No siento ninguna simpatía por los islamistas, como tampoco la tengo por ningún otro fanatismo ideológico o religioso. No obstante, no puedo dejar de sentir una profunda conmoción cuando observo lo que está sucediendo en Egipto. La masacre que se vivió hace unos días en el Cairo no tiene justificación alguna. El excesivo uso de […]
No siento ninguna simpatía por los islamistas, como tampoco la tengo por ningún otro fanatismo ideológico o religioso. No obstante, no puedo dejar de sentir una profunda conmoción cuando observo lo que está sucediendo en Egipto. La masacre que se vivió hace unos días en el Cairo no tiene justificación alguna. El excesivo uso de la fuerza por el ejército egipcio es evidente, por mucho que quieran convencernos de que fue proporcional a la resistencia que encontraron. Tras estos dramáticos hechos se ha desatado un torbellino de sangre que va a ser difícil parar. Los islamistas, quemando iglesias y cometiendo actos terroristas; y el ejército, apoyado por milicias civiles, reprimiendo a los primeros. Los actores secundarios toman posiciones. Partidarios y detractores de ambos bandos muestran pruebas de la violencia de los adversarios. Ha pasado siempre que ha estallado un conflicto civil: la propaganda se extiende a gran velocidad, hoy día de manera imparable gracias a las nuevas tecnologías y las redes sociales. Y quienes desean obtener una opinión fundamentada del conflicto tienen serias dificultades para hacerlo.
Yo, personalmente, no me resigno a unirme de manera incondicional a ninguno de los campos extremos. Prefiero permanecer en este tercer campo, en el que, según comentaba Albert Camus, «todavía podía conservarse la cabeza serena, dudando además de mis certezas y mis conocimientos, y persuadido por fin de que la verdadera causa de nuestras locuras reside en las costumbres, y el funcionamiento de nuestra sociedad intelectual y política…Esto no quiere decir que los principios no tengan sentido. La lucha por las ideas es posible, aun con las armas en la mano, y es justo que sepamos reconocer las razones del adversario, aun antes de defendernos contra él». Y es que los islamistas, en esta ocasión, tienen razones para oponerse a este golpe de Estado. Nos guste más a menos, y a mí no me gusta nada, los islamistas, aún con poco margen ganaron las primeras elecciones libres que se han convocado en Egipto en los últimos decenios. Si ganaron fue porque cuentan con un importante respaldo popular, cuyas razones para apoyarlos nadie se ha parado a examinar y estudiar con detenimiento.
La otra parte, el sector laico, tiene también poderosas razones para recelar de los islamistas y de su plan político totalitario de corte religioso. La democracia no es sólo votar. Europa fue testigo de la llegada al poder de regímenes fascistas a través de las urnas. Lo importante no es el medio, sino el fin. Y el fin tiene que ser la defensa de principios básicos como la libertad, la igualdad y el juicio independiente sin la imposición de dogmas y leyes coercitivas. Estos principios son los que deben constar en una Constitución para evitar que quienes accedan al poder puedan emplearlo para imponer a toda la sociedad su ideología totalitaria. El poder humano, tal y como decía Mumford, «puede ser empleado con seguridad solo cuando está abierto a la disensión, a la discusión, al desafío, a la oposición racional,….Sin frenos interiores y exteriores, aquellos que ejercen el poder pierden sus principios o, más bien, se aferran a uno solo: conservar todo el poder que tienen y adquirir más». En resumidas cuentas, fines y medios se limitan y modifican. Si los fines irrealizables son vacíos y fútiles, los medios incondicionales, cuya naturaleza misma los separa de los legítimos objetivos humanos, no son menos vacíos. En este sentido, el ejército egipcio está desplegando unos poderosos medios militares para alcanzar un fin que todavía no tenemos claro, pero que todo indica que se dirigen a la aniquilación de los Hermanos Musulmanes.
En estos momentos de eclosión de la violencia, el papel de los pensadores, como reclamaba Albert Camus, «no puede consistir en excusar de lejos una violencia y condenar la otra, lo cual tiene el doble efecto de indignar hasta el furor al violento a quien se condena, y de alentar al violento a quien se excusa a practicar más violencia. Si los intelectuales no se unen a los combatientes, su papel (¡más oscuro, sin duda alguna!) ha de ser tan sólo el de trabajar en procura del apaciguamiento para que la razón torne a tener una posibilidad… El papel del intelectual consiste, pues, en esclarecer las definiciones, para desintoxicar a los espíritus y apaciguar los fanatismos, aún en contra de la corriente». Un posicionamiento de este tipo es difícil de mantener en una sociedad política en la que la voluntad de clarividencia e independencia intelectual se hace cada vez más rara. Pero todos debemos tomar concienciar de nuestra responsabilidad, de lo que hace y de lo que dice, y también de lo que justifica y de lo que calla.
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