algo complejo que no puede hacerse desde una óptica ideologizada y visceral, tal como hacen los medios comerciales para desacreditar el proceso bolivariano. La ciencia -cualquiera ciencia: de la naturaleza o social- requiere de la objetividad como requisito mínimo para avanzar. Aunque en definitiva la ciencia tampoco es neutra, su aspiración metodológica debe ser buscar la verdad con neutralidad. Por eso es que se mueve con mucha cautela, sin expresiones arrebatadas, con mesura. Proclamar exaltados que «en Venezuela ya no se puede vivir por la delincuencia», además de ser una artera maniobra para confundir a la población que recibe pasivamente el mensaje de los medios, es una flagrante mentira en términos científicos.
Hoy día las ciencias sociales están ampliamente desarrolladas, tienen poderosos instrumentos de investigación, poseen un riquísimo acervo de conocimientos acumulados, por lo que no podría subestimárselas proclamando triunfales que alguna dudosa medición mostró que «el crimen en Venezuela tiene las tasas más altas del mundo».
La violencia es un problema altamente complejo. En 1996 la Organización Mundial de la Salud adoptó una Resolución (WHO 49.25), declarando «la violencia como un problema prioritario de Salud Pública y reconociendo las graves consecuencias inmediatas y futuras que la violencia tiene para la salud y el desarrollo psicológico y social de las personas, las familias, las comunidades y los países». Y dentro de ese complejo marco de la violencia existe un capítulo que es la criminalidad. Estudiar a conciencia este fenómeno implica un entrecruzamiento de prácticas científicas: sociología, economía, psicología social, semiótica. Hay que seguir rigurosos protocolos de investigación para sacar conclusiones. Solamente para decirlo en forma empírica, pre-científica, tal como se presenta el problema en los medios comerciales dentro y fuera de Venezuela, cualquier viajero que visita Caracas y estuvo también en Colombia o en Centroamérica sabe que en el territorio bolivariano la seguridad es incomparablemente mayor que en aquellas otras áreas. Y de hecho, siempre siguiendo por este nivel empírico primario en el estudio, la clasificación de peligrosidad que emiten las misiones diplomáticas en todo el mundo, o las medidas de seguridad implementadas por Naciones Unidas para sus funcionarios en los distintos países, nunca colocan a Venezuela como zona peligrosa. Por el contrario, sus índices reales de peligrosidad están muy lejos de otros países de la región (El Salvador, Guatemala, Honduras, Colombia), e infinitamente lejos de zonas de guerra (Medio Oriente, algunos países del África sub-sahariana, Asia Central). Para medir esos índices y no llevarse por declaraciones mediáticas amarillistas hay que tomar con mucha seriedad algunos índices. Por ejemplo: porcentaje del Producto Bruto Interno dedicado a la seguridad ciudadana, tanto por la inversión estatal como privada (Venezuela está lejísimo de otros países de la región: existen pocas policías privadas, se dedican pocos recursos a la seguridad hogareña), horas de trabajo social perdidas por motivo de la criminalidad (Venezuela tiene índices muy bajos al respecto), posibilidad de desplazarse dentro de las ciudades con tranquilidad, es decir, existencia de «zonas rojas» (Venezuela tiene transporte público las 24 horas del día y muy pocos focos de la capital son «impenetrables» distintamente a otras capitales, tanto en Latinoamérica como en el resto del mundo). Otros índices que habría que ponderar para poder ver el grado de peligrosidad de una sociedad es el nivel de saña con que se producen los asesinatos. Venezuela, no llevando a sus espaldas largos períodos de guerra civil sucia, cultura de la desaparición forzada de personas y torturas o masacres generalizadas, presenta una cultura mucho menos violenta que otras sociedades latinoamericanas, donde es común el asesinato por el robo de un teléfono celular o un anillo, la violación de mujeres como algo «normal» en los asaltos, o la limpieza social a través de fuerzas paramilitares. En Venezuela nada de esto existe, con lo que no hay fundamento alguno para aseverar que «es el país más violento del mundo».
Por otro lado, cuando se estudia con seriedad el problema de la inseguridad ciudadana, no con la agenda oculta que lo hacen los medios desinformadores, lo último a considerar es la percepción del público, pues se sabe que esos climas sociales se fabrican, y lo que la gente «siente» está totalmente manipulado por los mensajes predeterminados («Miente, miente, miente, que algo queda»).
Hoy día la criminalidad es un problema que crece en el mundo, y de alguna manera puede decirse que es un problema nuevo, de estas últimas décadas, igual que el consumo de estupefacientes en forma masiva, o la pandemia de VIH/SIDA. Son fenómenos derivados de los modelos de desarrollo desigual, insostenible y voraz, en términos sociales y medioambientales, del capitalismo avanzado, impensables un siglo atrás.
La literatura sobre la evolución de la criminalidad en el mundo se está incrementando rápidamente. Muchos autores han estudiado el crecimiento de la delincuencia tanto en países del Norte industrializado como en el Sur pobre desde la década de los 80 del pasado siglo y su efecto no sólo en la calidad de vida y bienestar social sino también en la actividad y crecimiento económico. Según esos estudios la tasa de criminalidad en el mundo -es decir, el número de denuncias por cada 100.000 habitantes- ha registrado tasas de crecimiento y/o niveles delictivos importantes en ambos grupos de países, y la tendencia no se detiene. Las áreas con mayor aumento en esa tasa son Latinoamérica y los estados ex socialistas de Europa. Destaca en todas estas investigaciones que el aumento en la criminalidad, tanto en Latinoamérica como los países en transición al capitalismo que salen de economías estatales centralizadas, coincide con la segunda mitad de la llamada «década pérdida» por la falta de crecimiento económico debido a los planes neoliberales para la primera, y con la transformación de una economía planificada a una de mercado en la segunda, lo que revela que el aumento de la criminalidad tiene entre sus causas el deterioro económico que se resintió por aquellos años en dichas regiones.
En Latinoamérica altas tasas de desnutrición, analfabetismo, falta de oportunidades laborales, salarios de hambre, Estados deficitarios y corruptos, escasez de servicios básicos, hacen de toda esta zona un lugar particularmente inseguro. Y si a ese panorama se agrega la cultura de violencia y apología de las armas que se deriva de sociedades militarizadas por sus conflictos internos (casos de Colombia y Centroamérica, por largas décadas en guerra), más una ancestral cultura de impunidad, derivada de los años de la colonia y perpetuada en el tiempo como estilo social, la combinación se torna mucho más peligrosa aún.
Pobreza y generalizada tenencia de armas de fuego, más una cultura de violencia heredada de las guerras internas, son el caldo de cultivo para la aparición de la delincuencia ciudadana. Y ninguna de esas razones son especialmente marcadas en Venezuela. Si nos regimos con instrumentos realmente científicos y no por puras expresiones ideológicas viscerales, debemos partir por tomar los conceptos generados para medir la situación de las distintas sociedades. Hoy, la herramienta más refinada al respecto es el Índice de Desarrollo Humano (IDH), elaborado anualmente por las distintas agencias del Sistema de Naciones Unidas, indicador social estadístico compuesto por tres parámetros:
· Vida larga y saludable (medida según la esperanza de vida al nacer)
· Educación (medida por la tasa de alfabetización de adultos y la tasa bruta combinada de matriculación en educación primaria, secundaria y terciaria)
· Nivel de vida digno (medido por el PIB per capita en dólares estadounidenses)
Venezuela, según estos criterios, está entre los primeros países del grupo de desarrollo medio. No es un rico país del Norte, pero no presenta los índices de atraso comparativo y pobreza de otros lugares del llamado Tercer Mundo. Hoy por hoy, con la revolución en marcha, se ha priorizado la inversión social en materias como salud y educación. De hecho, corroborado por la UNESCO, es territorio libre de analfabetismo, y su bonanza económica se expresa en 14 trimestres de crecimiento ininterrumpido, con niveles altísimos en el mundo (en el 2006 el segundo más alto del planeta, luego de la República Popular China). Por otro lado, su historia reciente no presenta una cultura de guerra como otros países vecinos, con lo que, si bien es cierto que muestra una alta tasa de homicidios urbanos en los segmentos jóvenes y de barriadas pobres, ello no habla de un clima de inseguridad ciudadana generalizado, de una violencia atroz que campea impune. Todo eso es la construcción mediática que se viene haciendo desde hace un buen tiempo para lo interno (creando zozobra en la población venezolana) y hacia la opinión pública internacional, para mostrar al gobierno revolucionario como ineficiente y al país como invivible.
Si hoy día aparece algún comunicador social o algún político de la oposición, dentro o fuera del país, esgrimiendo algún dato presuntamente de fuentes fidedignas para corroborar que Venezuela es «uno de los países más inseguros del mundo» -aseveración, por lo demás, hecha siempre en contextos de visceral ataque antibolivariano sin el más mínimo intento de contextualizar la investigación, sin rigor científico- habría que recordar entonces que existen tres tipos de mentiras: las piadosas, las culposas…y las estadísticas.